Una pueblerina estación de tren entre Moscú y San Petersburgo. El bieolorruso Sergei Loznitsa, en uno de sus primeros trabajos, parece hacer un homenaje al expresionismo de sus maestros rusos. De los que, por cierto, no reniega a raíz del actual conflicto ucraniano, lo cual le valió sanciones de la Academia de cine en la nación dirigida por el actor Zelenski.

La filmación es del año 2000, pero es tal la pobreza, es tal la sencillez de estas indumentarias campesinas que las escenas son casi atemporales y valdrían para cualquier otra década. Un lugar cualquiera, un momento cualquiera: precisamente allí donde no suele haber ninguna cámara informativa… Ni los políticos, de cualquier ideología, que quieren «cambiarnos la vida».  Para explicar su cine, Sokurov se preguntó en su momento: ¿Qué ocurre cuando no pasa nada? Así Loznitsa. Va directo al corazón de una humanidad desnuda, pillada cuando las defensas están bajas por cansancio, agotamiento y sueño. Fijaos en ese niño derrumbado de un cartel que anuncia la película. Es como si nuestro director pintase una pietà donde la Madre que sostiene el cuerpo yacente del Hijo no son la Virgen y Jesucristo, sino cualquiera. Sería curioso conocer las referencias pictóricas de Loznitsa para este retablo de todas las posturas posibles de una lasitud de los cuerpos vencidos. También en El sueño de Jacob, del portentoso José de Ribera, el rostro sin ojos del protagonista se desdibuja -por el sueño- en un limbo de dulzura donde cualquier expresión es posible. Solo queda el enigma de ser, el vértigo tranquilo de tener un cuerpo.

Alta indefinición, se ha dicho a veces para expresar en la imagen la alianza de iluminación y sombras, de saturación y misterio. Loznitsa lo logra a su manera. Es posible que al desdibujar los bordes de muchos encuadres, mezclando sombras con zonas de luz intensa, Polustanok busque mostrar la rareza de una humanidad que no conocemos. Casi parece decir: no hace falta ir a Marte, lo extraterrestre está aquí. Pero Loznitsa no persigue lo siniestro del prójimo, sino la dulzura de su desarme, la rendición de los cuerpos en un cansancio donde no se puede atender a nada. Solo cabe el abandono. Los humanos entonces se hermanan con los ruidos misteriosos de una noche de espera, los crujidos de la madera, el vuelo de unas pocas moscas, el canto exterior de los grillos… No hace falta que un cuerpo esté en trance para experimentar su vértigo. Basta con su abandono a la lasitud, la ausencia de mirada -en nadie vemos literalmente sus ojos, abiertos- y el cuerpo doblado en posturas inverosímiles, como acróbatas de la inmovilidad, para que en cada cuerpo sintamos la enorme piedad que inspira un ser humano inconsciente, que no se sabe a sí mismo.

Viejos y jóvenes, mujeres y hombres: todos juntos en una espera de no se sabe qué. Se oye pasar un tren, pero nadie atiende. Lo que nosotros hoy consideramos orcos se muestran aquí como modelos de una intensidad poética digna de Chéjov. Quizá no es casual que algunos hayamos elegido como emblema la imagen radiante de un niño rendido de sueño en este cortometraje. Sin querer narrar nada, a veces Loznitsa roza la hagiografía de un santoral en esta galería de personajes anónimos. La ausencia de nombre e identidad realza el carácter de las figuras. Es como si para los rusos también los hombres -en Lacan es solo «la» mujer- no existieran como una clase, sino solamente uno a uno. Y esto, insistimos, sin necesidad de mostrar la mirada, el foco que por principio singulariza el rostro.

Se ha discutido mucho acerca de cuál fue el procedimiento de filmación de Polustanok. Algunos no hemos querido investigarlo. Presentada en su momento en Madrid como «la peor película del mundo», causó sensación en un pequeño festival de cine y se discutió hasta la saciedad si las personas que aparecen eran actores profesionales. O bien la cámara había robado momentos reales de espera en una pequeña estación de tren. La discusión es interesante, significativa del efecto de magia verosímil logrado por el artificio de Loznitsa. Pero la discusión, en el fondo, resulta indiferente. Da igual robar imágenes espontáneas que lograr la espontaneidad al final de un sofisticado proceso de construcción. Lo importante es si alguien consigue -con una mezcla de encuadre y tema- hacernos olvidar que estamos viendo una película, o una fotografía, para que simplemente nos envuelve otra posibilidad real. Loznitsa lo logra, consigue que aparezca una realidad que nunca podremos conocer del todo, pues se escurre -como el agua, como la dejadez de esos cuerpos- cuando la intentamos atrapar.

Enfocar a la humanidad con la lente de lo minúsculo, como un fenómeno de borde. Por eso los crujidos de la madera, el canto de fondo de los grillos y el zumbido de alguna mosca puede estar a la altura de esta humanidad sin conciencia, que por fin no se sabe a sí misma. Realmente, ¿esperan un tren, lo pierden? Aguardan, pero en estos momentos del estar rendidos no esperan nada. En una declaración implícita de impotencia, un abandono vivido en común, es como si el pueblo elegido -elegido por la pobreza- se hubiera reunido para olvidar hacia dónde partir. Se ha dicho que un pueblo, en lo que tiene de comunidad anónima sin pertenencia, no cabe en los carriles políticos de una nación. También la intención de Loznitsa podría ser en este caso mostrar la profundidad apolítica de una humanidad que no viaja hacia ningún lado, solo a lograr ser dueña de su destino. Es decir, a completar el círculo de su misión secreta, la de un destino que surge por dentro de cada uno, en la fuerza tranquila de una anatomía. Vivimos como soñamos, solos, escribió en su momento Conrad.

Ignacio Castro. Santiago, 16 de noviembre de 2022