Querido Á.,

Gracias por tu pronta respuesta, tan larga, generosa y sincera. Gracias también por echarme de menos en Madrid. Yo también echo de menos esa ciudad y mis amigos de ahí. Pero a veces toca un cambio de tercio. Y en esas estamos.

No te angusties con el niño que viene. Traen el pan debajo del brazo: reordenan la vida, establecen otro orden de prioridades. Y nos hacen más héroes del esfuerzo y el trabajo, no necesariamente más domésticos.

No sé si estamos de acuerdo en la mediocridad crónica del cine hispano. Este país no es Italia, pero sigue habiendo dignas obras por debajo de la aberrante política oficial, a veces incluso premiadas. ¿Viste Maixabel o Alcarràs? No me parecen exactamente mediocres, la verdad. Hasta Cinco lobitos, que me irritó y me echó de la sala, tiene algo. No sé qué, pero algo. Tal vez podrías estar más atento a narrativas clásicas, patrias y extranjeras, y eso no dejaría de cargar la fuerza de esa otra narrativa rota que buscas.

Pero claro, aquí a lo mejor tenemos sensibilidades distintas, y no precisamente cinematográficas. Cuando repites que el mundo de hoy ya no es el de ayer, que «el paisaje humano ya no es lo que era», yo estoy y no estoy de acuerdo. En mi caso, creyendo seguir a creadores muy distintos que admiro, de Sokurov a Malick, de Baudrillard a Virilio, mi visión «apocalíptica» de muchos cambios del presente, visión por la cual se me puede ver como un reaccionario, se apoya en la experiencia de una humanidad que en su argumento, en su partitura básica no puede cambiar. Sencillamente, porque gira en torno a una pregunta cuya respuesta ignoramos. El tono a veces crispado de mi crítica al presente brota de la creencia en una inmediatez terrenal y antropológica que no cambia, que no puede cambiar. Toda mi furia proviene de un fondo de ingenuidad al que no puedo renunciar.

Por eso en todas las películas que me gustan, también en La peor persona del mundo, hay ecos de una vieja épica que no ha desaparecido, que no puede desaparecer. Creo que ser antropológicamente conservadores nos ahorra ser reaccionarios. Y también nos ahorra ser simplemente «modernos», al estilo de la ilustración decimonónica que hereda nuestro progresismo medio,  nuestro ecologismo o feminismo medio.

No sé, de verdad, cuál es el miedo que no quiero asumir como miedo. Me dan miedo muchas cosas: la deriva digitalizada de nuestro autoritarismo, el crecimiento de nuestra aversión a las culturas exteriores, la perfección de nuestra censura a través del espectáculo… Me da miedo mi fracaso como hombre y como intelectual. Me dan miedo mis prisas, mis convicciones tan firmes, el aplomo extraterrestre con el que a veces las expreso. Me da miedo, a veces, no haber entendido nada de mi propia vida. Vivir encerrado en la imagen que tengo de mí mismo. Etcétera, etcétera.

No sé, la verdad, que más miedos me quedan por asumir. Otra cosa es que, como aficionado al cine, no sea mal actor y finja durante medio día seguridades que tal vez en el fondo no tengo. Pero también lo hago para provocar, para oírme en alta voz, para ponerme  prueba. La mejor forma de estrellarse, de probar unas ideas, es ser vehemente y coherente con ellas. Hasta la temeridad, incluso. El fanatismo nos ahorra las medias tintas culturales. Los animales no hacen nada a medias, y yo admiro a los animales. Me parecen un ejemplo de espiritualidad suprema.

Cierto, no estoy seguro de que siempre logre modular bien la ira y el rencor. Seguro que tienes razón en eso de que se me ha ido la mano en el humor negro y la ironía, en el enfado, incluso en el lenguaje apresurado de la cólera. Pero sin la cólera hace tiempo que habría desaparecido. Me siento rodeado de tal grado de estupidez que sin la ironía y la ira me habría hundido en la depresión. Otra cosa muy delicada es el arte de las dosis entre la cólera y la serenidad. Es posible que, por poner dos ejemplos cercanos, en Sexo y silencio está más lograda que En espera.

Te agradezco la referencia a mi galleguismo de la emigración. Sí, es posible que esa flexibilidad natal me aleje de una rigidez hispana que con demasiado frecuencia hace el ridículo. Por ejemplo, ante la infinita variación que es Latinoamérica. Pero a la vez, Galicia y España me acercan a una metafísica que me impide ser ingenuamente progresista, europeísta o simplemente occidental. Galicia y España me hacen simpatizar con cierto conservadurismo antropológico y cultural. Y defender cosas mucho más dudosas y discutibles que FeriaLa trampa de la diversidad, Imperiofobia, etc.

Pero es cierto, me repito. En parte por impaciencia, o por el mínimo efecto que siento en mis afirmaciones. A la vez, soy demasiado rápido en afirmaciones tajantes. Quizá estoy demasiado convencido de mis propias ideas y no me hago cargo que para los otros no son obviedades. En vez de explicarlas, las repito. No sé si porque siento que la vez anterior no se me ha entendido y tengo poca fe en mí mismo. O porque estoy demasiado encerrado en mi pesimismo y no me doy cuenta de que ya me había explicado. Y que hay también que mimar al lector, que no tengo derecho a aburrir… En el fondo, no hablo para mí mismo, ni tampoco para los amigos, sino para otros que ni siquiera conozco. Una amiga me dijo que la entrevista sobre Dios, que no sé si leíste, le gustó porque ahí hablaba para los otros.

No entiendo lo de A., ni lo de las bellezas actuales que me cansan. Aquello fue un momento, muy auténtico y memorable, emocionante. Este es otro, no menos auténtico, no menos necesario. Desde entonces han pasado cuatro o cinco años. La jubilación, la pandemia, un matrimonio, dejar Madrid y a mi hija en Madrid… Muchos cambios en poco tiempo, no siempre fáciles de digerir. De ahí mi posible aire cansado. Pero yo siempre estoy bastante cansado. Trabajo mucho para abrirme paso en este mundo sordamente hostil, donde apenas tengo otros apoyos que los puramente afectivos.

No recuerdo con precisión la anécdota de Bogotá, cuando te dije aquello de que debías reconciliarte con lo ordinario. Tampoco recuerdo por qué fue tan duro para ti. Pero lo cierto es que lo pienso: no hay nada por encima de lo ordinario, ni la Filosofía ni el Cine. Todo lo que me fascina, de Lost in translation a Polustanok, de Cartas a un joven poeta a Las nanas (Lorca),  roza la mística de una vulgaridad suprema. En el fondo me gustaría que mi propia obra, como se ha dicho de la música de Bach, fuese un constante acto de resistencia contra la separación entre lo sagrado y lo profano.

Por eso me acabo apartando de todas las obras (Comité Invisible, Tiqqun) que, aún rozando una metafísica de lo ordinario, acaban despegando de ahí hacia no se sabe qué revolución que debe liberarnos del viejo mundo, una existencia que adoro.

No hay más que viejo mundo, tierra ancestral. Y todas las mediaciones más sofisticadas, todas las tecnologías y teorías más depuradas, no son más que escaleras que hay que atreverse tirar a tiempo para que se produzca el milagro de una vuelta a esa inmanencia sagrada. Un regreso al menos puntual, un retorno hacia un desamparo que logre en su antigüedad su propio cielo.

No creo en otra cosa, Á. Apuesto por un arte que nos permita volver a la laberíntica prosa del mundo. Gracias por ayudarme a recordarlo.

Un abrazo, un beso para la futura madre y hasta muy pronto,

Picón, 27 de junio de 2022