Antonio Murado, Galería Vilaseco. A Coruña, hasta finales de enero

¿Una primera impresión de materiales de desecho? No exactamente, más bien resaltan en esta exposición la rotundidad de los materiales, bastidores, lienzos y mezclas espesas de color. Es como si en este trabajo de Murado se tratara de eliminar lo accesorio para dejar hablar a las manchas, la herrumbre, el lienzo viejo, las formas lentas de la madera. Es cierto que cuando Murado se extiende sobre un color puro y liso -teja, verde pastel- el resultado es espléndido, refulgente, pero eso no deja de hacerse en medio de un envoltorio irregular donde la impresión de cierta antigüedad predomina. Hasta la pátina del color tiene una densidad de heráldica medieval, por donde podría haber ecos de musgo.

El pintor reconoce que ha estado largo tiempo volviendo a estos cuadros para mirar detenidamente, retomar direcciones y recordar sensaciones. Toda su exposición recuerda la monumental mezcla de modernidad y ruina que vemos en las afueras de nuestras grandes ciudades, sean americanas o europeas. El tamaño de los lienzos facilita una buena relación con el óxido de vivencias anteriores.

Madera de bastidores, grapas, lonas dobladas y tejidas. El propio lienzo sobre el que se pinta podría ser ya usado. Los colores lisos alternan con los carcomidos, a veces con un cierto deshilachado en los bordes. Todo este trabajo de Murado, siendo a la vez muy estético, tiene buena relación con lo feo, con la deformidad que es intrínseca a la especie y a cualquiera antropología de lo popular.

Las superficies de Murado son irregulares, como si fueran trozos arrancados de un sueño mayor y distinto, fragmentos de un gran libro destripado. Como fragmentos de un territorio, en esas superficies es difícil calcular el área y las dimensiones. Más que grandes ventanales que se abren afuera, los cuadros parecen solo dar a sí mismos, como si el lienzo estuviera saturado de un mundo formal y cromático que se condensa ahí, intentando salir por un vórtice. Lienzo insinúa la aproximación a algo enterrado, la leyenda de un cofre que deberíamos abrir. Pero se dijo que tal vez el tesoro está en cavar, en escarbar con la mirada, no tanto en esperar un supuesto relumbre final. Quizá por esto la exposición de Murado sugiere un aire de taller, ocupado por obras que están en proceso, perpetuamente inacabadas.

Lo que vemos no es quizá tanto otra reflexión sobre la pintura como una meditación sobre lo real, un misterio sensible que es revisitado de nuevo, y revitalizado, usando la contundencia de materiales de hoy mezclados con una borrosa referencia a algunos clásicos de la pintura. Entiendo que los guiños al pasado -Goya- son no solo un homenaje a los grandes maestros, sino también un homenaje a una pregunta común que, acerca de la vida, permanece entre los humanos. Es acaso por el sentido de esta atemporal interrogación común que el pintor reconoce que hay que tratar igual a Picasso que a un zapatero.

 

Ignacio Castro Rey. Picón, 9 de enero de 2022