Texto publicado el 26 de enero de 2023 en Vozpópuli
Leer no es sexy, es peligroso. En este punto tiene razón nuestra policía política inconsciente. Leer exige entrar en otro tiempo, atreverse a interrumpir el estrés ruidoso que nos salva del vacío y quedarse a solas, en una suspensión del sentido colectivo. Es atreverse a que «no pase nada», quizá para que ocurra algo en nosotros que habíamos aplazado. Si nuestro mundo marcha tan deprisa es porque teme lo que podría ocurrir en los pocos segundos que le concedamos al «tiempo muerto». Tal vez la lectura es dejar hablar, a través de alguien que también se ha parado, a un tiempo sin dueño ni definición. Y trabajar sobre ello, subrayando las líneas de un sentido imprevisto.
Releer, volver atrás, cavilar, saborear el timbre de las palabras. Quizá un libro que no hay que releer tampoco vale la pena leerlo una sola vez. Mala cosa, si nos ha ayudado a vivir y a entender de otro modo el pasado y sus pecados, que un libro no se aprenda casi de memoria.
Atender, destacar, desenterrar, buscar signos escondidos. Somos espías en un mundo no elegido, incluso demasiado interpretado, de ahí nuestra necesidad de tomar notas visuales, escritas o auditivas. De ahí también nuestro instinto de reinterpretar lo mayoritario, incluidas sus minorías reconocidas, a través de señales enterradas en el canon de lo que se nos sirve.
Tal como están de saturados nuestros escenarios, es necesario sentir y pensar entre líneas. Estamos invadidos de imágenes subtituladas. Si queremos asomarnos a una actualidad distinta, a un mundo real que casi nunca coincide con el de la información, no queda más remedio que atender de modo subliminal. Subrayar es jugar con la importancia de los detalles. En cada caso, decidir dónde ponemos el acento es crucial y cambia las frases, las imágenes y las situaciones que nos rodean. El diablo, se decía, está en los detalles, en saber escoger y remarcar. En tal sentido, cualquier percepción intensa es subliminal, pues hojea el libro del mundo al bies, quitando capas de maquillaje en los modelos perceptivos de la opinión. En este aspecto, el buen lector es un agente doble, trabaja para una potencia extranjera que no tiene localización geográfica.
Para quien ha vivido, es crucial volver sobre algunos libros cuya sabiduría es un depósito medicinal para emergencias. También un depósito de armas. A través de esos libros «peligrosos» nos podíamos preguntar qué tipo de potencia de metamorfosis encierra una literatura donde se ha depositado un valor, una inteligencia para el riesgo, que la mayoría del cuerpo social ha decidido ignorar.
Escuchar se hace de muchas maneras, también en la forma de quien no lee nada. O ni siquiera sabe leer, pero se pasa el día escudriñando, atento a la letra pequeña y los acentos escondidos de lo que ocurre. La atención es la primera forma del amor. En un sentido real, escuchar es mucho más que leer, de ahí que encontremos con frecuencia gente «inculta» que sabe muchas cosas de la vida, mientras el experto especializado no entiende nada elemental y a veces ni siquiera sabe comportarse.
Es cierto que, tanto o más que otros signos, por lo que alguien lee podemos adivinar cómo es. Pero esto ocurre porque leer no es solo tener un libro en las manos. En todos los sentidos, también en el de deletrear los detalles de un entorno, es propio del ansia del lector la necesidad primaria de organizar lo vivido, un exterior imprevisible que nos ha tocado y cambiado. Se lee para darle forma a vivencias que podrían amenazar con ser dañinas si no se coagulan en palabras. El triunfo del bienestar de clase media, una ampliación de la anterior lucha de clases a una rivalidad narcisista interminable, ha segado la hierba bajo los pies de la lectura. Propiamente hablando, ya no parece haber ninguna experiencia que organizar, ninguna sombra que vaya por delante de cuerpo, de su seguridad contratada.
La impresión dominante es que una experiencia directa y traumática de las cosas ha sido por fin liquidada en el horizonte incesante de las mediaciones. De ahí que solo nos quede compartir en red, una forma laica de eucaristía que reparte la sagrada forma de la cháchara social, del comentario ininterrumpido. Después, si acaso, quedan las cañas, el jazz y alguna droga complementaria, para ayudar al simulacro de vivir. Para fingir eso que, en realidad, hemos abandonado.