Querido F., perdona la tardanza en escribirte.

Primero, tenlo en cuenta, lo que tú llamas el «diagnóstico de Ignacio» (Hispanidad, publicada en este blog) ha sido ignorado por doquier, incluidos buena parte de mis amigos, salvo pocas personas que se cuentan con los dedos de dos manos. Esto tiene que ver probablemente con el hecho de que, incluso para muchos amigos, uno no es literalmente nadie. Para colmo, ese silencio puede estar relacionado también con mi pésima tecnología de marketing y comunicación. En tercer lugar, también tiene que ver con el hecho de que, al parecer, no se puede hablar de España. Ya el hacerlo suena a fascistoide. Hasta una amiga común, que sin duda me quiere, sugiere algo así en el correo que me envió de respuesta… después de mis súplicas para que dijese algo.

Hace unos días estuve en un acto «español», en la presentación de un libro de Ignacio Gómez de Liaño sobre la figura de Carlos III y la España de la Ilustración. Comprobé de nuevo, sobre todo en las sobremesas, el tabú que es en España el tema «España». Sentí hasta qué punto suena automáticamente de derechas cualquier cuestionamiento de la versión oficial de nuestra historia de barbarie, sangre e inquisición, historia guiada por la leyenda más o menos negra que nos hemos tragado de otras inmaculadas naciones. Comprobé hasta qué punto tiene un tufillo sospechosos y reaccionario cualquier reivindicación de nuestra labor ilustrada y civilizatoria, como si Inglaterra, Holanda o Francia hubieran sido la mismísima Virgen María en sus respectivas aventuras coloniales.

Paso a tus argumentos, efectivamente desmenuzados y precisos, pues has leído con detalle mis tres hojas. Si no hay un «alma nacional» española, me imagino que tampoco existe el alma nacional francesa, inglesa, italiana, israelí, norteamericana o rusa. Pero entonces, disculpa, explícame por favor la historia del «mundo libre», hasta ayer. Dime, F., cómo se entiende la historia del siglo XX, que no parece precisamente un mapa mudo. Dime también cómo se explica que nosotros llevemos décadas, si no siglos, fascinados y pendientes de Francia, por la izquierda, y de Alemania, UK o los Estados Unidos por la derecha.

Si el mundo actual, guerras globales incluidas, no es un mundo de naciones, no he entendido nada. ¿Es por fortuna España, sólo ella, la que debe estar privada de alma nacional, mientras el resto del mundo (Cataluña incluida) campa a sus anchas en toda clase de iniciativas, y sus correspondientes holocaustos, en nombre de una nación? Si la Europa actual, con su castigo sistemático del Sur, no se hace en nombre del orden alemán, francés o británico, tampoco he entendido nada. Si las diferencias de Inglaterra con la UE no son en nombre de una singularidad nacional (geográfica, climática, económica, cultural), entonces me rindo. ¿Es únicamente España, en virtud del unicum de su culpa eterna, la que debe renunciar a este sangriento baile de disfraces que es la modernidad, incluida su versión contemporánea?

¿Quién habla de «cerrar filas»? ¿Contra quién, además, si no tenemos ni tanques ni bandera? No conozco, desgraciadamente, a Lasch. Yo hablo de lo que veo día a día, en Latinoamérica y aquí, desde hace décadas. Hablo de lo que veo hoy, latente también en los debates de estos días de investidura. No sé ese hiper-ejecutivo español que mencionas, conozco pocos;  no sé el ultraderechista, no conozco ninguno. Sólo decía que el auto-odio se palpa en todas las esquinas de esta amplia hispanidad, de una Guadalajara a otra. Ese racismo interior es algo que lastra toda iniciativa exterior, salvo escasas excepciones, y nos obliga a volcarnos contra nosotros mismos, en una especie de encarnizamiento entrañable que tiene puntas espectaculares de violencia. No sólo la corrupción mexicana o española es un signo de esto. Lo que es peor: todas nuestras políticas nacionales son un signo de ese auto-odio en el que, por cobardía política y metafísica, nos hemos tragado la versión más negra que de nosotros dan los otros. Otros que con frecuencia ni siquiera nos han visitado en calidad de turistas.

¿Cómo la educación española no va a ser víctima de una guerra ideológica constante y cainita, cómo nuestro nivel de paro no va a ser un escándalo, cómo la corrupción o la «cohesión territorial» no van a tener un aspecto casi exótico (en medio de una Europa de naciones implacables) cuando «este país» siente vergüenza de llamarse nación? Cuando, por otra parte, este mismo país admira de manera bastante ingenua a dos o tres naciones con proyección mundial que, tocadas por la mano divina de la razón, nos convierten en una nación turística y vicaria.

El impulso hacia el exterior del que hablaba Hispanidad no tiene nada que ver con declararle la guerra nadie. Lo que estaba diciendo allí es que un individuo, una familia o cualquier comunidad sólo se constituye, incluso como ser solidario, desde su singularidad perspectivista, en comercio y en pugna con otros. Que ahora se me diga, en nuestro implacable medio cultural madrileño (cuya beligerancia sectaria deja en pañales al caciquismo gallego), que no practicamos ferozmente el paradigma de la identidad frente a los otros, día a día… vamos, es para morirse de risa.

¿También está mal que Zara haya conseguido alguna victoria en el exterior con un nivel de explotación similar al de Mark Zuckerberg? ¿El nivel de paro mejoraría, en Colombia o en España, si no fuese así y lográramos extinguir la estirpe de los malvados empresarios? Que no me hagan reír. Ya no hablo de nuestra afición obscena, desde la extrema derecha a la extrema izquierda, por el dinero. Incluso entre nosotros, los nativos digitales que todavía leen a Roth o a Agamben, ¿quién queda de culturalmenteanticapitalista? ¿Quién es capaz de tocar la tierra por algún lado y no odiar en bloque (sea a través de los rusos, los musulmanes o los latinoamericanos) a la humanidad «atrasada» de las afueras? En medio de nuestra implacable y progresista selección diaria, en Cádiz y en Barcelona, negamos con la ideología y la boca el turbo-capitalismo ontológico que constantemente sostenemos con nuestras vidas.

Por lo demás, ¿quién defiende la vuelta a las tribus? Uno hablaba de estados y pactos nacionales, la única posibilidad (que se sepa) que tiene una comunidad para ser moderna. Precisamente, en España, el retroceso de la aventura exterior es lo que ha llevado a la multiplicación cancerígena de las tribus interiores. Y no sólo tribus juveniles o radicales, sino elitistas e instaladas en el mismo corazón del sistema. Nuevos aspirantes a gozar de privilegios de casta, pero ahora alternativa y más dinámica todavía, están llamando con prisa a todas nuestras puertas giratorias.

Nación, afectos, miedo, amor, odio, egoísmo y heroísmo… Lo primario de los sentimientos jamás desaparecerá, nunca. Tampoco en Nueva York o en Pontevedra, ni siquiera bajo los efectos de esta programada (y políticamente perversa) desactivación digital. Es más, sin los sentimientos, con todo lo que tienen de irracional y local, el mundo sería una pesadilla todavía mayor, poblado interminablemente de zombis. En cierto modo, ya lo está. Uno de mis argumentos es que el retiro hispano, hacia una interioridad doméstica y viciada, condena a lo primario, que siempre estará ahí aunque no leamos a Freud, a volcarse en furias secundarias, sean la Liga de fútbol, la guerra ideológica interna o los vericuetos de la corrupción. ¿Es demasiado pedir que le demos a lo elemental, incluida esa creativa sentimentalidad hispana, una salida cosmopolita y sin complejos? Para eso hace falta, desde luego, hablar un mejor inglés. Pero hace falta, sobre todo, hablar un mejor español. Al no hacerlo, insisto que negamos con una mano la ferocidad diaria que cada día sostenemos con la otra.

Estoy absolutamente a favor del Estado y sus coberturas gratuitas, incluida la Seguridad Social. Pero pensar en que unas siglas así, o el grito ¡Viva Facebook!, pueda darle salida a la pulsión primaria de una comunidad (y toda comunidad es primaria, sea francesa o sueca) es apostar por una clonación ilustrada completamente irreal, que hará más trágico y sombrío el destino inmediato. Todo lo natal reprimido por arcaico regresará pronto en formas postmodernas infectadas.

Nuestra conversión en simpático asistente terciario del orden global ultra-militarizado (incluso en sus formas culturales) es lo que nos espera a todos los que vayamos por el mundo con una eterna sonrisa de Blancanieves. Es un poco el destino tragicómico de las mujeres que no están armadas, si todavía quedan. Y esto incluso ignorando que todos nosotros, de izquierda a derecha, mujeres y hombres, hemos apostado desde hace mucho por una transparencia mundial y una interactividad que ocultan un darwinismo feroz.

En fin, estas y algunas otras cosas son las que quise defender en esas limitadas páginas. No sé si hoy tengo muchas razones para creer que, incluso entre amigos, he logrado alguna comunicación significativa.

No importa, querido, la amistad y el calor siguen. Gracias por tu detallada respuesta.

Un abrazo,

Ignacio

Madrid, 22 de enero de 2016