«Somos una sociedad de paletos ante el secreto; eso nos convierte en impotentes sexualmente». Entrevista de Pedro Ferrández.

 

Me vas a permitir empezar esta entrevista con una frase de James Joyce en su Ulises sobre las canciones de Amor: «La gente no sabe lo peligrosas que pueden llegar a ser las canciones de amor». Supongo que se refiere a que el amor nos hace soñar, elegir caminos en la ceguera; en la posibilidad de la caducidad, en su divinidad o en su inocencia. Viene a colación porque en el epílogo de Sexo y silencio, que es el motivo de esta entrevista, hablas del «amor como lo único que puede librarnos de la soledad pornográfica del cuerpo sollozante, peregrino en busca de reconocimiento, agotado por la promesa humillante de una circulación sin fin de mercancías». Disculpa la cita larga, pero es importante para saber cuál es ese Amor que nos salva, que nos libera.

Por otro lado, me da la impresión que al escribir hoy un libro sobre «sexo» es caminar contra corriente. ¿Es Sexo y silencio el libro más difícil que has escrito? Ya que estamos en un mundo absolutamente explícito donde tener secretos, «sueños», está mal visto.

Defiendes, por otro lado, la batalla de los sentimientos: Pasión, deseo, odio, amor, como camino frente a la indiferencia rápida de lo ocasional y servido. ¿Tanta «libertad» nos impide detenernos, ponernos límites, educar? Así afirmas: «la posmodernidad cree haber encontrado un preservativo de protocolos para protegernos, pero esto no se hace sin acabar a la vez con el deseo y la pasión» y añades «convirtiendo el amor en un patético remedo de lo que era…».

Hay una cuestión que sobrevuela sobre el libro: ¿Nos hemos pasado en no querer parecernos a nuestros padres? Incluso nos los llegamos a imaginar como seres asexuados.

¿En el porno hay sexo? Ya que no parece que haya silencio o intimidad sino una mera repetición, ¿Es el porno al sexo lo que el ruido a la música? Silencio, intimidad, erotismo y seducción ¿Pueden ser sinónimos a lo largo de Sexo y silencio? Lo digo a propósito de esta afirmación tuya: «la sexualidad y el erotismo también están en muchas de las variaciones diarias en el uso común de los gestos, las maneras y el lenguaje». En todo caso, hay muchas maneras de que Eros llegue a visitarnos. Se desprende de tu libro que el erotismo está en el escuchar, en la mirada, en la abstinencia y no solo haciendo el amor.

En el capítulo de «Riesgo corporal y policía médica» hay una afirmación tuya sin la cual no se puede, a mi manera de ver, acercarse a tus libros o aproximarse a tu pensamiento: «Todos los fantasmas del pasado nos siguen, aunque se hayan vuelto larvarios o hayan pasado a un estado encriptado».

Yo entiendo que no hay progreso, en el sexo tampoco, es decir no hacemos mejor el amor que nuestros padres. ¿Para eso sirvió tanta revolución en los años 60, el movimiento hippie incluido aquel «hagamos el amor y no la guerra»?

Hay en el sexo una paradoja, por un lado, buscamos desaparecer, morir unos instantes y, por otro lado, siempre la posibilidad de eternizarnos. ¿Se puede tener buen sexo sin tener buena relación con la vida y con la posibilidad de desaparición?

En “La sexualidad de otra inocencia”, bonito título para el Epílogo del libro, pones a la misma altura de nuestras ilusiones, el sexo, la salud, las emociones, la información, el conocimiento la cultura, los sentimientos, el cuerpo para afirmar que todo está desactivado. ¿Es esta una mala época para sentir?

¿No te parece que es la política el primer órgano pornográfico ayudado por el amplificador de los medios? ¿Es la repetición incesante de la misma noticia un manifiesto de una sociedad pornográfica?

¿Podrías hacer algún comentario sobre esta afirmación tan intempestiva?: «Si el progresismo manifiesta una profunda incomprensión de lo sexual es por esa esencia impolítica… La relación sexual no es politizable, como tampoco lo es el deseo, la naturaleza de los cuerpos o la ley de la gravedad».

Se podría pensar por parte del hombre que la «liberación de la mujer» nos llevase a practicar más sexo y mejor y, sin embargo, nunca se ha hablado tanto de patologías y de soledad adornada por ansiolíticos. etc. Otra frase para la polémica: «No olvidemos que la mujer se ha ‘liberado’ de lo doméstico al precio de que lo doméstico haya inundado el cuerpo social entero».

¿Es Sexo y silencio una vieja canción de amor con intérprete nuevo?

¿El amor y la contabilidad se llevan bien?

Para acabar una cita de Nick Cave: «En la estructura de la Canción de Amor, en su melodía, en la letra, debe uno sentir que ha saboreado la capacidad de sufrimiento».

 

¿Es Sexo y silencio el libro más difícil que has escrito? No, no lo creo. Me parece que Ética del desorden le supera en dificultad. Y en extensión, aunque ya sé que el tamaño no importa. Tal vez Sexo y silencio tenga para mí y para nosotros la dificultad de lo que es corporal, impúdico e inmediato, sin demasiados rodeos filosóficos. Detrás hay un largo recorrido, una antigua lluvia mojando -valga la metáfora- un terreno empapado, pero el libro nos introduce de pronto en un material en estado bruto. Aunque el libro fue pensado en pleno invierno pandémico, en cierto modo para compensarlo, tuve que pensar el calor pasional que todavía nos habita. Tuve el tormento y la alegría de hacer un libro donde, más aún que en otros, te implicas personalmente y repasas tu vida entera, todavía con más turbulencias de confesión que en los anteriores. Esto no quiere decir que se trate de un libro autobiográfico. Por el contrario, pocas veces he realizado un esfuerzo así por ser descriptivo, literal, realista y «sucio».

¿Tanta «libertad» actual nos impide detenernos, ponernos límites, educar? Rotundamente, sí. Hemos inventado la represión perfecta. Nada hay más autoritario, precisamente por sus sendas oblicuas, que la suavidad de los mimos, el estrago anímico al que nos condena la ausencia de límites, de muros y de prohibiciones. Hoy todos los miedos nos los meten doblados. Desde que se ha inventado esta flexibilidad inclusiva, uterina, estamos bastante perdidos, desarmados en un limbo ingrávido. Nos hemos convertido en un público doblemente cautivo gracias a una obscena libertad de expresión que permite a nuestra frustración estallar un poco todos los días. Hasta se podría decir que la mala educación es el arma atómica de los nuevos pobres de clase media, el derecho de pernada que se  nos concede. En manos de los nuevos especialistas, el sexo se ha convertido en la válvula de seguridad de una olla colectiva a punto de explotar. Somos esclavos de condición mayoritaria, pero con múltiples efectos especiales minoritarios que podemos exhibir en los escenarios de la visibilidad. Además, según dice los políticos, como a las otras culturas «no liberadas», prisioneras de tradiciones milenarias, les va mucho peor, nos conformamos doblemente con nuestro estado larvario. Mortecino, pero seguro. Y del lado del Bien de los derechos humanos. El confort de nuestras pantallas planas se adorna además de procacidades sexuales. El emblema podría ser: «Demuestra que no eres un robot, que eres sexy».

¿Nos hemos pasado en no querer parecernos a nuestros padres? Me temo que sí. Injuriar, satanizar el pasado es la primera forma de nuestro racismo. No solo las culturas exteriores, de Rusia a Irán, son horrendas. Además, nuestros padres eran unos maltratadores heteropatriarcales. Nuestras madres, unas víctimas de su propia ingenuidad, reducida al silencio de la cocina y a parir como conejas. Menos mal que hemos llegado nosotros, lectores de Derrida y de Judith Butler, para redimir a la humanidad de una lacra de siglos. Simone Weil y Zambrano se partirían de risa ante esta nueva Inquisición, que funciona con sonrisas uterinas. Plagada de ademanes inclusivos, medicina puntera y prestigio trans, nuestra cultura castrada se permite el lujo de condenar a la ignorancia y el atraso a dos terceras partes de la humanidad. Pobrecillos, pensamos, son esclavos de un sexo reproductor y autoritario, de placeres encerrados en un armario.

¿En el porno hay sexo? Claro, incluso en el porno la sexualidad puede ser imparable. A pesar de su frecuente bazofia estética y anímica, no hay forma de evitar que el erotismo se infiltre incluso en los escenarios más diseñados. La sexualidad, las pasiones y el erotismo se cuelan incluso a través de los prostíbulos más perfectos, las agendas informativas de lo políticamente correcto. En cada noticia, por falsa que sea, se puede infiltrar una gota de verdad carnal, aunque sea muy maquillada. Es posible que la victimización de medio mundo logre un sadismo sostenible.

¿Es el porno al sexo lo que el ruido a la música? Básicamente, eso es lo que defiendo. Aunque amo un ruido del mundo que puede ser la antesala de su silencio, de sus epifanías de umbral. La pornografía es muchas cosas, algunas de ellas muy interesantes. Por ejemplo, es un modo grosero de que al fin ocurra algo real, interrumpiendo la aburrida ficción colectiva de la corrección. También puede ser un sistema de represión genial. En cierto modo, obedece a nuestra inquisición interactiva, depilada y transparente. Es la represión por movilidad, visibilidad, penetración, tamaño, abundancia de fluidos… Encarna el universo puritano del estruendo, teledirigido contra el reposo enigmático de los cuerpos, su erotismo sin empleo. El porno ha de tapar una verdad muy incómoda para nuestra ansiedad de penetración: aquella experiencia, conocida por los aventureros del afecto, según la cual el sexo es fácil y el problema está en la relación, en el erotismo de una permanencia de los vínculos. En este plano somos hoy niños de provincia estrenando un juguete luminoso. Completamente mojigatos, creemos que «mi cuerpo es mío» y nos dedicamos a salir de todos los armarios, incluido el del vello. Al romper con la penumbra del secreto, la magia del encuentro se acaba.

Silencio, intimidad, erotismo y seducción. ¿Pueden ser sinónimos a lo largo de Sexo y silencio? Lo son. Lo son en las turbulencias pasionales a las que nos arrastran. Lo son también en el odio que suscitan en una sociedad que teme a lo primario, lo no diseñado ni construido, como si fuera la peste. Nuestra bendita sociedad del bienestar teme al silencio de las pulsiones como si fuese el diablo. Debido a este déficit de negatividad, el erotismo y la sexualidad decaen, aunque la pornografía informativa se empeñe en demostrarnos lo contrario. Somos una sociedad de paletos ante el secreto y eso nos convierte en impotentes sexualmente. La seducción decae cuando la penumbra decae, cuando reprimimos la ambivalencia de los cuerpos. Nuestro desarme moral ante el peligro del encuentro, a pesar de los gestos «provocadores» de nuestros ídolos de diseño perverso, no tiene parangón con las sociedades rurales de antaño. Siendo más tradicionales, mantenían el erotismo vivo a través de sus rituales telúricos. Hoy hemos perdido el ritual porque hemos perdido la inteligencia sinuosa de la aproximación, de la demora. Pero sin la seducción del ritual no hay secreto, entonces solo nos queda el aburrimiento obsceno de la transparencia. Los cuerpos depilados, los maquillajes perfectos, son la piel brillante de una relación miedosa con el peligro de las pasiones.

¿Se puede tener buen sexo sin tener buena relación con la vida y con la posibilidad de desaparición? Me cuesta creerlo. Cada uno de nosotros proviene de la cópula con una noche anterior, plagada de contingencias no elegidas: la casualidad de que mis padres se conociesen y se gustasen aquella tarde; la lluvia que vino después, regando los campos; el sinfín de influencias odiosas y amables que más tarde cayó sobre mí… Y un etcétera oscuro. Quien no asuma ese umbral indecidible del que procede su intimidad, ¿cómo va a amar a otro? ¿Cómo amar a otro si uno no soporta siquiera la sombra de sí mismo? Sexual y románticamente, lo veo imposible.

¿Es esta una mala época para sentir? Todas las épocas modernas son malas para sentir, pues la Ilustración ha regulado el tráfico de los afectos. Tal vez una época creyente en la razón es una organización urbana para separarnos de los sentimientos, de la amenaza de que inunden la cabeza y tomen la palabra, cambiando nuestras limpias reflexiones. Esto último solo se le permite a artistas, a los poetas; a los cómicos, los youtubers y nuestros monstruos de diseño trans. Pero ya se sabe, toda esta fauna son los bufones de nuestra aburrida Corte política, la dulce excepción que confirma el absolutismo integral de nuestra corrección democrática. Vivimos bajo un régimen de pensamiento que ha prohibido lo primario de existir y sentir, Se nos ha prohibido pensar con un órgano distinto al policial cerebro. Después un romanticismo barato triunfa a partir de las siete de la tarde, cuando el resto del día ya está encauzado por una velocidad feroz que ha desangrado todo lo que sea corazón. ¿Exagero? Probablemente, pero con la intención de señalar una verdad oculta muy simple: una inquisición horizontal y personalizada ha desangelado nuestro mundo. En él apenas encontramos personas capaces de latir sin cobertura, con una espontaneidad primaria. El escándalo público que inunda nuestras pantallas es la ficción que adorna un universo virtual donde nada traumático y real debe ocurrir.

¿No te parece que es la política el primer órgano pornográfico, ayudado por el amplificador de los medios? ¿Es la repetición incesante de la misma noticia el manifiesto de una sociedad pornográfica? Sí, me temo que es así. Una simplificación penetrante, similar a los cuerpo depilados de la pornografía, guía la información. Hemos encontrado en la pornomiseria informativa, según la cual el mundo exterior es un horripilante infierno lleno de víctimas, la justificación de nuestro encierro moral. Después de cualquier telediario, con su caza de males ajenos, nuestra corrupción de clase media parece otra vez normal, la ansiada corrección que hay que adoptar y defender.

¿Podrías hacer algún comentario sobre esa afirmación tan intempestiva de la naturaleza impolítica de la sexualidad? No menos por la izquierda que por la derecha, odiamos todo lo que no sea político, convertible en mapa ideológico, con su lista moral de lo bueno y lo malo. Se ha dicho alguna vez que la  ideología se convirtió en el sustituto de la religión, aunque sin la elegancia y la amplitud de la simbología eclesiástica. Posiblemente en este punto, como en tantos otros, Marx se ha quedado muy anticuado. Él no podía imaginar hasta qué punto la economía política sería el nuevo opio. Y no precisamente del pueblo, sino de las nuevas élites correctas que quieren encauzarlo y desarraigarlo de cualquier «barbarie». Nosotros, hijos de Marx, no podemos imaginar que al olvidar la barbarie de vivir olvidamos también las pasiones que hacían de los cuerpos un mito fascinante. Buscamos a cambio la ficción de una narrativa oscura, pero no hay ficción que compense la pérdida de la aventura de lo real.

¿Es Sexo y silencio una vieja canción de amor con intérprete nuevo? No me molestaría que fuese así, haber hecho el himno de una vieja saga de lances amorosos, riesgos y aventura. Sin embargo, creo que hay elementos novedosos en este libro frente a la literatura clásica sobre la sexualidad. Obsesionado con una espiritualidad que solo se expresa carnalmente, Sexo y silencio va más allá de nuestros modelos urbanos, también de Foucault y su preocupación política por el poder. Creo que hay en esas páginas una crudeza rosada, una mezcla de ponderación y vello, que puede ofender a algunas almas bellas de las metrópolis occidentales, empeñadas en dejar atrás la mugre del pasado. Lejos de cualquier puritanismo, Sexo y silencio intenta mostrar en lo primitivo de nuestras pasiones lo más vanguardista e inteligente de lo que somos capaz.

¿El amor y la contabilidad se llevan bien? No, no creo en la estabilidad de esa pareja. No creo en la potencia erótica de los algoritmos, aunque sé que -lejos de la informática- existe una matemática llena de corazonadas. Existe sin embargo en el amor una fuerza de irrupción pasional que dificulta mucho nuestra economía de la seguridad. Más de una vida contemporánea, femenina y masculina, se ha salido de su cauce de normalidad, de las seguridades de su bienestar consumista, al amar demasiado, sin estrategias de control. Para evitar el peligro de los afectos nos encerramos en identidades de diseño y en la imagen, el empoderamiento de la visibilidad. Es posible que en nuestra cruzada actual contra la prostitución haya algo del viejo puritanismo de la moralidad e higiene urbana contra las sendas perdidas por donde se adentra el sexo. Cuando se nos habla de un amor seguro y saludable, se quiere extender el aburrimiento que hemos convertido en norma civil también a los espacios privados del afecto y las relaciones. A veces parece que nuestra cultura usa la didáctica sexual para desarraigarnos por dentro: no solo de la tierra y el lugar natal, sino también de nuestras vísceras. Nadie sabe cómo acabará en Occidente la pugna entre las pasiones naturales y el puritanismo tecnológico de la automatización. Por lo pronto, si los afectos, el amor y la sexualidad parecen estar en retirada, aunque inyectados de estimulantes y en manos  de los especialistas en el cuerpo, parece debido a la penetración de la vigilancia política en el cuerpo saludable de un individuo que tiene ha encontrado en la sociedad su nuevo Dios.