Mi amor, no quiero molestarte, de verdad. Y posiblemente lo estoy haciendo. Pero, en fin, soy algo más que «un imbécil», simpático insulto que repites. Mucho peor que eso, tú lo sabes.

Adoro que vuelva el invierno. Mientras te escribo, remolinos de abril con gotas giran al viento. Entre sombras de árbol y luces en la ventana: Abril es el mes más cruel. En fin, solo quería decirte… Decirte cualquier cosa, pues no tengo nada que decirte. Aparte de que te adoro y que siempre (desde aquella primera aparición tuya con peto vaquero) he deseado lo mejor para ti. Tu corazón de virgen promiscua, tu dulzura armada se lo merecían.

Debo quererte mucho. Mucho, porque nunca he sabido qué hacer contigo. Ya sé que no tengo que hacer nada contigo, que no soy quién para pensar que tengo algo que hacer, que no necesitas… Etcétera. Pero como siempre te quise, me sigues dando vueltas en la cabeza. Igual que estas gotas de abril girando en el cristal. Mientras miles de hojas verde claro vibran en el viento frío.

Adoro tu invierno. ¿Recuerdas qué pronto contesté a tu generoso, valiente, osado mensaje de hace pocos días? Después de años, como si fuera ayer. No tenía nada que recordar. Estabas ahí, como un ser vivo fijado para siempre en el ámbar.

Por favor, no tomes esto como mala literatura. Solo quiero decirte (lo estoy mirando ahora, tu correo del 19 de marzo) que siempre has estado en mi mente. Y siempre he intentado ser «honesto» contigo. Tu libertad salvaje, la seriedad que me imponía tu auténtico modo de ser, siempre le restó margen de juego a las distintas modalidades de esa aproximación patética que me gusta tanto.

De ahí, supongo, esa frase de hace doce años que me recordaste: «Te quiero tanto que ni siquiera podría follarte». Algo así.

El otro día, cuando fui a verte a Matadero sin ninguna idea previa, más bien sin tener ni idea (pero un poco nervioso: yo nunca reconozco esto), me apartó de nuestro adorado viajecito erótico esa idea tuya, como toda tú, un poco dura, de que mi vida había sido de algún modo más fácil. Comparada con la tuya o con la de cualquiera. No pude aceptarlo. Y tú, que siempre me has querido, no puedes decirme eso. Y no tengo ninguna explicación más que dar en ese punto.

Tampoco tú, cariño, tienes nada que explicar ni nada por lo que disculparte. Hasta me gusta que me llames imbécil o sinvergüenza. Porque tú sabes que lo soy, sabes cómo lo soy, y tienes derecho a decirlo. Pero de repente, ante la palabra fácil, pensé: ¿Qué hago aquí, Dios mío? ¿Por qué tengo otra vez (también con Ella) que explicarme o disculparme?

No le des mayor importancia. Solo es eso. Sé que me quieres. Y no es que yo también te quiera, que sabes que sí. Es que te veo como un portento silvestre en este mundo adormecido. Tardaré en olvidar cómo viajé hace unos días a verte y cómo ocurrió la magia de aquel encuentro. Los besos lentos, la ironía rápida, tu risa otra vez, las lenguas húmedas. Todo tan dulce, tan peligroso, tan insinuante. Después de doce años, como si fuera ayer.

Solo quería decirte que eres la hostia. La misma niña, de frágil salud de hierro, que le dijo al médico: «Coma usted». Hasta me gusta tu gato. Y tu abriguito de falso ovino blanco.

Sé que amo amar y que eso a veces me confunde. Pero estabas preciosa en tu tristeza esa noche. Me dio miedo al despedirte: «Lo digo por ti: Tienes que relajarte». «Ni siquiera recuerdo lo que te he dicho». Me dio miedo pasar una noche de pánico. Pero no, más bien dormí como un niño.

Te quiero. Digas lo que digas, hagas lo que hagas. Como si no dices ni haces nada. Estará bien.

Besos y hasta pronto,

Ignacio

Madrid, 6 de abril de 2018