A pesar de la debilidad mental que aqueja desde hace décadas a las naciones históricas de Occidente (el predomino cultural estadounidense algo tendrá que ver con esto), algún día ocurrirá con Julien Coupat, que no tiene nada que ver con el libro que comentamos, lo que en su día ocurrió con Guy Debord. Después de perseguirlo, hostigarlo e injuriarlo durante décadas, el Estado Francés impidió hace quince años que la Universidad de Yale comprara a sus herederos el archivo del anticapitalista Debord declarándolo Tesoro Nacional y añadiendo que pertenecía al patrimonio cultural de Francia y a la «historia del pensamiento». Les hago una apuesta. A lo mejor hay que esperar a que se muera el perro para que se acabe la sarna, pero algún día ocurrirá con este libro, y con alguno de sus autores clandestinos, que llegarán a formar parte oficial de la titubeante historia del pensamiento occidental.
Be water. No cabe criticar a la Inteligencia Artificial por sus defectos provisionales, sino por su ideal ariodigital de perfección. En otras palabras, por su voluntad planetaria de segregación, buscando un apartheid portátil, sin muros ni alambradas. La intención política de este Manifiesto es mostrar que el fin de la Inteligencia Artificial es operativo, es decir, económico y militar, encauzado a un estricto control estatal de las poblaciones. «Los principios seguirán estando ahí, como lo han estado en el pasado, pero ya solo existirán para ser invocados en la teoría y violados constantemente en la práctica». Es tal la inteligencia natural de este libro, a la hora de pensar qué hay detrás de la actual digitalización forzosa de las poblaciones, que uno estaría tentado de proclamar el clásico: Absténgase los tibios. Pero no, no sería justo. El caudal de información anómala y escondida, que este libro sirve acerca de la secta tecnocrática que nos sodomiza, es de tal calibre que incluso los ingenuos, que no compartirán en absoluto la rabia subversiva de este libro, pueden encontrar en él un capital valiosísimo para su información, para actualizar las novedades con las que entretienen sus encuentros culturales.
Fíjense en esta frase, sacada de documentos que están a la vista, aunque escondidos sobre la mesa de la visibilidad, igual que la famosa carta robada de Poe: «Mientras se dedican a entender las novedades en las que les pedimos que crean, nosotros podemos trabajar, tomar decisiones y poner a todo el mundo ante hechos consumados». Como esta hay cien, mil, arrojando otra luz oscura sobre lo que se presenta como un cambio objetivo e histórico ante el que es absurdo y reaccionario oponerse. En los libros de Tiqqun y el Comité invisible, que hacen temblar a una izquierda que lleva años apuntalando un capitalismo con rostro humano, ya resonaba sin cesar una similar característica impertinente. Podía no compartirse en absoluto la orientación a la que apuntaban, era incluso difícil hacerlo, pero la atmósfera de desvelamiento que operaban sobre nuestra falsa complejidad permitían habitar nuestro mundo de otro modo, infinitamente más inteligente. Una chica inolvidable de hace años, que para nada compartía ninguna perspectiva insurreccional, llega a decir en público: «Hacía años que un libro no se me pegaba así a la carne».
Con el Manifiesto conspiracionista ocurre exactamente lo mismo. Uno puede empezar a leerlo con cierta pereza, como la enésima entrega de una serie crítica que nos fatiga, que no ofrece salidas y, además, ya creemos conocer. Al cabo de pocas horas el goteo de iluminaciones es tal, permite percibir lo que nos rodea con tal diferente sentido del humor, que el enamoramiento está enseguida servido: «No pudiendo hacer máquinas capaces de igualar al ser humano, se han propuesto circunscribir la experiencia humana a lo que una máquina puede conocer». Se debe buscar este libro sin ninguna dilación, con la garantía añadida que hace décadas podrían ofrecer unos opulentos almacenes: Si no cambia su percepción del mundo, les devolvemos inmediatamente el importe.