Texto publicado en la revista digital gallega «Adiante».
Agosto 2018
Traducido por L. García y G. Trasbach
A pesar de los ríos de tinta vertidos, poco se puede decir que esté a la altura de los placeres de la carne, sus mil delicias compartidas. Hasta en el onanismo encuentra una vía para conectar al individuo con el calor de una comunidad posible, que antes y después de ese acto puede cambiar nuestras relaciones con lo real.
Esto no quita para que el sexo, como gran tema Rey (Foucault), haya devenido en un complemento indispensable de una profunda deserotización de nuestras costumbres, un sucedáneo ideal para compensar pérdidas dramáticas en la cultura de los sentidos. El sujeto estresado de la sociedad contemporánea, endeudado mental y económicamente hasta las cejas, encuentra en la obscenidad que invade lo social un modo de alivio sin el cual acabaría estallando. Y tal vez no deberíamos excluir de esa obscenidad reinante la caza del hombre que los medios, instrumento de blanqueo anímico de cada uno de nosotros, han desatado en múltiples direcciones. La antigua lucha de clases parece haberse ampliado en una rivalidad interminable que inunda nuestros escenarios, de la escuela a la televisión, de la empresa a las redes sociales.
En este aspecto el sexo es, sobra decirlo, una concesión privada que los poderes públicos hacen encantados a un ciudadano por todas partes acosado. Serás un esclavo de por vida, se nos dice sin palabras, pero a cambio podrás expandir la fiebre de tu imaginación sexual y masturbarte a gusto. Incluso podrás multiplicar tu promiscuidad, las imágenes obscenas de tu aislamiento y sus contactos. Este aliviadero narcisista es una de las motivaciones de fondo para entender el cambio de un tipo de moralidad represiva a otra productiva, como señalaba Foucault hace casi cuarenta años. Trabajamos digitalmente como consumidores, también sexuales, en la misma medida en que se nos han quitado cadenas de hierro como trabajadores analógicos. El trabajo manual decae de paso que crece la dependencia mental.
No olvidemos además, y sobre esto hemos reflexionado poco, que el ascenso de la temática sexual y la legalización de la pornografía, la primera en salir del armario, van parejos a un ascenso de la masificación urbana y su correlato antropológico evidente, el aumento exponencial de la soledad. Los excelentes analistas del presente llamados Comité Invisible -antes Tiqqun- cuentan en su reciente libro AHORA que es la pérdida dramática de comunidad lo que explica que en el año 2015 las visitas a una de las páginas reinas de pornografía -en torno a 5000 millones de horas- rebase en dos veces y media el tiempo aproximado que lleva el «Homo sapiens» sobre la tierra.
Es posible en todo caso que masifiquemos nuestros escenarios -de un modo que ya adelantó Ortega y otros visionarios del pasado siglo, como Jünger- para que no haya ningún prójimo, ninguna proximidad, nada ni nadie a quien serle fiel hasta la muerte. Mutatis mutandis, es posible que los cuerpos se multipliquen en nuestra imaginación sexual, filmada o no, para tapar la ausencia dramática de compañía, para ocultar el simple hecho de que no podemos tener pareja en nuestra deriva solipsista. No es el maltrato lo que nos amenaza, sino la ausencia de trato.
Este aislamiento individual es lo que hemos elegido, una congelación sensitiva que vino del frío Norte y que ha encontrado en Internet y las redes un modo de expansión masivo. Con una inteligencia cada día más emocional por parte del sistema, el sexo se convirtió hace tiempo en la vanguardia del paquete consumista, buscando que la humanidad productiva -y casi el día entero es producción, aunque actuemos solo como «índice de audiencia»- no enloquezca de soledad y silencio.
Bajo la explosión contemporánea de la comunicación, el ideal que triunfa es el del aislamiento conectado. Se ha extendido una solería vocacional, ontológica, sin la que no se explica esta pasión nuestra por las conexiones, el encuentro a ciegas y el sexo a toda marcha. Nuestra tendencia instintiva al divorcio, ya antes de la primera cita, es el trasfondo de una compulsión sexual que debe cubrir el desierto nihilista que hemos creado bajo nuestro pies. Vivimos lanzados a la conexión gracias a la separación histérica de todo lo que sean raíces, vínculos afectivos o cualquier compromiso estable. En este aspecto la inflación posmoderna de sexualidad, pornografía incluida, ha venido a humedecer artificialmente una estrategia occidental de tierra quemada. El enfriamiento local es la base del calentamiento global.
En tal punto parecen un poco ingenuos casi todos los cantos a favor de la sexualidad libre, la promiscuidad y la pornografía abierta. Es cierto que a la vez asistimos al crecimiento de un moralismo patético que, en clave progresista, nada tendría que envidiar al viejo oscurantismo cristiano. La demonización de la prostitución es solo un ejemplo. Sin embargo, resulta difícil compartir el entusiasmo de algunos por el potencial de liberación que encerraría una sexualidad servida, casi inyectada, a domicilio. Curiosamente, en la mayoría de la analítica sexual está ausente la castidad -la ascética de conocerse a sí mismo- como una de las opciones eróticas del individuo. Como si, por ejemplo, no fuera escandalosamente cierta aquella afirmación de un experto en estos temas, Jean Baudrillard: «Nada hay más afrodisíaco que la inocencia». En mi hambre mando yo, decía Gades. ¿Por qué no atreverse a decir «en mi sexo mando yo»?
Ninguna práctica sexual es «per se» contranatura, pecaminosa u ofensiva, al menos si se hace con amor, afecto o respeto. Y si esto no ocurre, y se trata de dos seres que se ignoran bajo acuerdo implícito, tampoco hay problema, pues entonces apenas existe nada que dañar. Como decía una amiga psicoanalista, la incomunicación da mucho morbo. Pero es como si hoy se hubiera extendido esta práctica, en principio ocasional y minoritaria, a todo el horizonte de lo posible. Se folla, mejor dicho, se sueña con follar, en la misma medida en que no hay prácticamente nadie con quien hablar.
No solo -como a veces se recuerda de pasada- la lectura se ha convertido en un recurso residual, sino que se ha convertido en residual el simple esfuerzo sensitivo y muscular por comprender el entorno mundano que nos envuelve. No se entenderían un sinfín de síndromes del sujeto contemporáneo -de la metástasis a las alergias, de la fatiga crónica a la depresión larvada-, sin una caída en picado, no ya de una lectura que siempre ha sido un modo de deletrear los perfiles de lo real, sino del contacto sensitivo con los mil matices de esta tierra mortal. No asistimos a una «crisis del papel», sino a una auténtica crisis de la piel, de cualquier clase de contacto o encuentro real, con el consiguiente correlato de aislamiento analógico. El Sexo Rey cubre después esta castración afectiva, anímica y corporal. Las conexiones se multiplican, pero sobre vidas cada día más aisladas del fondo sombrío de sus raíces. La empresa del Yo, y sus incursiones sexuales, cubre una impotencia creciente ante la ambigüedad real de existir. ¿Es esto lo que significa también la palabra «cobertura», queriendo librarnos de cualquier presencia en estado crudo?
Todos los síntomas de un insólito recorte vital, cristalizado en esta anémica y espectacular cultura angloamericana que nos invade, están detrás de nuestra aversión a lo abstracto y complejo, a lo lento y antiguo, así como a la sobriedad de sentir y pensar. El miedo a vivir que atraviesa a esta sociedad senil explica a la vez su renovada adoración por el mito de la eterna juventud.
En concreto, la obsesión por la penetración y por ser penetrados -sea por otro, un animal o cualquier clase de objeto- sobreviene en una cultura donde el individuo ha devenido impermeable, sin atender a otra cosa que a la gélida estrategia de su identidad profesional y social. La caída tendencial de las tasas de natalidad en los llamados países avanzados -si las ayudas estatales no la atenúan- solo es un síntoma externo de este proceso de insularización del individuo occidental. Nadie quiere «descender», apearse de la seguridad de la elevación y sacrificar su bienestar por otro ser que venga, y que además no ofrece garantías. Por ello tenemos a cambio, para sedar nuestro complejo de aislamiento, la inflación de la solidaridad a distancia, las ONG y la ayuda civil. Sobre las vidas encriptadas se tienden las mil conexiones de tarifa plana. Tan plana como nuestros nervios y sentidos sedados.
Así pues, una de las cosas que ya no se pueden compartir es la ilusión de un enfrentamiento potencial de la explosión sexual con el poder. Habría que pensar más bien en dirección contraria. Nuestro orden social es sexy y pornográfico al cien por cien, pues, para huir de las preguntas más íntimas y primarias, no le queda otro camino que la sobre-exposición. Estando maniatados en la acción, guiada por la macroeconomía, no queda otro alivio que la libertad de expresión, a la fuerza descarada y obscena. A una cultura que literalmente no puede afirmar nada, pues le teme a la vida desnuda como a la peste, solo le queda la exhibición de su vacío, convirtiendo su nihilismo en espectáculo. Esto es sobre todo el sexo rey.
Y esta es nuestra obscenidad de base: la necesidad de exponerlo todo -el medio es el mensaje-, puesto que no hay nada vital que decir. De ahí que romper tabúes -de Almodóvar y Lady Ga Ga a D. Trump- se haya convertido en la regla, prácticamente obligatoria para todos los que no quieran ser socialmente excluidos. El temor a la marginalidad social, auténtico demonio de la época, nos empuja a la pornografía. Por esta vía dentro de poco, ha insistido Baudrillard, todos estaremos integrados. No habrá entonces más que fantasmas, zombis asistidos, excluidos de una carne vital que jamás podrá plegarse al ideal neo-puritano de la transparencia, la homologación y la homogeneidad. Incluso nuestra homosexualidad masculina y femenina, con su creciente poder social, se ha puesto al servicio de este ideal democráticamente totalitario de disolver la existencia en la cobertura técnica. En tal punto, el sexo consuma libidinalmente la tecnología.
Puede muy bien ser falso que, como se suele comentar, estas multitudes solitarias de las redes teman de verdad la pérdida de espacio privado a manos del saqueo electrónico. Más bien parece, no obstante, que la gran esperanza metafísica de los nativos digitales es que las redes nos permitan flotar sin que ninguna vida pese, sin ningún eje opaco e intransferible de referencia.
No puede dejar de notarse, aunque habitualmente obviamos este dato, el origen y la lógica puritana de la actual explosión de sexualidad, insinuando que existe la posibilidad generalizada de un contacto carnal sin implicación afectiva. Es exactamente el ideal del neoliberalismo llevado a la carne, insistiendo -a la manera de Milton Friedman- en que el mercado pone en contacto a miles de personas sin que tengan que conocerse, amarse ni comprometerse personalmente en nada.
Es cierto que un prejuicio progresista a veces parece amenazar con ocupar el lugar, casi redoblado, del viejo moralismo patriarcal. Ya sabemos, por lo demás, que las madres no han sido menos castradoras que los padres. Pero no debemos creernos la idea de que vivimos en una sociedad plural avanzada. Aunque tengamos reservas con Freud, conviene escucharle cuando dice que no existen ni existirán nunca sociedades no represivas. Ninguna sociedad, tampoco la nuestra, puede ver los prejuicios que le permiten ver y mantener su posición de fuerza en el mundo. De ahí que también esta sociedad tema al individuo, y a las comunidades ocasionales que éste pueda fundar, en virtud justamente de su potencia mortal.
En este punto, como en casi todos, no parece inactual repetir la intuición de que la mujer siempre ha sido «superior», de ahí la desconfianza, las sospechas y a veces el odio social que genera. La mujer siempre ha tenido armas terrenales que al hombre le cuestan, de ahí el miedo secular de la virilidad ante ellas. Antes se quemaba a las mujeres por brujas, ahora se las quiere disolver en el líquido de la transparencia social. Sería muy divertido analizar el papel de cierto feminismo de la igualdad en esta labor de liquidación de la diferencia existencial femenina, que el varón siempre ha sentido como una amenaza. Ahora se ha unido a ese miedo tradicional un poder social horizontal, polimorfo y que prefiere utilizar vías taimadas de infiltración y colonización antes que el enfrentamiento directo, a gritos, propio de tiempos más ingenuos. En este aspecto, acerca de las nuevas armas femeninas y juveniles de nuestro capitalismo de dispersión, es conveniente recordar otra vez que existe un texto modélico y profético de Deleuze, el «Postscriptum sobre las sociedades de control», que constituye toda una advertencia sobre el poder inigualable de la participación, la interactividad y la geometría variable de las redes actuales.
Ignacio Castro Rey. Picón, 2 de agosto de 2018