El alcohol, el tabaco, el amor y el odio, las emociones, la carne… Todo lo elemental está en nuestro punto de mira, es blanco potencial de la cabeza buscadora de una policía social que ya no necesita policías uniformados. La nueva vigilancia sin vigilantes se ejerce en medio del imperio múltiple de una normativa que nos evita la violencia directa, que siempre corrió el riesgo de levantar resistencias. Por eso la humanidad exterior, de Colombia a México, de Brasil a China, de Irán a Rusia, nos odia, nos admira o nos teme. Cerca de nosotros, nadie permanece indiferente a la crueldad sonriente de nuestros derechos humanos. Nadie, excepto los miles de millones de almas terrenales que no saben que nuestra superioridad existe.

Tras la clonación a fuego lento de los números, jamás ha existido una humanidad occidental que odie tanto la tierra. El signo de esta penosa mutación antropológica en el llamado primer mundo no es tanto que los jabalíes bajen de la montaña a buscar basura en las afueras como que suba la visibilidad de nuestras patéticas mascotas, dignos representantes del narcinismo furioso que nos invade. El ecologismo, más o menos juvenil, le ha puesto una nota de color a esta aversión de la elite urbana a cualquier naturaleza, a su fuerza salvaje. Empezando por la que habita en nuestro cuerpo, en los sentimientos y los afectos. Vivimos rodeados de una alarma social, un estado de emergencia constante que, con sus campañas virtuales de solidaridad a distancia, debe ocultar que hemos sepultado la lucha, cualquier relación con el peligro, y que nuestro problema es el aburrimiento. Nada debe ocurrir entre nosotros. Tendemos a un ideal de seguridad, el más peligroso del mundo, que consiste en no dar ya la vida por nada, ni siquiera por la propia existencia. Esta ablación anímica exige ser compensada con el espectáculo de incesantes catástrofes externas y una continua caza informativa del hombre que todavía mantiene lazos vernáculos con las sabidurías del pasado.

Hemos sustituido la intimidad con el prójimo y el animal, propia de un orbe rural donde humanos y bestias se mezclaban, por un aislamiento narcisista alimentado por los dispositivos numéricos y las encantadoras mascotas que sedan nuestra soledad. El mismo ciudadano que se aísla del vecino, sin siquiera mirarlo, se agacha sin reparos a recoger los excrementos de su perrito. Los toros están mal vistos, no la crueldad de los espectáculos televisivos donde la víctima voluntaria llora al mismo tiempo ríe, encantada de ser martirizada en pantalla. Nada hay más perverso que este lento genocidio antropológico, realizado sin sangre ni gritos. En tal punto, la fortaleza de los animales libres, una rotundidad que odiamos, nos sigue recordando una enigmática humanidad que parece a punto de extinguirse bajo el skyline de las metrópolis.

Uno no es taurino. Nacido en una lluviosa ciudad del Noroeste, creció demasiado lejos del entorno tradicional español para que el flamenco o la tauromaquia produjeran otra cosa que la indiferencia asociada al costumbrismo castizo. Más tarde, vino una cierta fascinación por la profundidad del sur. Con el tiempo es deseable que el ser humano aprenda a respetar sus raíces y encuentre el cosmopolitismo en ellas, no en una huida internacional cuya textura no es menos paleta que la de lo más vernáculo. Se aprende con la edad el arte de la infiltración, preferible al sectarismo del enfrentamiento. Ocurre además que la campaña alternativa contra los símbolos de la España profunda ha llegado a tales niveles de delirio sectario que se hace necesario reaccionar. Igual que con el tabaco. Uno no es fumador, pero la histeria antitabaco, que recuerda las más puritanas campañas del Ejército de Salvación, ha hecho simpático, en medio de este fundamentalismo de la transparencia, el acto de rodearse de humo. Vivir es contaminar y ser contaminado: para muestra grosera, no hay más que ver el diario tsunami informativo. Y siempre será preferible la contaminación analógica y visible frente a la numérica y no visible.

En el fondo, la campaña contra los toros, tanto en Barcelona como en Madrid, no se explicaría sin el odio puritano al sur, a su abigarrada cultura de los sentidos. Lo hispano no solo es «feo, católico y sentimental», en palabras de uno de nuestros clásicos, sino también portador de un hábito comunitario que cada día molesta más a la higiene norteña que ha decretado un aislamiento generalizado, base de la velocidad indiferente que necesita la magia negra de la economía. Hace mucho tiempo que lo que llamamos Occidente está amenazado por el privilegio policial del cerebro, en detrimento de otros órganos que nos permitían vivir, sentir y pensar en común. Y esto ha supuesto que nuestro propio sur, sea España, Grecia o México, se avergüence de sus costumbres e intente imitar el modelo norteño de salvación a través del retiro, la limpieza moral -versión adelgazada de una vieja ilusión totalitaria- y la corrección política. Para empezar, no puede haber un lenguaje correcto más que al precio de retirar las vidas de las impurezas de una comunidad elemental. En esas estamos, bajo la inteligencia del supremacismo norteño que nos coloniza lentamente.

El problema en realidad no son la caza, los toros, la carne o el tabaco. Para la mirada azulada de la deconstrucción triunfante, esta ideología líquida del sistema, el ideal es que cuanto antes no quede entre nosotros, los elegidos por el desarrollo, ni una gota de sangre en las venas. Tampoco en cuanto a generosidad, heroísmo o espontaneidad. El objetivo del capitalismo informativo es rodearnos de peligros y catástrofes inminentes que ayuden a laminar todo lo que sean afectos, sentimentalidad e instinto comunitario. La velocidad de la comunicación exige cuerpos aislados que multipliquen los contactos; también una forma de crueldad compatible con la fluidez sonriente de la economía. Dado que no existen sociedades no represivas, esta corrección existencial requiere que los inevitables sacrificios humanos se ejecute a distancia, sin ver jamás el rostro sufriente de la víctima ni sus tripas por el suelo. Inmigrantes, jóvenes y viejos, mujeres y niños, animales y hombres han de extinguirse fuera de campo, en los ángulos muertos de la transparencia limpia que nos sirve de guía.

Con los toros ocurre además otro fenómeno muy sencillo. Igual que la prostitución clásica -lo recuerda Despentes en Teoría King Kong– le hace competencia desleal a la promiscuidad fluida de nuestros escenarios civiles, a la prostitución laboral y social a la que se nos empuja a diario, y entonces la lucha contra la «trata de blancas» blanquea automáticamente nuestro trabajo diario de putas a tiempo completo, también la lucha contra los toros tiende una cortina de humo sobre la tauromaquia social que ejercemos a diario, esta suerte de varas informativa, escolar, social y laboral que debe domar a una población cada día más multiforme, descreía y desafecta. El luminoso ruedo digital de nuestra pantalla continua no soporta la analogía de la sangre, que nos emparenta con las crueldades de antaño. Luchando contra el maltrato a inmigrantes y animales, adoptando ridículas mascotas que reflejan nuestra debilidad y apuntándonos a la comida vegana, logramos un objetivo fundamental para nuestra violencia social: adelgazar el miedo con el que amenazamos a diario y conseguir que la mayoría de la población, víctima de un lento maltrato a plazos, sea mimada con múltiples posibilidades de redención minoritaria. De ahí que algunas y algunos, poseídos por una vieja vocación terrenal de resistencia, sigamos prefiriendo unos cuernos que vienen de frente a una información que embiste de costado.

Vivimos al precio de una uberización de las mentes y los cuerpos. La represión de lo trágico en nuestras vidas ha elevado las neurosis a unos niveles de clínica de puertas abiertas, convirtiendo nuestra alegría obligatoria en un decorado que se derrumba al menor embate de lo real. El déficit diario de negatividad dispara una metástasis de positividad que se manifiesta en interminables síntomas contemporáneos: cuadros de ansiedad, depresiones larvadas, cáncer, alergias, síndromes de fatiga crónica… Si nuestras enfermedades tienden a hacerse crónicas es al confundirse con la normalidad del tiempo social, intrínsecamente enfermizo por su falta de riesgo. En este punto es donde el cultivo de algunos modos de violencia abiertos podría salvarnos de la violencia oblicua de la cual somos verdugos y víctimas a diario. «Las pequeñas violencias nos salvan de las grandes», decía Clarice Lispector. En este sentido, aunque no seamos unos aficionados asiduos, la liturgia del ruedo y los toros, así como otras del viejo mundo -no olvidemos el arte de la seducción-, sigue recordándonos la filigrana primaria de una violencia sin la que la vida no es humana. La vista de la sangre en un simple accidente doméstico nos recuerda, bajo las promesas de la nueva religión tecnológica y científica, que seguimos siendo naturaleza. Asediemos con esta certeza terrenal a la nueva élite urbana, esta laya descarada de unos amos armados con una opresión autista. Resistir su violencia afelpada, provocar sus estallidos analógicos, es además divertido, mucho más que la nueva crueldad digital en oferta.