Ustedes los occidentales están muy solos.
A. Sokurov

Cuando en tardes de julio atraviesas la dulce campiña gallega por tierras de Xixirei, volviendo de tus clases de inglés con Estella y ese obsesivo Forever changes en la cabeza -¿qué queda en ti que ya no sea una obsesión?-, piensas escrutar Rusia con un lirismo fortalecido por los años, arrancar las costras del prejuicio y encontrar los tallos verdes en la nación de Chéjov, Tolstoi y Limónov. Más tarde, esperando la salida del avión en ese gigantesco acelerador de partículas que es la T4, se te ocurre un emblema: «Vivir en un mundo tan expandido que todo viaje sea bajar«. Sin embargo, la dimensión de lo que encuentras en ese país de historia violenta de diez siglos, y treinta grados bajo cero invernales, enseguida te perturba. La escenografía sombría de las afueras de la ciudad a las 7 de la mañana, recordando la sombría monotonía del Este, el sueño, la barrera infranqueable del idioma, el joven taxista mudo en su coche destartalado, los primeros funcionarios inescrutables, todo esto pone a prueba desde el principio tu viajera voluntad californiana de los años setenta. Igual que la grandiosa extensión de San Petersburgo entrevista en el paseo de media hora larga entre Petrogradskaya Storona y Nevskiy, donde has quedado en tu primera cita.

Por toda clase de razones uno quería viajar a Rusia, no a «San Petersburgo». Quería ir a un país mítico de la juventud, lejano y difícil, no a un organizado y seguro destino turístico. Se trató desde el principio de un viaje metafísico, no cultural en un sentido frívolo. Querías escarbar en el corazón de Rusia, en el alma eslava, sentimental y fuerte a la vez, que había producido a Dostoievsky y a Sokurov, La muerte de Iván Illich, la Revolución y la resistencia mortal a Napoleón y Hitler. No visitar un pequeño país que se ha rendido a nuestra demanda consumista, sino uno que se mantiene impertinentemente diferente y que, sin embargo, nos respeta y conoce. Viajar a Rusia también para poder vernos desde fuera, desde otra cultura igual de potente que la nuestra. Por eso la primera preocupación era escapar del parque temático de una ciudad famosa mundialmente. Enseguida se le sumó a esta voluntad el signo de tener que hacer el viaje en solitario, sin amigos y sin cámara fotográfica, para dejar que la retina guardase lo esencial.

Después de varios intentos de encontrar compañía -alguien llegó a calificar tu aventura de «excéntrica»-, entiendes que si el viaje va a ser iniciático, como dices bromeando, puede ser a solas. Igual que escribes a solas, del mismo modo que duermes y sueñas solo. Esta ausencia de compañía tiene posiblemente algo que ver con el hecho de que desconfiamos de los eslavos y de que Rusia, después de una pequeña tregua, sigue estando en el altar de nuestros demonios. Al fin y al cabo, «esclavo» parece tener la misma raíz que «eslavo» en varios idiomas occidentales. En esto nos parecemos a Hitler, quien consideraba a los rusos un pueblo esclavo y bárbaro, no sabemos si más o menos que a los judíos. Él no podía saber todavía que los veinte millones de rusos muertos le pondrían, como en el caso de Napoleón, la puntilla al III Reich.

Sin embargo, cada vez que tropiezas allí con un policía que encuentra un fallo burocrático y tiene que hacer una llamada telefónica, todos tus fantasmas se despiertan. Zares, siervos, barro y lentitud, comunistas, burocracia implacable, nieve y hambruna, prostitución, ráfagas de Kalashnikov. Ruleta rusa, montaña rusa, mafia rusa: ¿se dan cuenta de hasta qué punto vinculamos a Rusia con una ensaladilla de tormento y confusión? Por si fuera poco todo esto, el alfabeto cirílico cierra enseguida el círculo laberíntico de lo incomprensible. Con Putin, que desde su «democracia imperfecta» nos habla sin complejos (también en perfecto alemán) en el único lenguaje que la comunidad internacional entiende, el de la resolución, hemos comprendido por fin que Rusia nunca será como nosotros. O peor aún, que es precisamente como nosotros, pero situada enfrente. ¿Por cuánto tiempo?, pregunta en español nuestra amiga Irina. Por ahora, cuando oímos hablar de los rusos tenemos que echar mano de la pistola de los tópicos. Fíjense si no en cómo aparecen ellos en nuestras películas comerciales. Y esto mucho antes de que en Ucrania se hubiese disparado un solo tiro. Antes también del Coronavirus y una vacuna rusa de la que no se puede ni hablar, a pesar de que estemos al borde del colapso y de que el supremacismo norteño esté acaparando las vacunas occidentales. El racismo es el racismo.

Pobres Balcanes, donde la islamofobia y la eslavofobia se encabalgaron. A pesar de aquella frase ambigua de Gorbachov que nos pareció mágica -«El proceso ha comenzado»- Rusia jamás será transparente, al modo de nuestra castrada religión de la liquidez. Es posible incluso que el autor de El choque de civilizaciones se haya quedado corto a la hora de considerar el orden compacto de las culturas, su mutua xenofobia e inconmensurabilidad. A pesar de los temores de Irina, a los rusos les salvará de la normalización occidental el hecho de caer durante mucho tiempo del lado del mal. Para empezar, por razones estratégicas, por constituir -y esto es lo peor- otra versión del alma europea. Solamente Rusia podría librar a Europa de la estupidez estadounidense, que no se detendrá con Biden. Hoy por hoy, sin embargo, no les perdonamos a los rusos que no se rindan al puritano individualismo de «Occidente» y no conviertan su historia y su carácter en el museo fácil de una nación simplemente turística. Que se empeñen en mantener su pasado y su historia vivos, una política y una cultura propias, una tecnología y un armamento temibles y distintos, eso roza para nosotros lo incomprensible.

No es tanto que puedan o no tomar en serio a Dostoievsky, que sean o no sean comunistas, como que, simplemente, la relación que esta cultura mantiene con la irregularidad de la tierra -el complicado rito ortodoxo, la música y el alfabeto, los sentimientos, el vodka, el mando y la obediencia, la nieve y su tristeza- y la comunidad elemental que nace de ella, nosotros la tenemos desde hace mucho tiempo prohibida. De Texas a Baviera parece que hemos de ser «platónicos», vivir protegidos por una limpieza digital libre de las arrugas de la existencia. Por contra, hasta en el perfil del popular fusil Ak-47 encontramos una curvatura, una rugosidad inquietante.

Señalando la duda metafísica propia de una identidad fronteriza, rasgo que le emparenta con España, la historia moderna de Rusia indica cierta voluntad de ser más occidentales que nadie. Traerse a los mejores arquitectos, realizar la ciudad más geométrica e ilustrada, materializar los experimentos sociales que se piensan en Occidente -Tolstoy ensayando a Thoreau-, realizar a Marx en la Revolución, pactar con Hitler y después destrozarlo. Como si desde la distancia asiática de sus estepas nos tomaran al pie de la letra, como si necesitasen demostrarse que son más europeos que los europeos. Y a lo mejor es cierto, a juzgar por la literatura, la ciencia y el cine. Las cúpulas doradas frenan una profunda melancolía. Aunque hoy algunos humanistas rusos, con razón, se quejen de la espectacular vía de poder y consumo que se ha abierto desde Moscú, se les podría decir para tranquilizarles que -un poco como en Japón, en China- el capitalismo y la tecnología rusos parecen seguir envueltos por una consistencia cultural que en el resto de Occidente hemos perdido.

Modernizar es laminar, normalizar, aislar, tapando lo cualitativo con la agregación cuantitativa. En suma, el bienestar significa sepultar en lo privado -hogar, vacaciones, internet, psicólogo- todo lo que sea una cualidad vital. ¿No es esto lo que llamamos Democracia, delegar la violencia de vivir en la muerte lenta de la interdependencia social? Nada de sangre en las venas: «Un hombre, un voto». Un hombre, un dígito: modernizar es normalizar la violencia, hacerla sumergida, delegarla en la actividad pornográfica de la información, las instituciones civiles y el Estado. Ahora bien, el «primitivismo» eslavo está aún muy lejos de esta mutilación, de esta hipocresía, de esta profiláctica separación de la soledad común de vivir. A pesar de ciertas similitudes -esa voluntad moderna de recomenzar desde cero-, a los rusos les diferencia radicalmente de los Estados Unidos que dirigen este Occidente anémico la relación que ellos mantienen con el virus de los sentidos, con la cultura de la tierra. Eliminados los indígenas, los Estados Unidos se fundan en la doctrina puritana de la separación (Steiner), en el individualismo feroz y su asociación masiva, con la eficacia técnica consiguiente. ¿Aceptaríamos que las cosas fueran distintas, que el mundo fuese dirigido por el «comunitarismo» ruso, por su intrincada complejidad? Bastaría, sin embargo, con que Europa fuera capaz de comprender a la vez la superficialidad norteamericana, sin duda necesaria, y la gravedad rusa, para que el mundo fuera distinto. Alemania y España también lo serían, por cierto.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 12 de enero de 2021