Hola, C.,

Bueno, te pido disculpas, pero por fin he podido echarle un ojo a los dos
textos que mencionas. Gracias por dirigirme, tal como ando de tiempo, a los
párrafos significativos… La verdad es que sigo en mis trece y mis
diferencias (no sé en el caso de P.) se mantienen un poco como el otro día,
sin que me parezca del todo probable que la muy elemental y telúrica cerveza
arregle las diferencias de óptica en este caso.

No, no puedo compartir esos enfoques que me parecen, a vuela pluma,
excesivamente ilustrados, ajenos a la antropología profunda que ya ha sido
estudiada como subyacente a todas nuestras instituciones. La nación no es
una creación del Estado, n me lo parece en absoluto. No digo que no haya
casos, claro (la URSS, cierto UK de no sé qué siglo), pero creo que no es
general esa regla. Mantener tal tesis equivaldría a decir que la naturaleza
es una creación de la cultura, la cual es una tesis (bastante hilarante) que
siempre nos ha tentado a los ilustrados. Pero no, es disparatada.

No hace falta leer a Heráclito, a Leibniz, Freud o Nietzsche para admitir
que lo primario subsiste entre los hombres. Y todo esto a pesar de que la
postmodernidad ultraurbana (por ejemplo, Jameson) haya decretado que «la
naturaleza ha desaparecido para siempre». En primer lugar, la physis jamás
ha sido naturalista, esa máquina causal o determinista que la elite
occidental norteña soñó en no sé qué noche de invierno.

Hay poder, en muchos sitios y durante mucho tiempo, sin haber Estado. Hay
desde luego nación, forjada en un ámbito étnico-mítico-climático-natural y
en lucha con otros pueblos colindantes, sin que tenga por qué haber Estado.
Es el viejo problema, irresoluble en el marxismo clásico (y probablemente en
Hegel), de los pueblos nómadas, sin historia, sin Estado. No sé cuál es el
ejemplo privilegiado, si los Yanomani, los Sioux o los Kurdos, pero es el
viejo problema que estudia la antropología, mucho antes de Clastres y
después de él, incluido Deleuze en el mítico «Mil mesetas».

Sobre Anderson… creo que hasta Castoriadis (poco sospechoso de
nietzscheano) le desmentiría. Lo imaginario es una creación ex-nihilo que no
depende de una presencia mecánica anterior, de ningún naturalismo previo que
se pueda simplemente copiar.

No sé por qué razón, tal vez para defender las naciones dominantes con su
Estado flamante (y armado hasta los dientes: Francia, EEUU o Israel), esa
tesis triunfal sobre el carácter secundario de la idea de nación es en
general insostenible. En la España postmoderna, particularmente, ha hecho
mucho daño. Ha acentuado una, digamos, Ilustración de segunda mano que nos
desarma frente a lo elemental de la vida moderna.

No sé, es posible que el nacionalismo vasco o catalán se hayan crecido en un
entorno español «postmoderno» que tal vez se creyó con derecho a prescindir
de la obligación política de todo Estado-nación. Obligación que en nuestro
caso no consiste tanto en hablar todo el día de la «españolidad» como en
mantener en la arena internacional una postura sin complejos, agresiva y
«nacionalista», tanto en lo industrial como en lo cultural. Cualquier
internacionalismo es una consecuencia de un nacionalismo u otro. No hace
falta más que recordar el peso de Alemania en al actual UE.

En este punto, nuestro europeísmo ha sido todo lo contrario, la patética
prisa de una nación a la que le pesa su «naturaleza» (a diferencia de
Inglaterra o Francia) y que quiere cuanto antes disolverse en lo universal.
Una universalidad quimérica que no existe por sí misma, que sólo existe
después de las relaciones de fuerza y poder de alguna nación fuerte.

Es en este contexto que Cataluña y Euskadi dicen: «Muy bien, si ustedes no
quieren ser una nación, nosotros sí. Europa es un encuentro de naciones».
Aunque me duela, en el fondo les comprendo perfectamente. Pues el problema
es nuestro, la anterior dimisión del ejercicio de fuerza que ha de ser la
nación española, o como queramos decirlo. Y si ese ente no existe, o no debe
existir como fuerza, deberíamos haberlo dicho claramente. El corolario es
dejar ir a los que sí se sienten una nación. Como español, lo siento
muchísimo.

Incluso el ilustrado Ortega, creo que en el capítulo V de «España
invertebrada», decía poco más o menos: el problema no es el separatismo
vasco o catalán, sino el «separatismo» (la dimisión) de Castilla o Madrid
con respecto a la tarea histórica de una nación. Soy muy poco orteguiano,
pero en este punto estoy bastante de acuerdo. No hay forma de superar el
sentimiento nacional, como tampoco la hay de superar todo lo no elegido: la
individualidad, la patología personal, sus amores y sus odios. De aquí
resulta que, cuando una nación retrocede, es sólo para dejarle su lugar a
otras. Es posible que, antes de con Cataluña o el País Vasco, nuestra
dimisión ya comience con la admiración bobalicona que siempre hemos tenido
hacia Francia, como si otra nación (¿a eso le llamamos Europa?) pudiera
sacarnos las castañas del fuego.

Y esto, pero tal vez ya es tema para otro día y unas cañas (que sí ayudan a
la atmósfera), tiene que ver con el famosos esencialismo. Cuando un
esencialismo se critica es siempre desde otro esencialismo. Así Ortega
frente a Unamuno, o Podemos frente al PP. Así ocurre en general con el
mayoritario esencialismo social e histórico frente al esencialismo
reaccionario de lo primitivo, las raíces, etc.

Pero hay un esencialismo, ya viejo, que no es ni una cosa ni otra. Un
esencialismo existencial, un platonismo de lo múltiple (Badiou). Mucho antes
de Heidegger y ese Dasein que «tiene la ‘esencia’ en su existencia», ya está
Nietzsche, con aquel anhelo de imprimirle al devenir el carácter del ser.
Cuando el «portavoz» del eterno retorno dice que «sólo creería en un dios
que sepa bailar» no está elaborando metáforas, sino hablando literalmente.
Se trata de un esencialismo que abraza la multiplicidad de lo existente, sus
incesantes formas de vida.

Cuando más tardemos en atender a estas verdades elementales, que chocan con
nuestro esencialismo ilustrado, más infelices seremos y más infelicidad
repartiremos. Infelicidad y violencia, aunque ésta se tiña con aires
democráticos. Todos los atrasados de las afueras, incluida media España, si
todavía pudiesen hablar, algo tendrían que decir de nuestro esencialismo
histórico moderno, armado hasta los dientes.

Reconozco que una elemental cerveza (quizás más Estrella de Galicia que
Mahou) podría arrojar algo de luz en estas escabrosas cuestiones.

Un abrazo y hasta mañana, C.,
Ignacio

P. D. Por cierto, no estaría mal que me señalaras lo que aproximadamente no
se entiende de «Marx en Karl». Porque si no, el «no lo entiendo» suena un
poco (je, je) a frases que ya hemos oído, en clase y en otros pagos, y que
tienen muy poco de neutrales, de pacifistas o meramente descriptivas.

Madrid, 16 de septiembre de 2014