Metáfora política y existencial del totalitarismo que viene, Arcand sigue ahora las andanzas de un
hombre en crisis que ya ha dejado de ser joven. Nos pasamos el día criticando a Irán, a Rusia, a China.
¿Cómo se cumple el oscurantismo entre nosotros, esa pesadilla de una historia de la que siempre
debemos despertar, según Joyce? Esta es la pregunta que Arcand no abandona desde hace años. Con
ella se zafa también de lo que nuestro catolicismo laico neutraliza con el título de «provocador». La regla
global y la excepción consentida. Saben ustedes de qué hablo, ¿verdad? Hasta las 7 de la tarde, trabajar
como un esclavo. A partir de ahí, cañas, cultura, televisión y efectos especiales. De noche podemos ir a
dormir con la convicción de que el tedio de nuestra normalidad nos salva de los horrores externos. Arcand
rompe este juego derramando su veneno en el centro. ¿Se le ve la tesis desde el comienzo? Claro, ataca
lo que por obvio pasa desapercibido. Por eso tiene que cargar las tintas hasta el esquematismo. Tiene la
honestidad, en cualquier caso, de no buscar el estatus de «excepción cultural» bajo nuestro sol medio. No
es en absoluto un provocador, sino un humanista que querría cambiar la percepción de lo diario. Tal vez
sólo querría que lo grande fuera usado como un juguete en manos de lo pequeño, una vida que dialoga
cara a cara con la muerte.
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