(Preguntas de Alex Serrano para Psychonauts)
¿Están en peligro de extinción el misterio, la fantasía, el amor, el erotismo, incluso la protesta política?
No sé si está muy clara la relación íntima en toda esta larga cadena, sobre todo con el último término. Diría que la política, incluso la protesta más activa, no corre peligro en absoluto. Aparte de los últimos “eventos” electorales, en Europa nos pasamos la mitad del día (y tenemos razones) protestando y quejándonos. Ahora bien, no tengo claro que, independientemente de la justicia de las protestas, el conjunto de lo político, incluido lo más alternativo y contestatario, no sea una genial astucia de la razón histórica de esta época para orillar el silencio del mundo, lo que en él quede de enigma. Estoy básicamente de acuerdo con el pensador coreano-alemán Han (según algunos, “sobrevalorado”) en que el fin de la relación con la alteridad supone la agonía del erotismo. Creo que tal languidecimiento, evidente por todas partes, no puede ser remediado con ninguna prótesis sexual. Diría incluso que la proliferación de las insinuaciones, como siempre que se presume de algo, es un síntoma de esa profunda impotencia. En cuanto a la fantasía… creo que es otra historia. Ahí tenemos el dispositivo mundial del espectáculo, mucho antes de Disney, para confirmarla en su éxito total. Esto incluye el negocio internacional de la “ficción” y su lista de best-sellers, que no para de rotar y enredarnos.
¿Crees que se confirma lo que auguraba Peter Sloterdijk de que la realidad será donde la estetización del mundo y la constitución de parques humanos, para domesticar a las masas consumidoras, se convierta en norma dominante?
Con o sin la ayuda de ese insigne profesor, la realidad se coagula donde la alianza de espectáculo y biopolítica, de estruendo publicitario y silencio médico, se produce. Es decir, por todas partes en nuestro bendito Primer Mundo. Queda el exterior, ese exterior que en general no conocemos (creo que Sloterdijk, tampoco) y que nos pasamos el día demonizando como tiránico, fundamentalista, atrasado, atravesado por la hambruna y toda clase de plagas bíblicas… Todo esta imagen (y su reverso, el turismo) es un mecanismo de exorcización que el Occidente blanco necesita para justificar su propia miseria. Cada vez que entre nosotros se produce el acontecimiento de un encuentro, libre de esta totalitaria alianza de economía y ficción informativa, se parece algo a ese exterior “subdesarrollado” que finalmente constituye nuestra única esperanza.
En el fondo, el entretenimiento hecho para paliar el aburrimiento producía más aburrimiento. La tendencia actual es buscar la intensidad en las experiencias, hacerlas más fuertes, buscar la excitación sensorial. ¿Qué es lo que produce esta excitación? ¿Lo sexual, la violencia, la obscenidad? Es como si el entretenimiento convencional no nos dejara huella y necesitáramos de experiencias que nos dejen una cicatriz, una marca. Buscamos la violencia en vez de una experiencia convencional, banal, repetitiva y aburrida. ¿Hay que violentar el cuerpo y el imaginario para aumentar el interés del público?
Una cosa es “el público”, cautivo es este escenario masivo de captura, y otra la existencia y los pueblos, algo que pugna dentro de nosotros por liberarse de este interior gigantesco y asfixiante. En todo caso, la palabra “violencia” es equívoca. Si uno no tiene cuidado, la violencia no hace más que alimentar la espiral de espectáculo que produce más violencia. Ocurre esto con la pornografía, la violencia de los medios y la de la visibilidad, sea en el arte o en lo político. Incluso los grandes atentados han sido reintegrados en el espectáculo mundial de la información. Ahora bien, es cierto que necesitamos desesperadamente que en este universo terminal ocurra por fin algo que nos deje una huella. Como decía Pasolini en medio de nuestro delirio consensual: “Un poco de fiebre, por favor”. En caso contrario, intuimos que lo rechazado como peligroso y primario volverá en formas monstruosas, perversas, letales. Para evitar esto es necesario afrontar los peligros a tiempo, darles forma, establecer una línea de trato con lo que nos asusta. En este sentido, es cierto que la vida contemporánea necesita por urgentemente un frente de choque, una línea de resistencia. Hasta la amistad requiere que por algún lado se vislumbre un auténtico y peligroso enemigo. No los miedos abstractos inducidos por los medios, sino un peligro real (de “carne y hueso”, diría Unamuno) que cada cual debe encontrar en su propia existencia. La literatura y el arte, también el pensamiento, existían para esto. No sé si son suficientes para compensar este orbe integralmente regulado.
¿Qué me dices de anuncios como el de Estrella Damm, donde aparecen eslóganes como Entrena tu Alma? ¿A qué crees que responde?
A veces me siento como la Virgen María: es posible que no haya visto el anuncio o que lo haya olvidado. No importa, pues lo que contáis responde a algo visto por doquier. Primero se prohíbe tener alma, prohibición que no por ser nunca explícita es menos tajante. Toda la mitología de la estabilidad macroeconómica, en cuyo altar el ciudadano debe neutralizar sus potencias vitales, responde a esa prohibición de tener alma, es decir, una conexión interna con los flujos del universo, sus rumores y su noche. A cambio, se estimulan las conexiones externas, tecnológicas. Me temo que el anuncio de esa cerveza entre de lleno en esta lógica: lo que ha sido reprimido día a día debe ser recuperado, en un simulacro espectacular, en nuestros sueños diseñados, esos estados de excepción del consumo. Para hacerse “mundial” el capitalismo, que primero desencantó la vida, ahora debe reencantarla y adoptar un aire de fantasía sureña. El deporte, el sexo, el alcohol y las drogas son algunos de sus señuelos. Quien entre en esa trampa está listo, pues tiene la impotencia anímica servida. Es necesario “entrenar el alma” a las 11 de la mañana, sin deporte ni sexo, a contrapelo de nuestros escenarios de doma, aunque sean alternativos y progresistas.
Becarios y artistas que no cobran por sus trabajos, que se ven obligados a reclamar su parte, como si ser artista fuera un capricho y nada tuviera que ver, por ejemplo, con el fontanero o el arquitecto. ¿Hasta qué punto hemos llegado?
Si los artistas tienen que ver con el fontanero y el arquitecto, y yo creo que sí, algo tendrán que inventar para vender su trabajo. Es posible que la época de bonanza anterior, bastante irreal y corrupta, nos haya adormecido. Todos tenemos que despertar. De cualquier manera, es una opción artística y filosófica muy clásica no vivir directamente de tu obra, sino tener un empleo discreto (y un poco humillante) que te permite vivir y ser libre en la vocación donde te juegas la vida, sea la literatura, la filosofía o el arte. Es el caso de Pessoa, de Spinoza o de Machado, quien durante mucho tiempo fue un humilde profesor de enseñanza media. Es trágico, de acuerdo, pero la tragedia es parte del arte. De cualquier manera, la época del artista subvencionado parece que ha pasado. A decir verdad, tal vez pocos se merecían ese estatuto.
¿Qué representa la amenaza de la filosofía en nuestras escuelas?
Creo que la filosofía no representa ninguna amenaza directa. ¿A quién van a asustar hoy Kant, Marx o Nietzsche? Los tres, sobre todo el segundo, han dado lugar a muy decentes libros de texto. No es un temor a la filosofía, sino el odio que siente el conjunto de nuestra cultura (que ha sido penetrado por el modelo angloamericano) hacia todo lo que no sea social y contextual, lo que no sea rentable o traducible a datos históricos, sociales y económicos. Es el capitalismo como cultura, este odio a lo absoluto de una existencia imposible de definir (la definición es nuestra religión laica), odio al cual ha cedido el conjunto de la izquierda, lo que explica el desprecio general hacia la filosofía. Pero no es sólo la filosofía la que sufre este odio. Recordemos que la literatura y el arte sobreviven a costa, con frecuencia, de concesiones bochornosas al espectáculo.
Qué idea de justicia puede tener, por ejemplo, un estudiante de diseño, si dada la decadencia de la secundaria y la especialización de las universidades, cualquier intento de diálogo con los antiguos se convierte en algo residual, optativo, esquinado, si acaso. ¿Qué clase de proyectos puede concebir?
Esto es algo tan elemental que ya lo decía rotundamente un conocido pensador conservador de hace pocos años. El diálogo con el mundo de los muertos, exceptuando el negocio del género de terror, esta roto. Y está roto, sobre ello ha insistido mucho John Berger, porque nuestro puritanismo norteño no quiere ninguna relación con un subsuelo de sombras. Éstas son lentas y melancólicas, plagadas de espectros que suscitan todos los afectos. Y lo que queremos es ser “libres”, correr para no tener destino, cambiar continuamente de canal y no comprometernos con nada. Hasta la muerte debe ser así un epifenómeno de la tecnología médica. Resulta extremadamente divertido el nivel de infantilización al que nos ha arrojado la mentalidad industrial, la cultura capitalista y su religión del progreso. Es lo que hay. Al final, decía un clásico del siglo XX, la religión siempre triunfa.
¿No crees que algo anda mal en esa manera de concebir las relaciones entre teoría y práctica en las escuelas?
Me conformaría con que las teorías fuesen suficientemente alocadas. Pero no, resultan de una prudencia enternecedora. En cierto modo, nuestra cultura ha rebasado por la izquierda a las Ursulinas de antaño. En todo caso, no olvidemos que este Occidente industrial siempre ha entendido la “práctica” de una manera bastante castrada, como la práctica que da lugar a resultados visibles, económicos u operativos. Si estamos en el campo de la ingeniería, vale. Si estamos en el terreno del arte o la filosofía, la mentalidad práctica es dudosa, aunque consiga mucha participación. ¿Qué práctica va a concebir una cultura que ha desechado la negatividad, encerrada en una limpieza cultural? La verdad, no es tan extraño que el roce con la barbarie de la materia resulte repulsivo en una cultura que quiere flotar, vivir en un ambiente climatizado, en un aislamiento ecológico. Recordemos que todo hoy, también las ideas, viene higiénicamente envasado. Hasta los alimentos evitan que sea visible la materia prima, animal o vegetal.
Sobre el incentivo de la profesionalidad y la emprenduría en todas las esferas, tanto del trabajo como de la universidad, parece que ya no hay problemas, sólo retos personales. ¿Por qué nuestra época exalta tanto la identidad?
Porque, creo, carece de fe en lo real. Como toda materia, lejos de la ingenuidad de Marx, nace atormentada con un torbellino “espiritual” que roza lo invisible, la cultura occidental se separa y se fija a esquemas estables, definidos, informatizados. Así, los objetos figuran en estanterías que les otorgan una función, fuera de lo cual no existen (salvo en los ángulos del terror). El sujeto, por su parte, busca también una definición paralela. Si fuera cierto (que no lo es) que el animal encuentra un cauce en el instinto, el ciudadano actual se aferra igualmente a una identidad visible en la sociedad. De ahí la histeria de la identidad, de ser reconocido y ocupar un lugar bajo el sol de lo social. Como no podemos creer en lo real, pues está tocado por los espectros y la muerte, nos aferramos a lo social. De ahí viene la sacralización de la identidad, la enfermedad de una conciencia que debe tapar lo que de sumergido haya en nosotros, de inconsciente o secreto. Es el canon de la Ilustración llevado hasta el centro mismo del alma. De la misma manera que la ciudad expulsa la noche, el sujeto expulsa las sombras. Como máximo, deja toda negatividad para los espacios clandestinos del entretenimiento, que a la fuerza tomarán formas perversas.
Esta exigencia al cambio, a renovarse constantemente, a no quedarse con nada… ¿Crees que a fuerza de cambiar no cambiamos ni un ápice?
Exacto, esto último es lo que ocurre. El cambio incesante es nuestro modo de conservadurismo. Hace mucho tiempo que la cultura capitalista necesita derribar los “últimos tabúes”, a provocadores (tipo Houellebecq) que no consideren que haya algo intocable. Es el espectáculo alternativo del Apocalipsis, para quienes no gustan de la primera línea de Hollywood. Se ha dicho alguna vez, sin mucho éxito: Occidente debe mantener su hegemonía, sea con el Tea Party o con Homer Simpson. Por tal necesidad de espectáculo, aunque sea “intelectual” y escabroso, un Lars von Trier, un Haneke o un Tarantino (salvando las distancias) se hacen necesarios y pueden llegar a ser estrellas del escenario mundial. Quedan mil nombres al margen de este mecanismo espectacular, de su dialéctica entre mayoría conservadora y minoría de culto, pero a veces pasan un poco de hambre.
¿Qué hacer frente al individualismo salvaje imperante? ¿Crees que estamos perdiendo la capacidad de estar juntos?
No queremos estar juntos, sino agregados. Incluso por la extrema izquierda, nuestra cultura es radicalmente “anticomunista”: por eso odiamos a los eslavos, a los musulmanes, a los latinoamericanos y a todas las culturas comunitarias. No queremos “estar juntos” porque la comunidadjunta la penumbra que desde siempre pertenece a la especie. Queremos estar aislados y conectados, balcanizados y federados. De ahí la dialéctica entre individualismo y espectáculo, y que la masificación busque estar personalizada. Nueva York, Madrid, París, Chicago, Barcelona, Moscú: nos refugiamos en el anonimato de la multitud, cada cual en su nicho de silicio conectado a distancia. Lo que queremos es estar amontonados para que no se note la sombra, para que nadie sienta frío. No sé si me explico. Esta visión no quiere ser “apocalíptica”, sino agresiva: busca provocar nuestro puritanismo con otra cultura del afecto; con una posibilidad comunitaria, aunque sea efímera.
¿Dónde quedan las humanidades bajo el paradigma económico imperante? ¿Cuál crees que es su futuro?
En principio, se trata de un mero adorno. Las “humanidades” han de aprender a ser agresivas, mucho más duras que las ciencias. Tienen una relación con la noche que a la ciencia le asusta y, para salir de esa reserva india a la que se las condena, deben aprender a infiltrarse en el cuerpo social diurno, a dejar ahí sus cargas de profundidad. Si se refugian en la Universidad, aceptan su papel subsidiario.
¿Ya no queda otra alternativa en la universidad que especializarse? ¿Crees que es prescindible estudiar hoy en la universidad?
La Universidad, que es manifiestamente mejorable (aquí y en todas partes), es de todas formas una maldición si uno cree en ella. Es aconsejable reservar las creencias para otras cosas. Con todo, uno puede especializarse (técnica, profesionalmente) y negarse a una especialización integral, digamos, anímica. Es imprescindible resistir a este nuevo tipo de clonación integral que se nos promete, aquello que el bueno de Ortega llamaba la “barbarie del especialismo”. Es necesario mantenerse sin especializar frente a la vida y la muerte, frente a lo que de común, de único e intransferible tiene cada existencia. De otro modo nos convertimos en monstruos, para los otros y para nosotros mismos. Alguien especializado integralmente, ¿con qué órgano va a amar, cómo va a odiar? ¿Cómo va a tener amigos y enemigos, en qué va a creer y por qué va a luchar hasta el fin de sus fuerzas? Sin todo esto, que no se puede especializar, aunque la información nos diga otra cosa, no es concebible la humanidad, sea cual sea el “nivel de vida”.
¿Qué hay detrás de la calidad? ¿Por qué abunda tanto este concepto? ¿Qué es una vivienda de calidad o una educación de calidad?
Asistimos a una inflación de la palabra “calidad” porque vivimos inmersos en el modelo global (un poco infantil, pero consolador) del tamaño, de la cantidad y lo numérico. Es así que nuestra cultura, ahogada por el puritanismo de la escala, enloquece con el mito de la cualidad real. En la vida cotidiana ha de ser cercada, acosada, maltratada. A cambio, el mercado juega con su ilusión privada, con su simulacro de elite. Lo grave es que éste es el destino de la misma vida humana, considerada en conjunto. Hablamos de “calidad de vida”, pero en el fondo todos sabemos que se trata de una vida sometida a la cantidad (dinero, bienes, consumo, longevidad), una cultura esclava de lo numérico.
¿A qué es debido este fomento mediático contradictorio de la pérdida de las jerarquías, y al mismo tiempo, de la nostalgia ilusoria del retorno a las mismas? Como si hoy todo valiese y las fronteras jerárquicas se difuminaran. De ahí, supongo, de la añoranza a un pasado donde la autoridad y los valores estaban más marcados.
No sé si hay tal nostalgia o es una mera pose. La horizontalidad es nuestra demagogia, el índice de una voluntad de convertir la democracia (el “menos malo” de los regímenes conocidos) en una nueva metafísica. En este punto la hipocresía social ha dejado en pañales a las formas teatrales de antaño. Se nos llena la boca con la palabra “igualdad”, pero todos sabemos que ni siquiera una vida humana es igual a sí misma. El día que yo sea igual a yo (digamos, que mi existencia sea igual a mi identidad), se acabó, soy un zombi, estoy muerto. Como no confiamos en la singularidad de vivir, en la potencia de sus sombras, la igualación aritmética es la única manera que tenemos de soportar al otro. Pero entonces, reducido a un esquema general, ya no queda tal otro, ni siquiera en el interior de nosotros mismos. La soledad de un individuo que flota en el limbo de lo igual es el destino de una cultura, la nuestra, que ya no puede aceptar la diferencia real. Una prueba externa de ello es la ferocidad con que nos lanzamos sobre cualquier otro (sea persona o nación) que queda sin cobertura, al descubierto, en una singularidad sin canon y sin armas de ningún tipo para defenderse.
La crítica y el arte se han democratizado hasta el punto de que cualquiera puede ser crítico y artista sin apenas tener formación. El resultado es una sobrecarga de opiniones y oferta artística. ¿Cuál crees que debería ser el papel del arte y la crítica en esta situación?
Es posible que el problema no esté tanto en la “formación”, que siempre es un valor relativo y discutible, como en el coraje y la honestidad personales para afirmar y sostener algo distinto, que no necesite mendigar un lugar reconocible de antemano. Cualquiera puede ser crítico o artista, creo. La única condición es haber pasado una temporada en el infierno y haber vuelto de ahí con una forma, un poco perturbadora. Los seres humanos que persisten en nuestra memoria (sean van Gogh, Ribera, Chéjov, Rilke o Cage) han sido cualquiera, hombres “del subsuelo” según decía Deleuze, antes y después de ser alguien reconocido. Para ello es condición necesaria, aunque tal vez no suficiente, haber aguantado la tempestad abstracta del afuera, un tipo de mal que no es imputable a ningún verdugo conocido. Creo que el dilema es sencillo, como todo lo que importa. Para sobrevivir, a una vida amenazada mortalmente por dentro, una mujer o un hombre han tenido que volver a nosotros con una obra que les rebasa absolutamente. Una obra que ha salido de sus manos, para la cual sólo han sido médiums. La crítica sólo puede estar a la altura de esa irrupción, que tiene algo de inhumano, volviendo a reproducir con palabras esa singularidad sin equivalencia. Parece que me estoy poniendo muy metafísico, pero intento hablar del colmo del delirio que llamamos sentido común.
Es como si el capitalismo se hubiera vuelto artista, demasiado pendiente de agradarnos de modo superfluo. Obsesionado por complacer a todos los públicos sin distinción. Atrapado en un deseo de consumo global que malogra a la larga todas sus expectativas y proyectos.
Efectivamente, estamos ante uno de los peores peligros. Un tipo de poder que se presenta como “fan de ti”, que quiere que disfrutes, que seas feliz y hagas tu vida. Si antes el modelo era el rompeolas autoritario, patriarcal y tosco (que enseguida levantaba resistencias) ahora el orden social es sonriente, materno y participativo. Como un poder uterino, un líquido amniótico que sólo quiere protegerte. ¿A qué precio? Con una sola condición: que aceptes que eres una víctima, débil y en perpetua crisis. De ninguna manera se va a tolerar que alguien sea verdaderamente libre, independiente de la hipocondría general. De ahí nuestro delirio con la “soledad”. De ahí también que Virilio insistiese en que nuestro modelo humano, en el fondo, implica parecerse lo más posible a un “inválido equipado”. Y aquí un simpático militar recordaría: ¡Y ustedes no han visto nada todavía!
Esta tendencia a indiferenciar cualquier tipo de trabajo y conocimiento, véase sociedades del conocimiento, por ejemplo, ¿a qué nos lleva?
Me tengo que repetir, a la fuerza: nos lleva a la protección de la homogeneidad y la nivelación, a lograr una auténtica selección invertida. Igual que en los partidos políticos convencionales: el que no tenga ninguna idea propia ganará en los congresos. Es todo un dispositivo para discriminar positivamente la mediocridad. Es difícil separar las loas actuales al debilitamiento, a la sensibilidad, a la inteligencia emocional de esta homologación de la materia prima humana. Cada existencia debe transferir su sangre a un clon, a un avatar que sea plenamente social. Los llamamientos a la “creatividad” son, más que nada, un recurso para conseguir esclavos que además sean felices, en otras palabras, que la humanidad elegida no se ahogue en el tedio.
¿Tan indiferentes somos como individuos respecto a otras épocas?
Jacques Lacan decía que el inconsciente no conoce el tiempo. No sólo me gusta la idea, sino que la extendería al horizonte entero de nuestras latencias. Nada importante en el hombre tiene tiempo. Debemos por eso atrevernos a “pensar como siempre”, a “vivir como siempre”, a “crear como siempre”. Solos frente a la muerte y, por lo mismo, generando continuamente comunidad. Esto es hoy lo más subversivo del mundo. Y no significa necesariamente dejar de ducharse y volver a volver a montar solamente a caballo (aunque la huida es una salida), sino más bien atreverse a usar la tecnología actual con una mano para, con la otra, seguir viviendo una vida que no dejará de ser elemental, por mucho que los nuevos mandarines nos vendan otra cosa.
¿No crees que abunda demasiado ese discurso cultural de determinada izquierda donde se representa a la CULTURA como salvación, como lugar donde solventar los conflictos políticos y sociales?
Sí, lo dije antes. Al final la religión siempre triunfa. Pero, religión por religión, prefiero la “antigua”, que sigue subsistiendo. Habla más claro, es menos simple y logra además una tensión mítica y literaria incomparable.
Abunda la fraseología y el eslogan como pensamiento o crítica, más que las argumentaciones y los debates más profundos. Se prefiere el consenso al disenso: la cervecita, la música y el buen ambiente en las exposiciones, y ni se te ocurra decir o hacer lo contrario.
Amenazo otra vez con repetirme. Nos cuesta mucho amar u odiar. El “buen rollo” de compartir y participar es la única salida de una cultura que no puede entender más que negativamente la violencia, por eso la duplica en formas terribles (para los otros) siempre que puede. Padecemos una incapacidad patética para la ruptura, para estar a solas con ningún fantasma (y todo lo importante tiene fantasmas, espectros no definibles), por eso buena parte de nuestras iniciativas se encharcan pronto en un penoso aburrimiento.
¿Cómo es que hay tanta oferta de artistas y obras, y tan poca gente que lea y las aprecie?
Porque vivimos en un mundo global que está sostenido por el narcisismo. Nuestro orden social es macro e indiscutible, como lo fueron pocas religiones de antaño, porque ha conseguido ser microfísico e infiltrarse en los tejidos de la vida. No debe ser casual que haya tantos dispositivos miniaturizados, portátiles. De este narcisismo que sostiene la “globalización” (o viceversa, tanto monta…) proviene que cada uno haya de ser famoso al menos diez minutos a la semana. Para eso están las redes sociales, sirviendo una notoriedad a la carta. En contra de lo que se dice, la “privacidad” no está en peligro en las redes, sino apuntalada hasta el absurdo. Cada uno de nosotros es ya una estrella y, aunque se queje mucho, en el fondo está encantado de haberse conocido. Esto vale también para casi todos los submundos supuestamente alternativos, donde lo que se busca es otra identidad que nos permita escapar de lo que Arendt llamaba condición mortal. Creo que en el fondo es así de simple.
¿Qué valor le damos al tiempo? ¿Preferimos correr para no pensar?
Sí, eso es. El orden social antiguo controlaba a las poblaciones a través de los espacios. Nuestro dictado colectivo controla mucho más eficazmente a través del tiempo, que entra en cualquier espacio privado y en el mundo del ocio. Por tal razón trabajo y ocio tienden a indiferenciarse. Jamás el tiempo ha estado más milimetrado, en un orden social que funciona sin interrupción las 24 horas del día. Este “real time” del cuerpo social ha conseguido hace prácticamente imposible el instante, que es el espacio temporal en el cual se produce cualquier acontecimiento (breve y largo, rápido y lento a la vez) que nos cambia la vida. En este aspecto, la velocidad de la circulación, la rapidez del reemplazo perpetuo, es nuestro canon, pues nos libra del silencio, del temible “tiempo muerto” en el cual todavía podría ocurrir algo. Corremos para no tener destino, para que lo real no nos toque por ningún lado.
¿Si no tenemos un proyecto útil, rentable o aprovechable para el futuro, no somos nada?
Ser o no ser, nada o algo, es algo que sólo cada existencia puede decidir. No tiene, en cualquier caso, nada que ver con el concepto de utilidad, que siempre está impuesto desde un modelo externo, aunque se presente como “general”.
¿Habría que resistirse a este paradigma económico?
No es un modelo económico: Marx dejo intacta la forma de la economía, el corazón del capitalismo como cultura. Esta alianza de aislamiento y socialización, de insularidad y conexión que son la economía y la tecnología, construyen toda una metafísica. Tejen, con el pequeño relato cotidiano, una teleología de la historia que sistemáticamente favorece lo general sobre lo individual, lo mundial sobre lo local, lo masivo sobre lo singular. El problema es que al dejar atrás lo singular estamos abandonando el eje arcaico que nos mantenía vivos y también la única posibilidad que tenía lo común, de que alguna vez se produzca el acontecimiento del encuentro.
Dada la situación desastrosa, la imposibilidad de un trabajo duradero y digno, los problemas de identidad y la incertidumbre al futuro, parecemos adolescentes perpetuos. ¿Cómo puede actuar la filosofía en esta situación? ¿Cómo madurar de una vez?
Somos adolescentes perpetuos porque nos falta lo trágico, algo no elegido frente a lo cual madurar y poder ser joviales. Por todas partes se nos ha expropiado el trauma, una vía de contacto y resurrección a través del choque. Lo peor que ha hecho este sistema con el hombre es prometer ahorrarle la violencia de vivir. Al hacerlo, le ha quitado también la alegría. Constituye una catástrofe sin precedentes que lo que se llama contestación cultural se haya tragado el anzuelo.
¿No crees que hay mucho cinismo en las redes sociales, mucho señalar al otro, al “malo”? Si somos tan listos y críticos, ¿por qué las cosas van como van? ¿Reproducimos los modelos mediáticos de los que tanto nos quejamos?
Absolutamente. Facebook representa la idiotez media que nos salva de las sombras, nuestros demonios familiares: la soledad, la marginación social, el no “estar al día” y no ser “popular”, etc. Encarna directamente la estupidez de un limbo ingrávido, igual que nuestra vida social media y todo lo que, echando balones fuera, llamamos “capitalismo”. Definir un perfil y asociar amigos. Aislarse y compartir imágenes o frases impactantes. No es sólo el fin de lo que llamábamos lectura, es el fin de un mundo exterior. Si hubiese una “teoría de la conspiración” plausible (no creo en ella) sería esta idiotez juvenil que se ha extendido hasta la tercera edad. Idiotez que nos ha convertido en adolescentes crónicos y, a la vez, en seniles, incapaces para el riesgo. ¿Pesimismo? No, estoy jugando (pobre de mí) a provocar algo. Es nuestro orden social el que es aberrantemente pesimista. Y sólo podemos curarnos de él recuperando una cierta dosis de violencia de la que hemos sido expropiados.
Se abusa mucho de la palabra libertad, ¿quizá antes que libertad habría que hablar de necesidad?
Sí, Libertad es una palabra gastada y sobrevalorada. ¿Qué hemos elegido, en realidad? ¿Nacer? No. ¿El nombre, el tono de voz, la personalidad, el carácter? Tampoco. Creo que un ser humano se pasa la vida dándole forma, haciendo tratable y llevando al lenguaje, lo que ha recibido desde atrás, desde un pasado no decidido. Bien entendida, supongo que la libertad consistiría en atravesar la necesidad, en dialogar con todo aquello que me ha influido y se ha depositado en mí. Pero me temo que estas ideas, próximas a Freud, a Nietzsche y a Spinoza, no serían demasiado populares hoy en día. Por el contrario, nuestra mitología es la de la elección espectacular, a todo trapo. Adelante, pues, hasta el ridículo final.
¿Qué y cómo crees que debería ser hoy la escuela?
Es cierto que en esta bendita nación las cosas difícilmente podían ser peores, y no sólo por la labor de zapa de los gobiernos. Pero tampoco sé si esta cuestión tiene mucha importancia, ni si (en España o fuera) tiene remedio. La escuela debería dar entrada al viento del exterior, a la dureza de algunas irrupciones “salvajes”, en vez de a tanta medianía que ya han triunfado en la escuela… lo cual es, además, el colmo del círculo vicioso. Quiero decir, seguir más a Berger y a Handke, a Valente, Guerin o Erice, que a los Marina, los García Márquez, los Pérez-Reverte o los Savater. Pero ya digo, no sé si esto es posible o, de producirse, si cambiaría algo en una cultura tan configurada como la nuestra. Sí sé que cuando hay algo que vale la pena, llámese Sylvia Plath, Nick Cave, Lispector o Loznitsa, no viene de la escuela… aunque haya pasado (en general, sangrando) por ella.
Y por último, ¿qué y cómo crees que debería ser hoy un libro de filosofía?
Intenso y lapidario. Piadoso y, por lo mismo, perturbador. Breve por su intensidad, aunque sea largo como un día sin sol. Debe generar vacuolas de no-comunicación en la que podamos aprender a respirar de nuevo. Como La piel de Malaparte o algunos libros de Virilio o Pasolini. Como algunos textos de Sokurov, de Badiou, de Agamben o Han. Es necesario vivir, sentir, pensar y crear en los márgenes de nuestra asfixiante cultura de la mediación. Como diría Baudrillard, en nombre de lo que él llamaba la operación poética de la forma, casi “todo lo malo que le pase a esta cultura me parece bien”.