Querida M.,

Quería escribirte sobre el incidente del sábado, pero ayer estuve muy ocupado. Y además, no es mala idea en casos así dejar pasar un plazo y contar hasta diez.

Tu madre estaba un poco preocupada por el tiempo que yo había perdido, por las molestias y demás. Pero esa no era mi preocupación. Sois amigas de mi hija y hay confianza y afecto. Por ti, por A. o la otra M. habría hecho lo mismo, o el doble, sin ningún tipo de duda. Igual que lo haría tu madre por mi hija.

Lo que me sorprendió esa tarde, y me preocupa, fue asistir a otra versión de una falta de realismo y humildad que veo a diario entre los jóvenes, en mi propia casa con Laura, en clase con mis alumnos, en la calle y a veces entre mis sobrinos, aunque sean mayores que vosotros.

Ya, ya sé que sois pequeñas. Ya sé además que la juventud siempre han sido un poco así: tozuda, rebelde, orgullosa, cargada de razón (aunque acaba de llegar al mundo), a veces no muy educada y bastante sorda a los consejos de los mayores… A quienes además consideráis anticuados, rancios, un poco ridículos, histéricos, frustrados y sin idea de por dónde va el mundo actual. Vale, puede que sea así. Pero somos quienes os cuidamos, los únicos que daríamos la vida (la estamos dando) por vosotros.

La juventud tiene que ser un poco ingrata, de acuerdo. Lo sorprendente ahora es que ese dogmático egoísmo vuestro está reforzado por la llamada «crisis de la familia», por una sociedad consumista que os mima, unas tecnologías que os obedecen al instante y acentúan vuestro autismo. Parece que estáis absortas con el móvil, pero en realidad estáis mirando siempre una versión de vuestro ombligo. También los padres a veces, por comodidad o por un absurdo complejo de culpa, hemos dimitido de nuestra labor mínima de educar y poner el NO en algún sitio.

Lo que me amargó un poco esa noche no fue perder dos horas de una tarde que yo tenía para mis amigos. Si ocurre algo en el entorno de tu hija corres, incluso por egoísmo, a ayudar sin dudarlo. Cualquier madre o padre habría hecho lo mismo. Me sorprendieron y escandalizaron algunas otras cosas. Primero, la completa naturalidad y despreocupación con que las otras tres, y sus amigos, se tomaban el incidente, como si no fuera nada. De hecho, el tono de festiva emoción con el que me llamó L. me llevó también a mí a quitarle importancia al asunto y a mentirle inicialmente a la policía y al Samur. Segundo, enseguida me impresionó tu sorprendente falta de humildad a la hora de reconocer lo que era evidente, que habías creado un problema y que tu tono devacile estaba completamente fuera de lugar.

Francamente, yo no vi nada desconsiderado en ellos. Más bien, tanto en los enfermeros como en los policías, una paciencia y amabilidad (incluso con mi mentira inicial) casi infinitas. Si te preguntaban machaconamente sobre ti, sobre tu padre y tu madre, supongo que era para aclarar (en una época en la que ocurren muchas cosas raras) por fin quién eras y para asegurar que volvías a tu casa sana y salva.

Tú puedes, naturalmente, estar contra el sistema, contra este gobierno, contra la sociedad española y europea, contra la vigilancia policial a la que somete a sus ciudadanos, etcétera. Puedes estar también contra la policía, aunque curiosamente ellos también sean jóvenes. Lo que no puedes estar es contra las personas que te están cuidando, sean profesores, enfermeros o policías, aquellos empleados estatales que (en ausencia de tu madre) están intentando ayudarte para que todo se resuelva de la mejor manera posible.

Y digo esto, insisto, no por el leve incidente del sábado, sino porque lo veo a diario, en casa y fuera. Si me descuido, mis alumnos me tratan como si fuera su camarero. A veces parece que maltratáis a quien os cuida, que siempre (sobre todo si es la madre) está algo paralizado por el afecto. Como si sólo respetaseis al extraño que os da miedo.

Lo del sábado no tiene mayor importancia si sacas alguna conclusión, querida M. Acabáis de llegar al mundo y tenéis toda la energía propia de los recién llegados. Eso está muy bien, el mundo sería una completa pesadilla sin vosotros. La otra cara de la moneda es esa sordera vuestra a los más elementales argumentos de los mayores que, con sus mil defectos, pueden haber visto y vivido en el mundo lo que ni siquiera sospecháis o tardaréis años en vivir.

Recuerdo que este verano también hubo un detalle tuyo que me sorprendió. Estábamos en El Picón hablando del dichoso conejito, ¿recuerdas? Yo intentaba convencer a L. de lo que era evidente, que «Susi» estaba un poco abandonado y que era aconsejable pasarlo cuanto antes a otras manos. Pues bien, me sorprendió lo poco que me ayudaste, que tu indiferencia a mis argumentos fuera aproximadamente la misma que la de mi hija. Con las consecuencias trágicas que conocemos. Afortunadamente, nadie sabe de qué murió el pobre bicho, si de alguna enfermedad propia de ellos o de las lesiones que se produjo al salir desesperadamente de la jaula, encerrado hora tras hora porque su dueña estaba, lógicamente, muy ocupada con el verano.

La conclusión es siempre la misma: ¿No deberíais bajaros un poco los humos y escuchar más, de vez en cuando, a los que tenemos alguna experiencia? Y esto aunque, de acuerdo, a veces los mayores seamos patéticos.

Porque te quiero bien, M., te escribo así. Sólo para recordarte algunas cosas perfectamente compatibles con el hecho de que seas una chica de 15 años que está buscando hacer su vida, una vida que ha de ser única y distinta a todo lo que le rodea.

Besos y hasta pronto,

Ignacio