Lo que sigue es una breve presentación del libro En espera escrita para un pequeño pueblo gallego donde no son habituales las discusiones en torno a libros de filosofía.

EN ESPERA

Se ha dicho que buena parte de las amenazas exteriores que vivimos a diario, sean o no reales, tienen una saludable función de blanqueo mental y anímico. Después de un telediario y su línea de desastres, la vida de cualquiera parece más normal, más justificada en su prudencia, en su discreto retiro.

Estamos acostumbrados a no dar un paso sin pedirle permiso a la sociedad o al estado. Nuestra normalidad actual incluye una interdependencia que no dejó de ganar puntos en estos últimos años de pandemia. Todo son etiquetas para sentirnos seguros. Vivimos rodeados de protocolos informativos que nos guían, poniendo en manos de los expertos las anomalías imprevistas. Sin embargo, en cada asunto importante nadie puede ocupar el lugar de nuestras decisiones personales, a veces muy solitarias. La vida común no tiene protocolos que la cubran. No hay una norma para ser padre o hijo; ni para llevar bien tal o cual carácter, que nunca fue elegido; ni para querer o ser querido; ni para ser feliz o infeliz.

Hablamos constantemente del mal de los otros: los violentos, los rusos, los negacionistas, el terrorismo islámico, el machismo… Todo esto será cierto, pero a veces parece que esa maldad de los otros oculta el mal menudo que va con nosotros, con las rutinas de nuestra normalidad, con nuestra corrección social y política. De eso se ocupa este libro. ¿No es cierto que ya padecemos las enfermedades -depresión, estrés, insomnio- de una cultura donde no debe ocurrir nada imprevisto, fuera del espectáculo virtual de las pantallas? De hecho, las cien adicciones consumistas que nos circundan semejan el sustituto de una vida real que falla en su imprescindible aventura.

Parece que el consumo de facilidades tecnológicas debe compensar la dificultad de vivir, la pérdida de musculatura para afrontar los retos de una vida común y terrenal. El miedo a sufrir o a ser rechazado, quizá hoy mayor que antes, ¿no nos hace algo inválidos en la vida real, por mucho que estemos equipados en el bienestar tecnológico?

Trabajamos de sol a sol, en parte para no pensar qué hicimos de nuestra vida. Por en medio va una tristeza callada, de la que pocas veces se habla; también cierto aburrimiento, la precariedad de las relaciones afectivas… Esto por no hablar otra vez de un alarmante pico en el nivel de suicidios. Aunque nuestra economía se sostenga, tenemos que comprar un perro para no sentirnos más solos.

Lo importante, que solo depende de nosotros, lo dejamos para mañana: cuando por fin nos jubilemos, el próximo fin de semana, las vacaciones… La obsesión de la seguridad llevó a que vivamos a plazos, endeudados a la oferta siguiente en la gran serie social. Parece que el estrés del recambio nos da seguridad. Pero ¿qué esperamos, en realidad? Esperamos que nunca pase algo que nos ponga en riesgo personalmente. Como si no pudiéramos padecer nada, esperamos que siga la rutina da seguridad, del consumo y de la cobertura.

En espera insiste en que tenemos que volver a ser libres en un punto clave: no delegar más en otros, que ni conocemos, todo aquello de lo que depende nuestra existencia única y mortal. Esto no supone volver a fortalecer el individualismo en el que ya estamos. Por el contrario, exige volver a conspirar a favor de pequeñas comunidades basadas en lo que realmente somos, sin fingir empoderamiento, diga lo que diga la poderosa sociedad del espectáculo.