Después de Festen (Celebración, 1998), película completamente dudosa debido a que en ella el mal sólo
figuraba de un lado –el padre, el viejo autoritarismo y los abusos familiares-, La caza (Thomas Vinterberg, 2012) resulta angustiosa por razones exactamente contrarias. En ella el mal brota del conjunto “femenino” del cuerpo social como de una planta hasta entonces soleada. La discriminación homicida nace ahora de la simple necesidad que cualquier sociedad tiene de “permanecer unidos” frente al mal; en esto consiste
la violencia de La Caza, en permanecer unidos sin fisuras, soldados por una información «viral» que
impide pensar. Vinterberg logra nuestra zozobra dibujando el mal pegado como un guante a lo que hasta
ayer era el bien. Su película no tiene nada que ver, en tal sentido, con el maniqueísmo simplón de La
cinta blanca, pues al fin y al cabo en ésta la violencia aparecía localizada en un puritanismo de cuño
autoritario. En La caza, sin embargo, los protagonistas son gente civilizada como nosotros, demócratas y progresistas normales, lo cual hace doblemente incómoda la irrupción de una anónima voluntad criminal.
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