Querido M.

Tu carta es deliciosa, plagada de sentido del humor, sinceridad e ingenio. Empezaré por el final: nos vemos, sí, el próximo domingo y lunes estaré ahí presentando un libro, esta vez no mío. ¿Te apuntas a lo que surja, comida, cañas, cena…? Tienes en la tarjeta adjunta la cita, pero puede haber otras.

Te agradezco de veras la seriedad con que me has tomado y sé que eres sincero cuando dices que mi entrevista te removió. No me extraña tanto. A pesar de que todos parecemos hechizados, todos estamos a la vez aguardando algo, incluso necesitaríamos un «milagro». Como dice Aksel, un personaje inolvidable de La peor persona del mundo: «Estoy harto de fingir que todo va bien».

En mi caso concreto, el diagnóstico es rotundo: mi vida es muy dudosa, necesito otra transformación (cuando creíamos haber llegado a puerto, dice Leibniz, nos sentimos arrojados de nuevo a alta mar). Quiero decir que es inseparable esta entrevista «tardía», este próximo verano cumplo 70 años, de la urgencia de hacer cuentas, cuanto antes. Y a ser posible, no dejar muchas deudas pendientes.

Tu simpática frase, Dios ya tuvo su momento, me recuerda aquel chiste de un conocido cómico estadounidense (aunque a lo mejor la plagió, como todo lo suyo): «Si Dios existe espero que tenga una buena disculpa». Efectivamente, el estado del mundo es un escándalo. ¿Para qué existe «Dios», cualquier valor que queramos convertir en valor supremo, si el mundo es una vergüenza? Para que tengamos sentido del amor y del humor, para darnos el valor de resistir y esperar, intentando interpretar los signos. La tarea es siempre adivinar el presente, pues el futuro vendrá por añadidura: ¿Dónde estamos, verdaderamente? Quizá lo que parece bueno (Zelenski, Obama) no lo es tanto. Quizá lo que parece horrible (Putin) no lo es tanto. Por ejemplo, para mí el espectáculo es el infierno, pero no descartaría que dentro de él también pueda haber milagros. American beauty fue muy premiada, y sin embargo es maravillosa. Desde que vi La grande bellezza ya no sé qué pensar de Rafaela Carrà, por ejemplo. Siempre he odiado a Elvis, pero ¿quién sabe? Etcétera.

Pasó su momento, dices con mucha gracia, y no creo que sea bueno resucitarlo. «Nadie parece estar por la labor, quizá tú eres la excepción». Pienso, sin embargo, que no hay el momento. Y tal vez no es resucitar nada. Cualquier momento es bueno para una epifanía que venga de adentro, pues vivimos esencialmente igual que en el s. VII antes de Cristo: a la vez en el infierno y a un  paso de otro cielo. En el limbo de una indecisión, mejor dicho: donde nunca puede ocurrir nada entre nosotros, por eso nos pasamos el día buscando obscenidades.

Nunca es el momento, siempre lo es. Es urgente romper cuanto antes con «la superstición de la cronología» (Weil), la gran creencia de este Occidente laico, decadente, de ojos y oídos tardíos. La religión del Progreso es el retiro de una cultura cansada, asustada de que la vieja vida mortal siga. Sobre esto Nietzsche fue bastante clarividente.

Por mi parte, no creo ser una excepción precisamente en este plano. No creo ser la única persona que necesita una resurrección, otra posibilidad. Y quizá sin romper con nada, más bien uniendo de otro modo los pedazos, los restos del naufragio. Sin una revolución, otro arte de las dosis, ¿cómo vivir ya, cómo escalar la cima del propio corazón, la de una muerte propia, que no sea amarga?

Resucitar un dios es resucitar la posibilidad de otro materialismo, que pueda y envuelva el espíritu del capitalismo. Pues de un espíritu, de una metafísica se trata: el despegue, la separación. Tenemos dos manos. No es necesario tanto enfrentarse a la infamia como infiltrarse en ella, envolverla. Huir de esta gigantesca cárcel sin paredes, que se confunde con nuestra segura diversión, ingresando hacia el interior.

Una cosa que no comenté, y que odio, es esta extensión de un protestantismo laico que permite una relación directa e interior con «Dios» (aunque ese Dios sea solo el de la visibilidad y el éxito), relación que hace al prójimo inescrutable, enredado en estrategias de selección permanente. Estrategias teñidas del simulacro de un catolicismo cálido e inclusivo. Reencarnado en los cuerpos, el capitalismo se ha reencantado. Pero un día descubres que no existes para ese prójimo sonriente más que en la medida en que su estrategia pasa por ti. Por eso la obsesión de la visibilidad, porque hemos perdido el hilo oculto que mantiene lo visible. Hemos perdido el fuego real, la fe en lo sensible, de ahí la huida masiva hacia lo virtual. Frente a toda esa idolatría del Yo, esto a favor de la violencia, de una violencia inclusiva. Esto también es Dios.

No se trata de humillar más a los hombres, ya lo están bastante. Se trata de ayudar a rebelarse, aunque esa rebelión pueda tomar mil formas, algunas parezcan estúpidas, y no todas tengan que parecerse a las de Irene Montero o Paul B. Preciado.

Después, una cosa muy importante es que el dolor, el tormento, es inevitable. Spinoza decía algo así como que sufrimos porque somos parte, no todo. Quizá también Dios es parte, por eso comparte el sufrimiento de los hombres. Los accidentes vienen, las desgracias vienen, a veces por caminos inesperados. Como la necesidad de lo que ocurre es insondable, como la tempestad del afuera es inevitable, más útil que preguntarse «Por qué» han ocurrido las cosas es tal vez un «Para qué», intentando convertir la inevitable basura en estiércol, en abono. Hacer algo con lo que nos ha marcado. Esto no es exactamente resignación. Es también una rebelión inteligente, de hormigas, que no siempre puede pretender asaltar espectacularmente «los cielos».

El mal viene de vivir, de morar en una existencia que nunca ha sido nuestra, «del hombre». La religión positiva de la Ilustración ha sido, en este sentido, funesta. Ha convertido la historia, absolutizada como un último Reich, en un holocausto. Nos ha incapacitado absolutamente para aquella inteligencia estoica y cristiana de interpretar los signos, de convertir los accidentes en un monumento duradero.

La modernidad nos ha incapacitado, en suma, para intentar la subversión de la aceptación. Ninguna renuncia (Lispector) deja de transformar lo aceptado. Deleuze, siguiendo a Nietzsche, decía: una tontería, un error, una bajeza vistos en su eterno retorno ya no son la misma tontería, error o bajeza.

En fin, querido M., esto es lo que se me ocurre al hilo de tu ingenio. Ha sido un placer. Estaré encantado de continuar contigo esta conversación y sus diferentes barrios.

A ver si nos vemos sábado o domingo. Un abrazo,

Ignacio

Santiago, 20 de mayo de 2022