Texto publicado el 8 de enero de 2023 en Vozpópuli

«Amigues míes, estoy llene de alegría». Dysphoria mundi, Paul B. Preciado

A pesar de ser larguísimo, y de repetirse más que la cebolla, hay que reconocer que el libro de Preciado apenas tiene desperdicio. Conviene hojearlo, aun con cierta fatiga, para conocer al detalle el tipo de amenaza normativa que se cierne sobre los habitantes del llamado primer mundo. Preciado se propone hacer mutante, más sutil y eficaz, una vieja internacional del odio. En cierto modo lo consigue, de la manera más correcta posible. Tal vez es esta una de las razones por las que un conocido diario estadounidense, también la adorada J. Butler, lo declaran uno de los más importantes filósofos de la actualidad. Por su complicidad íntima con el tipo de coacciones que van a estar de moda durante mucho tiempo, como alternativa a la rancia opresión heteropatriarcal de ayer, estamos ante un auténtico best seller político. Conviene entrar en él para conocer por dónde vendrán algunos de los disparos que nos buscarán como diana.

No hay por qué negar que el Dysphoria mundi puede despertar en los más radicales hijos de Occidente, lectores de Debord, Foucault y Tiqqun, la ilusión de una revolución todavía pendiente, el cambio que le daría una última forma posible a la vieja aspiración ilustrada de evitar un universo humillado por la economía y el espectáculo. Es en realidad una ilusión funesta, pues nos obstaculiza perseverar en la posibilidad humana de atreverse por fin a existir, sin muchas esperanzas pero también sin miedo. Pero es una ilusión que Preciado despliega con una muy actualizada inteligencia. ¿Por qué atender a unas minorías que, con respaldo estatal, prometen prolongar con estilo «microfísico» el abuso que el estado ejerce sobre nosotros? Precisamente por eso, porque encarnan la violencia correcta que viene.

De alguna manera descubrimos con este libro la «eternidad» del capitalismo, su aspiración a perpetuar la huida, su voluntad infinitamente alternativa. Así como nació, con aquella voluntad de imponer una solución final a la vieja cultura de los sentidos (Weber), así se perpetúa ahora, aunque de un modo Überfashion y harto sofisticado. El libro de Preciado es parte de nuestra voluntad perversa de separación, ese temor crítico que en este libro transita, con indisimulada autocomplacencia, hacia el otro extremo. Ahora nuestra vieja voluntad de apartheid se puede hacer indetectable al convertirse en portátil, integrada en el nomadismo de un cuerpo atravesado por tecnologías biomoleculares y digitales. El desarraigo que indignaba a Simone Weil como parte de la religión capitalista, se arraiga ahora en la masa corporal. Aquí aparece la disforia defendida por Preciado, que se presenta a sí misma como una especie de euforia mutante.

Preciado tiene el mérito de reunir lo más rancio de la izquierda tradicional, con una larga cadena de aversiones que ni se pueden revisar, con lo más sectario de una izquierda posmoderna que ha traicionado lo que quedaba de rabia humanista y de compromiso con la pobreza en la vanguardia obrera. En este despropósito epistémico solo queda acelerar el proceso de metamorfosis transgénica, que además Preciado ve como ineluctable. Dysphoria comienza con el Ejército Zapatista descontextualizado, reclamando avales izquierdistas para lo que es un nuevo ultra-capitalismo acoplado a los cuerpos. Lo peor de él no es un optimismo «revolucionario» compatible con el imperio Gucci -«En todo el planeta, se suceden sin interrupción los levantamientos feministas, queer, trans y antirracistas»: p. 163-, sino el calculado pesimismo existencial que le impide siquiera concebir lo que era un fondo de entereza en nuestros padres. Por eso, mientras tiembla en medio del desastre, le invade el más radiante de los optimismos (p. 534).

Encantado con un apocalipsis de diseño que dejaría estupefactos a Foucault, Pasolini o Limónov, una catástrofe compuesta en realidad con certezas informativas compatibles con nuestro sillón favorito, nuestra alma tallada profetiza: «El hielo se funde. Las mareas suben. Los bosques arden. Las bombas, lejos o cerca, no dejan de caer. Nuestra forma de existencia social, más o menos brutal, es la guerra» (p. 37). Le encanta este panorama de desastre sistémico -«Los límites de todo, de los cuerpos y de la tierra, están siendo violenta y rápidamente redibujados»: p. 168- porque solo sobre esa tierra baldía, en la que encierra a una humanidad atrasada y «heterosexual» que no conoce, tiene sentido la mutación planetaria que se propone. En Dysphoria ocurre un poco como en las grandes empresas de seguridad o de soluciones cosméticas. Primero te venden un problema, más o menos terrorífico, después te venden una solución. Ya lo decía Despentes, cuya relativa cordura Preciado ha dejado hace mucho atrás: un buen consumidor solo lo es si está continuamente estresado.

Tanto en el bando de los aliados como en el del enemigo, una multitud está a bordo, igual que en el camarote de los hermanos Marx. Solo se excluye lo natal, o sea, el alma de cualquiera, sea heterosexual o trans. También el alma de las feministas «conservadoras» (sic) que no comulgan con este molino transgénico. Preciado emplea un lenguaje inclusivo total, y esto no solo se nota en el hecho de que cita a medio mundo, o de que con frecuencia emplea la e que excluye a un género masculino, como es sabido, portador de todos los males. No son solo los varones los apartados en este lenguaje planetariamente exclusivo. La aversión binaria de Preciado pasa por no binaria solo porque la lista de excluidos es inmensa, una enorme mayoría execrable -que no excluye a sus padres, a la familia, al fútbol, al «filósofo masculinista posmoderno Baudrillard» (p. 199), al «lobo fascista» Heidegger, a Tiqqun y los psicoanalistas-, de modo que tal furia sectaria pasa por no binaria. El propio humanismo liberal ha sido necrohumanismo. Para esta huida de la vieja humanidad, cualquier regodeo en la rareza (D. Bernabé) sirve, aunque sea un «artista transtullido francés» (sic), como ejemplo de la humanidad liberada gracias a los órganos transformados por la ingeniería médica. La verdad, es imposible saber qué pinta en la dedicatoria de este libro tan militante y militar el nombre de un Rilke que, obsesionado por el misterio de lo común, ni siquiera sabría de qué tránsito planetario le están hablando. Quizá pinta que en esta empresa sectaria se necesitan algunos nombres relativamente normales y «respetables», aunque sean asquerosamente masculinos y heteronormativos como Burroughs y Deleuze -¿por qué no Anders, Mbembe o Said?-, para poder presentar la dysphoria mundi como algo que exige el nuevo Bien de la humanidad.

Solo les hijes de Malcolm X y Martin L. King, de Fanon y Foucault, aunque expurgados de sus pecados de machitos homófobos (p. 541) podrán salvarnos. Hay que corregir a todos, también a Burroughs. También a Deleuze y Guattari, dos señores heterosexuales agarrándose a su condición masculina naturalizada (sic). El desparpajo de la ignorancia es en este intelectual llamado Paul algo asombroso. La nueva epistemología inclusiva deja fuera a casi todos el mundo, salvo unos pocos elegidos… y, claro, la humanidad que viene. Nadie de ayer tiene el grado de pureza necesario para esta revolución insólita. La nueva fusión exige piezas al silicio, limpias de carbono. Son significativos los polvos honestos y experimentales (sic) con Sygma, esa forma de follar expandida y desidentificada (sic). «Nos habíamos sampleado mutuamente… un polvo sin hombres y sin mujeres, sin órganos que se erigen en posición de dominación penetrante… Ya no éramos ni activos, ni pasivos, ni genitales, ni orales, ni penetrantes, ni penetrados. Ni todo lo contrario. Ni lo opuesto, ni lo complementario» (p. 504). O sea, Dios. Tal vez el dios que, a la muerte de Dios, Warhol quería que fuésemos todos.

Como buen moderno, Preciado cree en el sexo, es decir, en el Sexo Rey sobre el que ironizaba Foucault. De la misma manera, pongamos por caso, que otros ciudadanos respetables creen en la Inteligencia Artificial o en la Tierra Plana. En suma, ¿se apuesta por un nuevo tipo de violencia sexual que nos haga hijos desde otra iglesia, pero esta vez mutante? Por lo pronto, todo lo real e inconsciente ha de estar deconstruido y consciente para que no quede ningún referente, ningún punto fijo ni gravedad común. Un abuso hasta el hartazgo del manido out of joint, que probablemente se achacará -equívocamente- al idolatrado Derrida, también indica que a Preciado solo le interesa lo patológico, es decir, una relación con la enfermedad que no se pueda invertir en otro tipo de salud, de naturaleza, de fortaleza común. Lejos de esto, la nueva revolución debe ser exclusiva de los márgenes, estar infectada por «el proselitismo queer y transgénero».

Siguiendo a Butler, que naturalmente le adora, Preciado se limita a sustituir el orden binario tradicional por uno más complejo y deconstruido, aunque también binario. Esquema planetario que pueda separar el Ellos de un Nosotros. Se trata de oponer las formas de gobierno petrosexorraciales -naturalmente, Trump y Putin como paradigmas- a las prácticas que abogan por una transición ecologista, feminista, queer, trans y antirracista (pp. 39-40). Salvando las distancias, es un truco similar al de Harari: criticar a los conservadores fáciles para enmascarar así un profundo colaboracionismo con el sistema transgénico del capitalismo tardío. La de Preciado es la más ambiciosa internacional de la discriminación que recordamos en mucho tiempo. Incluido el desprecio hacia los padres, con quienes prefiere no hablar (p. 137), aunque en «La imposible dedicatoria» (pp. 329-331) les perdone la vida. «No esperéis nada de la familia como familia» (p. 544), pues toda la humanidad anterior es infecta. ¿Qué dirían las «mares rastreadoras» mexicanas, que gastan su vida en busca de los hijos desaparecidos? El otro odiado de Preciado es un resto tradicional que apesta, justificando su empresa mutante.

La lista de enemigos es tan inmensa que resulta poco menos que invisible. Porque además, en cierto modo no hay tal lista: todos los nombres -plástico, petróleo, putin: muchos con p, excepto las putas, que no aparecen- son epítomes de una vida común, una naturaleza natal que es en sí abominable. Cuando Nietzsche decía que la esencia del Occidente moderno es el rencor, parece que se quedó corto. El pasado en pleno, las tradiciones, los conservadores, los «blanquitos heterosexuales», las Terf del Capitaloceno (sic), Erdogan y Bolsonaro, la familia y el psicoanálisis… Más un largo etcétera. La CIA de Obama y Biden no lo diría mejor. Toda la obsesión alternativa de despatologizar lo minoritario tiene el objetivo de patologizar a la humanidad entera. Y en esto no hay regodeo en la rareza ni lista inmensa de aliados que lo remedie. Ni siquiera aliando «las abuelas violadas con las nietas violadas» (p. 165). Por cierto, si todas las mujeres han sido desde siempre violadas, no está muy claro lo que ahora se propone. Si bien una cárcel de vigilancia continua, tipo 24/7, o bien que la violación se pueda ejercer en todas direcciones, no solo por los machos blancos heterosexuales. La mutación de Preciado es tan radical que amenaza también con dejar todo como estaba.

La distancia está llena y la proximidad vacía, se dice con acierto (p. 313). Pero si Preciado fuera coherente con esta denuncia no escribiría un libro donde solo se salva una proximidad terrenal que es aceptable al precio de ser asistida, o bien por una militancia radical o bien por una medicina puntera. En cuanto a los neologismos convincentes, la palma de oro tal vez se la lleva la palabra petrosexorracial, repetida mil veces. Los palabros son tan frecuentes y largos como las listas de amigos y enemigos. Se supone que el capitalismo, del cual Preciado dice no participar, es tan malo que une todas las maldades anteriores: el «extractivismo» de recursos fósiles, la racializacion de los excluidos; más tarde, su exotización… Después de una enorme enumeración, otra vez de un lado están ellos. Del otro, nosotros, esta multitud disfórica llamada a realizar el tránsito. La lista de odios es tan interminable que Foucault, a pesar de sus límites -señalados por ese Baudrillard que es despreciado: p. 200-, se deprimiría ante este libro histéricamente político, aunque presentado como una «ontología en transición». El autor de Vigilar y castigar siempre habló de un poder inmanente y larvario que no tenía buenos ni malos. Aquí la lista de malos deja en pañales una película de indios y vaqueros. Naturalmente, el New York Times aplaude encantado.

Todo vale para justificar lo mundial de una urgente mutación: plastificación del mundo, fin de semana en el supermercado, carne picada y suplemento de azúcar; romantización de la violencia sexual y exaltación religiosa de las marcas; fascinación por el kitsch heterosexual y exotización de los cuerpos antes colonizados. Extracción, combustión, penetración, apropiación, posesión: destrucción. Conmovedoramente, Preciado olvida que nuestra primera forma de destruir es medirlo todo. Y él no deja de hacerlo. Todos los motivos críticos de moda sirven para inventarse una revolución planetaria a medida, donde otra vez Nosotros -los de siempre- estaríamos dirigiendo la summa teologica de una nueva solución final a este mundo decrépito. Preciado no deja de levantar una monumental caricatura de nuestro estrés crítico, de todo lo que hemos intentado para no comprometernos con lo común, con una humanidad mortal que Occidente ha de ignorar para seguir siendo Primer Mundo. Se trata de una nueva pureza antinatural y antiterrenal. En realidad, estamos hablando de una renovada fobia hacia lo común. Toda la ceguera sectaria de las peores vanguardias se concentra en este libro, cargado de un intolerante aire de urgencia mutante.

La dysphoria de Preciado es como una nueva eternidad a cualquier precio, aunque sea recurriendo a la medicina más dudosa y a todo tipo de perversiones experimentales. También al precio de vivir en un laboratorio, con una vigilancia intensiva de veinticuatro horas. Como no se soporta la finitud común, esa potencia de vivir que viene de la muerte, de ahí esta constante propuesta de homologación, de uniformidad. «Los diferentes relojes del mundo se han sincronizado»: en la infamia y en la resistencia a la infamia (p. 34). La proliferación de fenómenos, crímenes, resistencias y nombres es la capa externa de una profunda uniformidad nihilista, imperial y con un recorrido planetario saturado de colores, como un anuncio de Pepsi. Por debajo, el bajo sombrío de una fúnebre homogeneidad, pues todos los buenos son unos pocos y de los nuestros. Como un índice más, repetimos, esta pueril manía de un lenguaje inclusivo que en momentos clave obliga a poner la e en vez de la o. Nunca en lugar de la a: lo femenino es buene. La anulación igualitaria que se pretende debe sobre todo segar la vida del varón, portador -según la paranoia en boga- de la posibilidad de una excepción que cierta izquierda académica aborrece, aunque ahora en modo vibración.

¿Régimen sensorial dominado por la virilidad y el carbón? (p. 43). Para facilitarse la tarea crítica de su empresa personal, Preciado ha decidido vivir en el Detroit anterior a la reconversión industrial, subestimando todas las formas de violencia alternativa, minoritarias y numéricas que nos acosan. «Una gasolinera abandonada es más bella que el Taj Majal» (Ballard). «Una polla vale más que mil chochos» (Siffredi). Pues no, gracias, no son emblemas significativos de nuestro tiempo. Nadie sabe en qué mundo vive Preciado. Nadie debe saberlo para que Dysphoria mundi consigar batir otro record de ventas.

¿Para qué élite se habla?: «El cuerpo y la subjetividad contemporáneos ya no son regulados a través de su paso por las instituciones disciplinarias… sino, sobre todo, de un conjunto de tecnologías biomoleculares, microprostéticas, digitales y de transmisión de información» (p. 155). Si Lula, Petro, López Obrador, cualquier izquierda o derecha humanista, pueden hacer algo distinto al neoliberalismo y la tecnocracia imperantes, será gracias a ignorar este sectarismo de las minorías queer y transgénero. Como decía Foucault, «Hay que hacer pedazos lo que permite el juego consolador de los reconocimientos».