Posfacio de Ignacio Castro Rey al libro El nacionalsocialismo como doctrina del rencor, de M. ter Braak
«El pasado lleva consigo un índice temporal mediante el cual queda remitido a la redención. Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos». W. Benjamin, Tesis de filosofía de la historia (§ 2).
«No sabemos nada de lo que vendrá después de un corto plazo, no sabemos si una seguridad petrificada será peor que la imperante inseguridad del salteador de caminos internacional», escribe Menno ter Braak en «La nueva élite» (1939), recogido en el volumen que el lector tiene en sus manos. Al margen de nuestros diarios escándalos raciales, estos días precisamente en Holanda, ¿seguro que la seguridad petrificada de este bienestar, con su indisimulable supremacismo tecnológico y social, no es el resultado de un triunfo democrático del ideal ario de elevación, aunque ahora hable inglés en el plano de una poderosa economía y de una espectacular cultura normativa? Sea cual sea la respuesta a esta pregunta, quizá exagerada e injusta, no podemos ocultarnos por más tiempo que hoy sabemos muy poco del nazismo, tópicos informativos aparte. De igual manera que tampoco recordamos nuestros escasos esfuerzos, teóricos y prácticos, para pararlo. Tal vez matando, al precio de matar algo infecto en nosotros mismos. Ni cuánta fue nuestra complicidad, nuestras dudas, nuestra cobardía al mirar para otro lado. Nuestra impotencia incluso cuando queríamos mirar de frente.
Mientras tanto, contra aquella desidia democrática que quizá se prolonga hasta hoy, destaca en los Países bajos la intensa labor provocadora de Menno ter Braak (1902-1940), agitador político y cultural, fundador de la revista Forum, editor del periódico liberal Het Vaderland y activista del Comité de Vigilancia van Haakzaamheid, ideado para denunciar la amenaza que supone el nacionalsocialismo. Quizá pocos imaginaban entonces hasta qué punto esa amenaza era total e inminente.
Recordemos las turbulencias históricas del primer tercio del siglo XX, a las que el nacimiento de la Comunidad Europea debió más tarde poner fin. Aquel ambiente beligerante incluyó una polarización ideológica extrema, pero también una hibridación llena a veces de generosidad y de personajes complejos que permitían insólitos encuentros. Bajo crisis económicas sin precedentes, Occidente asistió a una intensa confrontación, no siempre con perfiles políticos muy definidos. Nietzscheano de izquierda, demócrata radical a la manera de un Thoreau de tiempos oscuros, los textos de Menno ter Braak participan de aquella maraña intelectual, pero con un nivel de erudición y finura estilística que hoy, en este pacífico presente tan simplificado, nos pilla lejos, por encima. Al borde de lo que para algunos cristianos, ateos o judíos, ya era el abismo, la máxima expresión de lo intolerable, nuestro hombre piensa libremente, incluso con una riqueza de matices que tal vez no le facilitó ser entendido. Lejos del esquema comercial de Hollywood, el nacionalsocialismo es un fenómeno tan arrollador como intelectualmente complejo. Mejor dicho, dotado de una mezcla explosiva de resolución, complejidad y simplicidad; de atavismo arcaizante y pasión tecnológica de vanguardia. Un enigma, dice un estudioso del siglo XXI [1], pero dotado de un ímpetu magmático que arrastra a millones de antiguos comunistas en la Alemania de los años treinta y atrae a una amplia clase media de Europa y América, que vacilan hasta las puertas mismas de la guerra. También atrae a muchos intelectuales, evidentemente no judíos, de muy distinta formación y temple. Tal vez no es casual que tres de las mejores cabezas del pasado siglo a la hora de pensar la condición humana moderna, Schmitt, Jünger y Heidegger, hayan sido tocados por el empuje del magnetismo nazi.
Así pues, mientras «los milagros y la lluvia no llegan», los de una fuerte resolución intelectual y armada que finalmente vino de los bordes de Europa, de Inglaterra y Rusia, no parece exactamente indiscutible esta frase: «El simplismo es bajo el nacionalsocialismo ‘la medida de todas las cosas'» (p. 16). Si repasamos solamente El triunfo de la voluntad, la artística filmación que se le encarga a Leni Riefenstahl del congreso del NSDAP de Núremberg (1934), si juntamos este portento estético, encargado directamente por Hitler, a la tensísima entrevista póstuma que Heidegger concede a la revista Spiegel, podremos imaginarnos hasta qué punto estamos hablando de algo temible. Asimismo, hasta qué punto la intelectualidad europea, inglesa y americana, se situó ante un fenómeno nuevo, armado con un enorme potencial de confusión y arrastre. El propio Heidegger, para explicar su error, nos recuerda que ocurrió «cuando por la misma época todos los gobiernos extranjeros se apresuraban a reconocer a Hitler y a prestarle la habitual reverencia diplomática» [2].
Podemos suponer, en este ambiente de connivencia con lo peor, la crispación de alguien como Menno ter Braak, un demócrata radical que amaba la más sutil ironía crítica de Nietzsche. A veces ter Braak nos recuerda a Brecht: «Ya no es admisible utilizar la independencia como pretexto para la indiferencia, ahora que precisamente está en peligro el principio básico de esa posibilidad de independencia» (p. 25). Una de las tesis de fondo de ter Braak es que el totalitarismo es una de las perversiones latentes en la democracia: «El hombre fascista debe infantilizarse de nuevo, debe poder obedecer nuevamente, debe poder creer en mentiras cuando el interés del Estado así lo exija. El fascismo significa derecho ilimitado a una forma de vida infantil» (p. 26).
No tan lejos de Freud, sin embargo, ter Braak habla con espanto de una psicología de masas dotada de un enorme poder de seducción (p. 9). Es la identificación primaria con un Urvater, un «padre de la excepción» que, al investirse con un Superyó ancestral, lo encarna personalmente para todos los demás. Tal vez el progresismo de entonces subestimó, en medio de unas cifras de paro y una penuria económica pavorosas, la necesidad simbólica que la gente tiene de creer en algo, en algún Padre que vuelva. El Führer carismático es también el hilo conductor con una antigüedad incólume que puede darle a la nación humillada la unidad orgánica de un solo cuerpo. Llegado el caso, se ha dicho, el Estado totalitario no es solo capaz de justificar cualquier crimen, sino también una nación capaz de suicidarse. Es asombroso que en medio de esta angustia algunas personas conserven todavía el temple de ánimo de actuar y pensar con matices. Muy mal tuvieron que ponerse las cosas, material y espiritualmente, para que un coraje como el de ter Braak, el de Benjamin y tantos otros, tuviera que decidir, en vez de seguir empuñando las armas contra el enemigo, levantar la mano contra sí mismos. ¿Es tan distinto el caso de Simone Weil y de otros que, en distintas formas, fueron obligados a desaparecer?
Mientras nuestro hombre aguanta al pie del cañón hasta el final, cerca ya de los uniformes que sin duda vendrían a buscarle, la constelación de intelectos a los que ter Braak recurre para intentar explicarse, de Nietzsche a Jünger, de Max Scheller a Ortega, de Marx a Spengler, da una idea de la complejidad anímica e intelectual a la que se enfrenta. Un dédalo filosófico donde, por cierto, ter Braak nunca nos oculta la inquietante realidad de que casi todos los polos en pugna, del nazismo a los demócratas más progresistas, parten de un mismo veneno de rencor. ¿De qué se puede tratar en esta palabra tan nietzscheana, que Menno ter Braak resucita y no deja de utilizar? El rencor parte quizá del retroceso «platónico» ante el peligro de vivir en común, en una vida abierta, inestable y sin garantías. Se trata entonces de una guerra de «todos contra todos» que nos permite no condescender a ninguna hermandad de especie, una comunidad que habría prohibido el genocidio. El rencor, en tal sentido, se alimenta del resentimiento ante lo impolítico, palabra que naturalmente ter Braak no podía emplear. Ni siquiera pensando continuamente en la vida más ordinaria, cosa a la que, como buen nietzscheano, no podía renunciar.
Tal vez el complot contra la común soledad humana, una condición metafísica que no tiene posible solución política ni ideológica, es para ter Braak lo que une secretamente el sectarismo de izquierda con la furia de la derecha. Esto le enerva, pues generó (y sigue generando) una auténtica Internacional del odio, tan arraigada que ni siquiera necesita organización. «Es necesario que se reconozca el poder del resentimiento sobre toda nuestra cultura» (p. 22). Ter Braak habla de una voluntad general de retiro partidista, en medio de un gigantesco narcisismo de las pequeñas diferencias, una barbarie del especialismo (Ortega) que esteriliza a las nuevas élites: «La ‘oposición por principio’; el odio por el odio (por el placer que el resentimiento proporciona a aquellos que no saben estilizarlo); el ruidoso alboroto de querer lo que no se quiere en absoluto, porque su consecución limitaría de nuevo las posibilidades del odio; el paso inmediato de una queja a otra» (p. 12). Hace mucho tiempo que, desde entonces, estamos ahítos con la hartura de la queja. De hecho, ter Braak reconoce que le preocupa más la atmósfera ambiental que genera que la estricta «doctrina» del nacionalsocialismo. «Podría decirse que la nueva élite reconoce (pensamiento) el peligro bilateral como algo obligatorio y al mismo tiempo intenta constantemente evitarlo (acción); de ahí se deriva tu táctica de ‘equilibrio de poder’, su vacilación, su compromiso, su oportunismo». Como diría mucho después Pasolini: dado que la élite es profundamente nihilista y no tiene nada común y afirmativo que ofrecer, vive de los enemigos externos, de un polarización de extremos que ella misma estimula. «Si miro hacia delante a corto plazo (y por lo tanto hacia atrás, para formular el objetivo de la nueva élite), veo entonces en esta nueva élite una gran admiración por la banal seguridad que entraña la cultura en esta etapa democrática, incluso ahora, engendrando sus propios bárbaros» (p. 52).
No llevar nada a fondo, nadar en el casi de una perpetua crisis. Bajo toda esta casi positividad se agita el fantasma de la oposición por principio (p. 12). La crítica, la protesta y la crisis son el medio ideal para el nihilismo de la inacción, sin complejos. Los filósofos e intelectuales no quiere ser más que profundos y se olvidan por ello de la superficie. «De manera errónea, puesto que en su fraseología el nacionalsocialismo es enormemente profundo, mucho más profundo que el humanismo; el nacionalsocialismo es inmensamente ‘espiritual’ (p. 21). Desea una revolución del espíritu, incluso sin derramamiento de sangre, espoleada por la ficción romántica del resentimiento. Sobre el futuro previsto por ter Braak, que es nuestro presente, podemos leer: «una derrota temporal del nacionalsocialismo -¿la de 1945?- no es motivo para considerar que se ha expulsado por completo el peligro, porque el peligro no es en última instancia el nacionalsocialismo como doctrina, sino el resentimiento puro» (p. 19), que toma como pura verdad la pura mentira. ¿No está hoy Occidente ante el reto de una similar elevación sin doctrina, un bienestar profundamente contrario a sus orígenes, que solo puede sostenerse buscando enemigos por todas partes? En estos textos ter Braak se pregunta de distintos modos: ¿Cómo vivir sin rencor? Tal vez afrontando una ambivalencia real que casi ningún progresista, ni ayer ni hoy, está dispuesto a afrontar. El resentimiento carece de humor (p. 20), esto es, de cintura para los detalles y los matices. A su puritanismo de fondo le basta con buscar enemigos que poder prohibir. No obstante, los matices son los que separan una época de otra, una persona de otra, incluso un fascista de otro.
No vemos aún el rostro de un élite de acción, pero vemos los rostros de los políticos democráticos creyendo a medias en su propia fraseología (p. 55). ¿No es entonces una élite que actúa una contradictio in terminis? «No lo es más que una élite que piensa». Solo se puede usar el concepto de élite cuando se tiene la intención de actuar y pensar, suponiendo que sean dos cosas distintas. Solo puede usarse el concepto de élite, proveniente de una cultura cristiana, cuando uno se da cuenta de que la anterior finalidad absoluta se ha disuelto en el oportunismo y que las antiguas élites sustitutas, Regnum y Sacerdotium, deben gestionar una civilización paradójica. La paradoja en lugar de la unidad: ese es el «secreto» de la nueva élite (p. 56). En esta dualidad contradictoria subyace también la doble capacidad de una élite que piensa y actúa, y la tensión implícita entre ambas.
Dejar la vida común aparte, separada de nuestro concepto moderno de democracia, es al mismo tiempo lo único que puede resistir ese dejar las vidas en manos del Blut und Boden nazi. Ortega ya insinuaba en La rebelión de las masas que la omnipresencia del ideal de igualdad es la omnipresencia del rencor [3]. En el lenguaje de ter Braak: «Es la igualdad en tanto que ideal la que, dadas las inconsistencias biológicas y sociológicas para convertir en idénticas a las personas, promueve el rencor en la sociedad… ¡Véase ahí la enorme paradoja de la sociedad democrática, en la que el rencor no solo está presente sino que es alentado como un derecho humano!» (p. 6). En el pensamiento y la escritura de ter Braak el rencor brota de la utopía formal de la igualdad democrática, imposible de realizar y, por tanto, tendente a generar más ofensas, humillaciones y desigualdades. Por su negativa original a politizar la vida, Menno ter Braak propone que la democracia se atreva a vivir con su más íntima incoherencia: «La democracia está siempre en contradicción consigo misma, un hecho que sus detractores le reprochan como una debilidad, mientras que nosotros vemos en esa contradicción interna precisamente su excepcional capacidad. Si hay algo que nos sigue ofreciendo una esperanza legítima de que el principio democrático básico soportará la perversión histérica de sus propios miembros por el fascismo es la total inconsecuencia de la democracia y sus principios fundamentales» (p. 23). No es seguro, sin embargo, que hoy podamos ser optimistas acerca de esta incoherencia inspiradora. ¿Sería posible, en medio de esta Europa dominada por el puritanismo de la transparencia, que la frase de ter Braak fuese siquiera comprensible?
Solo veinte años más tarde del suicidio del intelectual holandés, Hannah Arendt llega a decir en La condición humana: «La emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominoso de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?» [4]. También para Arendt, discípula de Heidegger, la tierra y la vida han de quedar libres de la ambición histórica que la modernidad hereda de la Ilustración. ¿Progresista o conservador, quién se atrevería hoy a defender algo similar? Lo hace con vehemencia ter Braak, pero no consiguió frenar una ilusión totalitaria que para él encarnaba el rencor en estado puro (p. 6).
¿Qué es escandalosamente actual de aquel ambiente, el que se respira en la tensión de los tres textos de Braak reunidos en este volumen? Tal vez no solamente, o no en primer lugar, estas nuevas fuerzas políticas que emergen hoy en la extrema derecha occidental, solo con un relativo parecido a aquel abigarrado movimiento pardo. Acaso lo más inquietante, y lo más parecido a entonces, sea una polarización ideológica donde todas las ramas enfrentadas parten del mismo tronco: un resentimiento universal, el de no poder con la vida, que tuvo en el nacionalsocialismo su versión más pura. En otras palabras, lo que nos une al tiempo de ter Braak es la incapacidad de las élites occidentales para afrontar lo que hay de común, y a la vez de no político, en el hecho de existir como humanos. Cuando todavía hoy el progresismo se pregunta qué política hacer con la raíz de la vida popular, qué hacer para «cambiar las vidas» (sic), es posible que ter Braak se llevase otra vez las manos a la cabeza, viendo en esa furia política un profundo rencor hacia la vida común, anónima, que el hombre comparte con otros seres distintos. En nuestra ambición política moderna, que es una huida, es manifiesto que estamos ante el mismo problema metafísico de los años treinta, un rencor nihilista que hoy ya no necesita programa. Por todas partes avanza en versión democrática, redoblada desde la Segunda Guerra, el odio a una potencial y no historiable comunidad de especie. Ya en los años cincuenta Heidegger y Arendt coinciden en la idea de que «americanismo» y «sovietismo» comparten una similar aversión técnica al vértigo de la existencia [5].
Pero ayer y hoy el intelectual progresista, protegido en la burbuja de sus privilegios, y de una ideología refleja que ha sustituido a los mantras de la religión, no siente la peste. Por eso ter Braak se escandaliza de que un respetable diplomático británico crea (¡todavía en 1935!) que el nacionalsocialismo es cosa de una iluminada panda de fracasados. La clave de esta negligente elegancia de la intelectualidad reside en «la sublime confianza de que ellos no pertenecen a semejante horda» (p. 4). Y con esto basta para ignorarla, sin dedicarle las veinticuatro horas del día a combatirla por todos los medios. Ter Braak vincula el nacionalsocialismo con nosotros, los demócratas. El III Reich sería una perversión interna de la propia democracia, de su voluntad mundial para superar una contradicción insalvable, con la que habría que aprender a vivir. De ahí que el nacionalsocialismo está orgulloso de ser la «verdadera democracia». Semejante paradoja dice mucho de él (p. 7).
Admirado por ter Braak, Max Scheler comenta «la alegría creciente que se experimenta al abominar de todo y rechazar pura y simplemente todo… no se critica para extirpar el mal, sino que se sirve del mal como pretexto para los insultos» (p. 11). ¿No es esto una variante democrática del nihilismo, de su rencor a una vida que no puede tener historia? El derecho universal parece consistir «en el derecho de todos a odiar sin límites». Los supuestos hechos son solo la materia prima para organizar después la jerarquía del resentimiento, unos dictados del odio por fin emancipado. El maniqueísmo binario de ese «instinto de sangre» (Blutsinstinkt) solo conoce dos posturas: los odiados y la facción que odia (p. 12). Como si no hubiera ningún interés político en salir del partidismo sectario, de la consistencia cuasi religiosa de la propia ideología. ¿Es en este panorama de rencor democrático como triunfa el nazismo, con un aparente programa nacional, popular y colectivo? Todo lo que en el NSDAP haya de rencor sectario pasará por un nuevo y prometedor «socialismo» gracias a la histeria democrática de separar, aislar y fragmentar. Aislamiento que es la condición política de nuestra igualdad moderna, que solo intenta comunicar velozmente los átomos previamente desgajados.
A pesar de su formación nietzscheana y anti-cristiana, o precisamente por ella, ter Braak resulta quizá demasiado complejo para no quedarse solo en un momento en el cual, desgraciadamente, ya eran muy pocas las ideas que cabían y las que eran urgentes. En su comprensible nerviosismo, ter Braak se confunde dramáticamente sobre Jünger y su compromiso con lo elemental, con quien poco después Sartre (éste en la resistencia, aquél con uniforme de la Wehrmacht) puede tener un prometedor encuentro en el París ocupado. Quizá se equivoca también con su admirado Max Scheler (p. 7), quien tiene la sabiduría de no hacer responsable al cristianismo de esta aspiración moderna a la igualdad aritmética, cuya inevitable frustración genera más resentimiento. Los hombres no son iguales, son hermanos, dirá precisamente Jünger en los mismos años en que ter Braak lucha a brazo partido por otro modo de ser en común.
Hermanos. ¿Es esta palabra necesariamente ridícula o trasnochada, más todavía después de ver avanzar un flamante pangermanismo profundamente anticristiano? Solo hay posibles errores de detalle en este aguerrido intelectual holandés que se enfrentó a la vez a distintas variantes de la infamia. En todo lo fundamental, incluida la lucha a muerte contra un rencor generalizado que es la base del nacionalsocialismo, ter Braak acierta. De manera que podemos seguir entendiendo su muerte, soberana y voluntaria, como el anuncio de una gigantesca y pavorosa matanza donde no es fácil encontrar seres libres de culpa.
Valdría quizá como epitafio de Menno ter Braak un fragmento de las Tesis de Benjamin: «Tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer».
Ignacio Castro Rey. Madrid, 22 de enero de 2021
NOTAS
- Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, p. 13. Ver también el «Umbral» con el que termina el libro, pp. 230-239.
- Martin Heidegger, Entrevista del Spiegel, Tecnos, Madrid, 1996 (2ª ed.), p. 64.
- José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, Revista de Occidente, Madrid, 2003 (18ª ed.), pp. 94-109.
- Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1998, p. 14.
- Cfr. Martin Heidegger, Carta sobre el humanismo, Taurus, Madrid, 1970 (3ª ed.), pp. 37 ss. Todo el Prólogo de La condición humana de Arendt es también una reflexión sobre lo que tienen metafísicamente en común las dos potencias enfrentadas, al Este y al Oeste.