La película de Marc Foster es una pirueta en torno a la existencia y su fugacidad. Explora las líneas
borrosas entre la verdad y la ilusión, líneas que hoy más que nunca -en la época de la informatización
total- son indiscernibles. Foster investiga también la manera harto misteriosa en que damos forma a
nuestra existencia. Uno se pasa la vida calculando y al final lo que sale no tiene mucho que ver con lo
previsto. Como dice un viejo refrán castellano, el hombre hace planes para que Dios sonría.

¿Recuerdan American beauty? Un hombre ha estado dormido durante años y de repente se despierta y se entera de que le queda poco. El tiempo se acaba: una frase un poco estresante que a Foster le gustaría que resonase en nuestros oídos. Es angustiosa, de acuerdo, pero al mismo tiempo es la fuente de cierta sabiduría antigua, pues invita a vivir cada día como si fuera el último. Al fin y al cabo, nadie sabe lo que está escrito, de tal manera que el amor al destino de los estoicos no cambia nada de cara al esfuerzo, sólo en cuanto a su dirección. La meta es, siempre, recuperar un origen ambiguo, reconciliarse con un trauma remoto.

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