El beso (A. Chéjov, 1887)

Quiso imaginársela dormida. La ventana de la alcoba abierta de par en par; las verdes ramas que se asomaban a ella; el fresco de la mañana; el olor de los álamos, de las lilas y de las rosas; una cama y una silla, y sobre ésta el susurrante vestido de la noche anterior.

 

Una golondrina no hace verano, se ha dicho, pero aquí un solo beso accidental -y no precisamente en la boca, en contra de lo que sugiere la portada de esta edición- cambia durante meses una vida anodina, arrancándola de su tedio y su tristeza. No ser nadie aparece en este cuento de Chéjov la condición para desearlo y soñarlo todo, para imaginarlo todo. Como en otra versión de aquella vieja sentencia que algunos hemos repetido cien veces: «Tú quisieras un mundo, por eso lo tienes todo y a la vez no posees nada».

Sin amor, sin tierra y sin esposa, sin carácter ni una estrategia mínima de fuerza y amor propio, Riabóvich no es nadie. Y lo sabe. Chéjov no deja de pintarnos la versión moderna de una vieja historia, el mundo visto por un pobre hombre, cercano a las visiones del idiota. Si el entorno humano y natural de nuestro protagonista aparece con un lujo infinito de detalles, a veces cercanos a la precisión del insomnio, es debido a la debilidad de Riabóvich, a una inseguridad congénita que lo hace sensible a cualquier cambio, cualquier accidente. Tiene gracia que el hombre más infeliz del mundo, y no sus sólidos compañeros de milicia, sea el hombre besado accidentalmente por una mujer desconocida que se asemeja al ensueño. El hecho de que a ella jamás se le vea el rostro, ni él pueda imaginarlo más que sumando trozos, podría indicar que la fortuna, como la desgracia, llega con un sentido imposible de anticipar. El ser humano es un juguete en manos del azar y lo único que podemos hacer es estar a la altura de las contingencias. En contra de lo esperado, debido a su historia pusilánime en gran parte del cuento, nuestro protagonista finalmente lo está. Veremos cómo al final se rehace, al borde del arrobo y contrariándolo.

Solamente la lectura de El caramillo, con sus premoniciones enormemente avanzadas de una destrucción de la naturaleza, ya nos indica que Chéjov es hijo de una nación sorprendente que combina la pervivencia de restos de servidumbre medieval con una cultura refinada de vanguardia. Gracias a la estupidez sectaria de la dirección cultural estadounidense, hoy ignoramos por completo a Rusia y, lo poco que sabemos, nos da miedo. Pero durante mucho tiempo los rusos fueron para Occidente, cambiando nuestra literatura y nuestro teatro, una turbulencia sentimental que pasa directamente a la cabeza, casi sin filtros. La relación de los rusos con la entropía terrenal es incomparable. Rusia siempre nos inquietará a los que vivimos del otro lado del Dniéper, empeñados como estamos en que las emociones no lleven el mando. El autor de El caramilloEl tío VaniaTres hermanas y El jardín de los cerezos nos deleita ahora con un cuento clásico y a la vez poco menos que incomprensible. Para una mente occidental de hoy lo primero que llama la atención es esta Rusia tan compleja, con hacendados, bellas señoritas ricas y toscos oficiales que deambulan entre ayudantes y lacayos. Pero estamos a finales del siglo XIX, cuando Francia y Alemania -no digamos Inglaterra, España o Italia- no debían ser tan distintas en cuanto a las duras diferencias de clase.

Después, puede haber otra cuestión que hoy no entenderemos fácilmente, pero constituyó hasta ayer una antigua saga. Con todos sus crímenes humanos, también con su «incursiones donjuanescas por los arrabales», los militares son como todos nosotros, seres atormentados en la travesía de un mundo que no entienden. De ahí que de plumas militares, no solo Jünger, haya brotado tanta literatura universal.

El fluir de las aguas, los cambios de las nubes en el cielo son en este cuento casi tan incomprensibles como los propios seres humanos. Chéjov nos aturde un poco con unas descripciones naturales enfermizamente sensibles, con un entorno de ríos, prados, isbas y abedules intensamente espiritualizados. A la vez, como buen médico rural que era, Chéjov mantiene una minuciosa atención psicológica a las variaciones anímicas del ser humano, mujeres y hombres. La anatomía es el destino, dirá después Freud. Las mujeres aparecen también muy espiritualizadas, casi como un símbolo de la «perfección» que nos falta a los hombres. Con excepciones, casi todos ellos son toscos. Ellas aparecen tocadas por un halo de ingravidez a veces insincera, con la hipocresía propia de la especie humana y sobre todo, de sus clases altas.

Ahora bien, a contrapelo de una lectura apresurada de este cuento, las mujeres no aparecen exactamente como un trofeo en la lucha de los hombres, sino más bien como un ensueño inalcanzable. Desde luego, para nuestro protagonista. Cuando finalmente Riabóvich le da la espalda a «su destino» y se acuesta, ya sin esperar nada distinto al absurdo que es vivir, con una existencia pobre, triste y anodina, es cuando se alza a una dignidad ética que parece que solo es otorgada por el pesimismo. Veremos en la última página una versión del «fatalismo» ruso, del valor en la derrota, que nos sigue atormentando.

Solo el setter mujeriego Lobitko, no desde luego el teniente Merzliakov y nuestro protagonista, comparten el «machismo» que se supone habitual entre la soldadesca de entonces. Más bien encontramos en Riabóvich un anhelo de calor, de aromas, de hogar y caricias, que supone una idealización de la mujer cercana a la de El Quijote. Sería por cierto curioso estudiar las comparaciones entre los rusos y la producción, en sentido amplio, del Barroco español.

El sueño del pobre hombre es el sueño de ser igual que todos, como los demás. Y esto en un mundo «perfectamente comprensible», por lo mismo, carente de interés. Es en este yermo de soledad donde un solo beso resuena hasta el delirio. A diferencia de otros, el romanticismo de Chéjov toma cuerpo, se incrusta en los gestos, en las ramas colgantes, en los cambios de las nubes y la carne.

Primero, a raíz de la delicia de ese beso inesperado, una «inmensa alegría inmotivada se apoderó de él». En agosto regresa emocionado, como si se dirigiera a su lugar de nacimiento. Después llegó un anochecer en que el mundo entero, la vida entera le parecieron «una broma incomprensible y absurda». Como no quiero estropear la lectura de cada cual no diré una palabra en cuanto a la metamorfosis final de Riabóvich, el protagonista. Solo recordar que, sin ese cambio, nada de lo narrado anteriormente tendría tal intensidad, ese caleidoscopio de emociones rasgadas. No pasa realmente casi nada, los días transcurren iguales, y sin embargo en el alma de Riabóvich, este pobre hombre tímido y cargado de hombros, un vendaval cruza de parte a parte, poniendo todo el mundo exterior de oficiales y soldados en sordina.

Ignacio Castro Rey. Santiago, 15 de octubre de 2022