1. ¿Eres filósofo en general o tienes alguna formación específica como filósofo de las religiones? Dame otros datos interesantes sobre ti en relación con el tema de Dios para encarar las siguientes preguntas.

No tengo una formación «específica» en filosofía, en ninguna de sus posibles especialidades. Más bien mi acercamiento a la filosofía, igual que al arte o a la religión, se debe a un rechazo natal a aceptar una formación especializada que, fuera de lo estrictamente laboral, siempre he sentido aberrante. Igual que algunos otros, de pequeño caí en la olla de cierto silencio terrenal, plagado de rumores. Ese desierto es lo que me formó, pues no ha dejado de acompañarme con unos espejismos que ninguna teoría de la evolución remedia. Hoy mucha gente está especializada anímicamente, de la cabeza a los pies. Delega así lo vital, incluidas las preguntas más importantes sobre la vida y la muerte. Tras esta mutilación inducida, los expertos sirven después un menú diario que permite el simulacro de participar, opinando sobre cualquier cosa. Por suerte y por desgracia, hay destinos que no entran en esta alienación típica del capitalismo. Incluso cuando era marxista, siempre creí en algo superior a mí y a los que me rodeaban. Era mi manera de defenderme de un contexto social que entonces ya sentía como venenoso, precisamente porque se presentaba como incuestionable. Es necesario apostar por un enigma real, por una distancia interior que nos  libre de esta neurosis del juicio de los otros. La religión es indispensable para zafarse de la servidumbre colectiva, de la tendencia a sacralizar lo mundano -la política, la ideología, la nación, la economía- que se da en esta sociedad que dice no creer. Un personaje italiano dijo: «Arrodillarse ante Dios nos libra de arrodillarnos ante los hombres».

2. ¿Cómo se llega a Dios? ¿Es lo lógico llegar a Él por la revelación, a través de deducciones lógicas o a través de las emociones? ¿Es una simple consecuencia de la evolución llegar -en el caso del hombre- a la inevitable concepción de la divinidad?

Se llega a Dios a través del miedo, después de una temporada en el infierno. No se puede creer en santa Bárbara si no se pasó una tormenta. Igual que no se deja de fumar si uno antes no se asusta, no se puede dejar el vicio del Yo -primera piedra de nuestra creencia laica- si no se atraviesa cierto espanto. Pertenezco a una generación en la que los curas y los militares eran responsables del mal. Pues no. Los curas tenían razón al hablar del pecado y del infierno, pues es una obligación moral -también para ser libres- cargar en la tierra con una culpa original. Experimentar los límites de nuestro endiosamiento, creer seriamente en algo radicalmente Otro, es clave para recuperar cierta jovial independencia. Sin un entrenamiento traumático que rompa el narcisismo, el ser humano está entregado a la triste auto-explotación de su imagen, a creer en el brillo del Yo y en el de la sociedad que lo mima. Por el contrario, una experiencia emocional de los límites alimenta un despertar a otro tipo de conocimiento. Hasta un hombre tan preciso como Jacques Lacan vincula (Seminario 10) la rotundidad cognitiva del «argumento ontológico» con la angustia de una verdad vertiginosa de lo real. Leibniz, Kurt Gödel o Nietzsche lo dijeron de otro modo, pero parece claro que cierta clase de certeza real solo adviene después de una experiencia física de la alteridad, de la sombra irresoluble que nos acompaña.

3. ¿Es el hombre una creación de Dios o es Dios una creación del hombre?

Creo que Dios es una creación de los humanos que han experimentado lo inhumano en su interior. Brota del «infinito en acto» de Descartes, una interior zona ártica más alejada que cualquier exterior geográfico. Es como si Dios -o los dioses- fuese una secreción de la propia vida en la tierra, que siempre ha sido profundamente onírica, mezclada con toda clase sueños y alucinaciones. Tal vez por este materialismo espectral que viven los humanos, no se conocen sociedades sin un tipo u otro de religión. Llamarle primitiva a esa experiencia es nuestra forma cultural de racismo. Propia, por cierto, de la religión positiva del progreso, una de las que más víctimas ha causado.

4. ¿Dios es una figura necesaria para la integridad del ser humano, para su supervivencia emocional, para la cohesión social de sus grupos? ¿En qué aspectos radica la necesidad de Dios?

Pienso que Dios, el que sea -tal vez en el fondo siempre es el mismo, dice Simone Weil-, es una figura necesaria para la integridad física y ética del ser humano. Dios es un nombre que le damos a lo incondicional que nos une a ti y a mí, seamos quienes seamos. Es la manera de referirnos a esta vitalidad insondable de la muerte, que funda una hermandad libre de las diferencias étnicas y culturales. En Esto esa agua, Foster Wallace dice que no puede haber ateos en la «trincheras» de la vida corriente. Para sobrevivir es necesario adorar algo, aunque hay que procurar que aquello que adoramos no nos devore, como ocurre hoy con la popularidad, el dinero o el poder. La necesidad de Dios radica en el vértigo de la contingencia diaria, en una «misión secreta» (Lispector) de cada vida que es difícilmente comunicable. ¿Cómo no creer en Dios cuando las personas apenas responden? Ante este silencio de los hombres, tapado por el ruido de su circo, qué menos que creer en lo que la sociedad ha decretado como inexistente. Es un poco la inversión del chiste de Byron: «Cuanto más conozco a estos hombres, más amo a lo que no se les parece».

5. ¿Por qué todo pueblo, toda sociedad pequeña o grande, acaba llegando a creer en un determinado concepto de divinidad?

Los pueblos experimentan el temblor de los límites en múltiples formas, tanto en la convivencia de cada individuo con su sombra como en el roce de unos con otros. No hace falta que ningún ser extraterrestre aterrice en la tierra, pues cada uno de nosotros tiene un monstruo dentro. El infierno no son solo los otros (Sartre), sino el abismo de tener un cuerpo, la dificultad de convivir con la extrañeza de sí mismo. Por tanto, es normal que los pueblos acaben creyendo en algo que no es de este mundo, pero está en el centro. La dificultad de la trascendencia no atañe primeramente a lo que hay «más allá», sino ante todo a la naturaleza del aquí, a la pregunta de lo que hay entre nosotros. Nuestro multimillonario género de terror no deja de ser una versión nihilista de esta alteridad que presentimos en la cercanía. De ahí que el triunfo del tribalismo de una fe, a veces por caminos muy perversos, ocurra también en las naciones más ilustradas y racionales del planeta. Toda nuestra orgullosa sociedad global no deja de ser una secta gigantesca, aunque armada hasta los dientes. En lo que a algunos respecta, pocas ciudades hemos sentido tan opresivamente eclesiásticas como París, con su agobiante culto a la diosa Razón.

6. ¿Se hace necesario desterrar al Dios antropomorfo de las creencias de la gente? ¿Qué otras imágenes de Dios podemos poner en su lugar? ¿Dios como energía, Dios como conciencia, Dios como fuerza universal…?

Todas estas imágenes son variaciones de un único trasfondo atemporal, que no evoluciona y sentimos en cada vivencia crucial del tiempo. Las religiones tienen siempre algo de sincrético, mezclando lo antropomorfo con lo telúrico, el monoteísmo con un politeísmo. No olvidemos que lo religioso se alimenta de la experiencia material de que el «hombre» no es un ser más, sino el receptáculo de cualquier lejanía. De ahí que desterrar a Dios de las sociedades tenga consecuencias funestas y lleve muy pronto a una instrumentación totalitaria del ser humano. La creencia en un absoluto trascendente nos permite relativizar la parcialidad de las culturas y las naciones, de las costumbres y los colores de la piel. Nos permite incluso huir del terrorismo de la actualidad, este totalitarismo de las modas. Conviene recordar que los nazis eran furiosamente anticristianos. Por eso llegaron a conclusiones normativas criminales, sacralizando el progreso de la nación, el avance de la raza aria y de la técnica. Frente al fanatismo tendencial de los humanos, las religiones son algo así como una válvula de seguridad, permiten una especie de materialismo en tránsito que no necesita santificar ningún presente histórico. No se me escapa que las religiones, como cualquier movimiento humano, han participado en las peores matanzas. Pero a veces ha sido, quizá sea el caso del fundamentalismo islámico, por acoso y desesperación. El problema es que cuando huimos del «esencialismo» tradicional caemos en un esencialismo todavía peor, sacralizando la sociedad, la opinión pública o la tecnología.

7. ¿Te parece que el monoteísmo tienes ventajas sobre el politeísmo? ¿Cuáles?

Solo tenemos una vida, limitada por la muerte. Precisamente su curso es múltiple e intrincado debido a estar alimentada por la enormidad inagotable de la condición mortal. En el fondo lo uno y lo diverso no se oponen. Lo único es la intensidad de lo distinto, de cada criatura y cada experiencia singular. Las religiones generan de hecho, según el mismo Deleuze, su propio materialismo. El politeísmo, desde el inmanentismo mesoamericano al paganismo griego, tiende por fuerza a un horizonte de monoteísmo, a un nombre central que reúne una constelación de figuras sagradas. A la inversa, entendido a veces como monolítico, en el cristianismo el Dios único desciende y se encarna en múltiples figuras, cercanas a las preocupaciones humanas. Gracias a esta multivocidad coral, al cristianismo no le costó tanto conectar con el panteísmo de las culturas primitivas.

8. ¿Son la figura de Dios y de otros seres celestiales reflejos de traumas infantiles? ¿Reproducen de alguna forma los conflictos emocionales de los niños con sus padres, por ejemplo?

Posiblemente, pero es un error «totalitario» intentar superar los traumas infantiles. Siempre somos niños ante lo que nos supera. Y todo lo importante nos supera, de existir a amar, de odiar a trabajar. Mucho antes de Nietzsche, de Rilke y Freud, ya se reconocía que el ser humano tiene en la infancia un lecho que siempre vuelve. Con sus temores y alegrías «irracionales», la infancia no es una edad más, sino un fondo que regresa en la crisis de cualquier edad. Incluso existe la leyenda de que para morir bien hay que envolverse otra vez en el manto de la infancia, una sola vivencia que funde al cuerpo con su alma natal. Por tanto, si la religión representa la infancia de la humanidad, razón de más para tomarla en serio como una forma crucial del conocimiento. Creo que en este punto Freud, y no es el caso de Lacan, está a veces frenado por sus límites ilustrados.

9. ¿Influye la divinidad de alguna forma en el devenir histórico, en el nacimiento y la evolución del universo, en el destino del hombre? ¿Dios tiene un papel activo en los cambios o solo contempla cómo suceden?

Gran parte de las revoluciones humanas se expresan a través de los cambios religiosos y culturales. Por ejemplo, la ética protestante y el espíritu del capitalismo. Es cierto que el «silencio de Dios» debe permitir que ocurra cualquier cosa, incluido el sufrimiento de los inocentes. Tiene que ser así, pues el dolor es una oportunidad, un camino de vuelta. La necesidad infinita de lo que ocurre se expresa como un accidente para nosotros, en nuestro conocimiento limitado. No creo que haya una religión donde Dios o los dioses sean indiferentes y se limiten a contemplar la vida de los hombres. Ya contemplar es mucho, pues nos obliga a perfeccionar la vida personal como si alguien estuviera mirando. De un modo u otro las religiones toman parte activa en la vida de los humanos, pues han nacido -recordemos Altamira-, de los afanes cotidianos. Así era de una manera en el politeísmo griego, de otra manera en las religiones primitivas. Así es explícitamente en el cristianismo, donde Dios desciende a la historia de los hombres y elige, no a un pueblo, sino a unos seres humanos que se hacen hermanos a través de la figura del Hijo. El agnóstico Alain Badiou escribió un precioso libro sobre San Pablo donde muestra cómo el cristianismo, a través de otra comprensión de la muerte, del temor y el error, logra una comunidad universal distinta al exclusivismo judío. Por tanto, no parece exagerado decir que la historia de la humanidad es la historia de sus religiones. No olvidemos que el Ateísmo, visto en perspectiva, acabó siendo una religión más, no sé si la más feliz que pudieron inventar los humanos.

10. ¿Por qué parece necesitar Dios que lo adoremos, que creamos en Él, que lo alabemos, que le recemos?

En cierto momento, Simone Weil llega a decir que la búsqueda de los hombres por parte de Dios llega a expresar un giro crucial en las culturas. Dios necesita a los hombres, dice ella, para salir de su trascendencia pura, para poner a prueba su distante soledad -¿la del Antiguo Testamento?- y encarnarse en la belleza sensible de lo terrenal. Salva a los hombres salvando a la vez la trascendencia del ser supremo, mezclándolo con las contingencias terrenales. La «omnipotencia» del Dios cristiano es delicada, un frágil absoluto que ha de tomar cuerpo en cualquier evento, en cualquier criatura. Y ninguna es fácil: «Que Dios no envíe todo lo que podemos aguantar», dice Teresa de Ávila. Al salvarse Dios en la tierra con un Hijo, también salva a lo terrenal de que la muerte tenga la última palabra, permitiendo una inmortalidad enlazada con la finitud. Es este giro hacia la eternidad de las criaturas lo que se expresa en la belleza de las escrituras. La encarnación hace también del cristianismo un movimiento comunitario, una subversión política que desbarata las jerarquías sociales de Roma. Recordemos que Cristo muere ajusticiado en la cruz, la pena que el Imperio reserva a los rebeldes, no con la lapidación que la Sinagoga guarda para los herejes.

11. ¿Dios es necesariamente bondadoso? ¿Podemos imaginarnos un Dios destructivo, colérico, malvado vengativo?

La bondad no es algo fácil, ni simple, ni está libre de sendas torcidas. Con frecuencia llega a nosotros través de un largo rodeo. De ahí el dicho: «Quien bien te quiere te hará llorar». Shakespeare nos recuerda también que has de ser cruel para ser amable. Sé que esto es políticamente incorrecto, pero la verdad es difícil y nunca se acerca por las amplias avenidas de la política. ¿La vida es bondadosa y justa? No, no siempre, no fácilmente. «Dios» es así un modo de nombrar que, tras unas inevitables injusticias a veces muy crueles, alienta un signo, una fortaleza que espera, un aprendizaje que espera. No se habla aquí de resignación, que tampoco es despreciable, sino más bien de la sabiduría de una resistencia. Porque no solo las desgracias son difíciles, también los golpes de suerte pueden traer posteriores infortunios. Tanto el fracaso como el éxito son arduos de interpretar en sus consecuencias. En todo caso tenemos las derrotas para extraer de ellas una lección y convertir el estiércol en abono. ¿Existe otra forma de fortalecerse que los errores y dolores, hay otro máster para cambiar como personas? En el fondo, toda pedagogía es la del trauma y del error, de ahí la importancia cristiana del pecado para que ocurra la gracia. Dios no cierra una puerta sin abrir otra, se dice, aprieta y no ahoga. El propio Nietzsche, además de Santo Tomás o Spinoza, insiste en que el «mal» es un rodeo necesario para el «bien»*. El mal es la materia prima del bien, hace que el bien no pueda ser nunca banal, como ocurre en el puritanismo laico actual. Si no hubiera tormento, ni dolor ni peligro en la tierra, como querría esta corrección política de la hipocresía progresista, la comedia humana perdería verosimilitud y fuerza real. De hecho así es, y la banalidad de nuestro bien ficticio se pasa el día, para justificar su moralismo, imaginado terrores externos. Vivimos retirados en un elitista y aburrido aislamiento adornado con obscenidades enlatadas. El peligro y la derrota, la violencia nunca debieron ser excluidas si queremos abrirnos a la aventura de una vida real. Incluso para recuperar el éxtasis de ocasionales reuniones de lo sagrado y lo profano, negándose a encerrarse en la seguridad privada, es necesario atreverse a ser un peligro. La reducción del sentimiento religioso a lo privado siempre ha sido una trampa del absolutismo civil. La separación de poderes solo vale para el reino mundano del César. En la vida es necesario resistir en una sola humanidad mortal, en una sola existencia. Solo así podremos rodear la relatividad de esta época, su necesidad cruel de entretenimiento, con una entereza donde la inocencia sea posible todavía. Se ha cultivado una visión blanda del cristianismo, como si la religión del amor fuera una cosa de flojos. Es lo contrario, hace falta ser un luchador nato para amar a esta humanidad que siente asco ante el cercano y es solidaria con las víctimas lejanas que mendigan ayuda.

12. ¿Algunas palabras últimas sobre la actualidad de lo religioso?

En ausencia de una envoltura religiosa en las culturas, el fanatismo de las ideologías toma el mando. El narcisismo de las minorías es nuestro gran remedio contra el malestar mayoritario. Pero es una solución impotente, pues la infelicidad, la crispación y el mal humor crecen. Nos ha invadido un odio de hormigas, dice Limónov. Y tal vez esto es un aspecto más de nuestra chinificación, de un intervencionismo anímico del estado cada día más descarado. Bajo su amparo, nos pasamos la vida en una guerra civil de múltiples sectarismos: el género elegido contra el sexo natal, los activistas queer contra las feministas, los animalistas contra todos, «Occidente» contra medio mundo… Solo nos une el supuesto mal de los otros y el espectáculo de una victimización cada día más humillante. Nadie está libre de culpa, nadie, tampoco las minorías que acaban encantadas de ser reconocidas, pero se constituyen contra un resto que apesta. La mayoría de nuestros movimientos progresistas son parte del elitismo metropolitano del «primer mundo». De hecho, nuestras orgullosas minorías han apoyado más de una vez las crueles «guerras justas» de Occidente**. El racismo de la «sociedad internacional» es un escándalo. Hasta este último conflicto con Rusia es resultado de una estupidez binaria que se podía haber evitado. Solo había que escuchar, hace más de diez años, a esos otros cristianos eslavos, tan distintos a la furia puritana del planeta angloamericano. Es una auténtica desgracia antropológica, como han recordado Heidegger, Pasolini y Virilio, que Europa haya cedido ante este sectarismo inmisericorde del capitalismo. Como sufrimos, todos queremos salvarnos. Algún día, no obstante, habrá que asumir que solo podremos salvarnos abrazando el mal común de existir, empuñando nuestra irremediable perdición. No a través de la cultura, la fama, el dinero o el éxito, sino en una vida ordinaria que no tiene más Dios que su fragilidad empuñada, vuelta hacia lo abierto. Es urgente entrar en una caducidad incorruptible, dice María Zambrano, convirtiendo el accidente de vivir en un monumento duradero. Este es el motivo de fondo de todas las religiones, tanto naturales como reveladas. En realidad, la revelación viene de una naturaleza laberíntica que hasta ayer hemos atendido muy poco.

* «Dicho teológicamente -préstese atención, pues raras veces hablo yo como teólogo- fue Dios mismo quien, al final de su jornada de trabajo, se tendió bajo el árbol del conocimiento en forma de serpiente: así descansaba de ser Dios… Había hecho todo demasiado bello… El diablo es sencillamente la ociosidad de Dios cada siete días» (Ecce homo).

** Algún judío ha reconocido incluso que el estado de Israel utiliza su tolerancia elitista con las minorías LGTBI+ para justificar mejor la hostilidad hacia la cultura «homofóbica» de los árabes.