Agradezco a mi amigo Ignacio Castro el honor de proponerme presentar su último libro. No soy filosofo, soy psicoanalista. Por esto, me siento un poco abrumado porque es difícil, para mí, estar a la altura de la empresa. Sexo y silencio es una obra monumental que desborda erudición. En sus casi doscientas cincuenta páginas no hay una sola en la que no encontremos un destello que produzca el despertar. Por eso, a pesar de la extensión y profundidad, su lectura es ligera.

En su dedicatoria personal del libro, Ignacio me dice que «bajo la proliferación de las páginas» confía que encuentre la «sencilla seriedad» que esconden. Es una posible guía para mi presentación: referirme a algunos de esos destellos para vislumbrar la tesis a la que apuntan. Todo esto, espero, como invitación a una conversación.

Entre el Prólogo y el Epílogo encontramos once capítulos. Ya desde el inicio se sitúa una característica central de la época: «La obsesión actual por el diseño de identidades» y la pretensión de un sexo saludable. Esto lo encuadraríamos dentro de una alianza entre una pretendida pedagogía sexual liberadora y el discurso médico-científico.

Desde el comienzo, se apunta a una cuestión fundamental: «Fluido, hetero, homo o trans, nuestro sexo multinormativo es el escudo ideal ante cualquier vínculo físico». Es decir, el sexo supuestamente liberado es una defensa ante lo real del goce más singular. Disculpará Ignacio, abuso de su amistad, una traducción lacaniana de sus palabras en las que no tiene por qué estar de acuerdo, para así poder establecer una conversación, con el texto y con todos ustedes. El sexo, supuestamente un constructo cultural, tendría que ser deconstruido para, paradojas de la vida, construirlo a voluntad. Un sexo performativo, de identidades paródicas. Frente a esta supuesta emancipación a la carta, Sexo y silencio propone una «inmediatez recobrada». En lo que yo interpreté como una apertura a la contingencia del encuentro.

Las ortopedias estatalizadas del Yo van de la mano de un decaimiento del vértigo de la pasión sexual, que así cada vez pide más prótesis, precisamente en ausencia de lo que este libro denomina una teología del silencio. Imposible para mí no escuchar en este silencio, incluido en el título del libro, el silencio de las pulsiones. La pulsión, esa que siempre es un , a diferencia de las dificultades con el deseo. Curioso que Lacan añada a los clásicos objetos freudianos de la pulsión (oral, anal, genital) dos objetos más: la mirada (que no es la visión) y la voz. La pulsión escópica y la pulsión invocante. Aunque conviene subrayar que, para Lacan, el objeto voz es el silencio. Hablamos porque no soportamos el silencio de la pulsión invocante. Hablamos para acallar la voz. Por eso Sexo y silencio me evocó, desde el título, lo más real del sexo. Recuerden El último tango en París, donde los personajes representados por Marlon Brando y María Schneider, en aras de lo insólito de su encuentro, deciden silenciar todo lo que tenga que ver con sus nombres y sus biografías. Hablar implica ya una pérdida de goce.

Ignacio nos propone una crítica al mandato sexual, tomado en la lógica del discurso capitalista, como obligación de visibilidad y contacto. Contactos que han sustituido a los encuentros. Esos encuentros que nos permiten el acceso a lo desconocido, añadiría también a lo desconocido de nosotros mismos.

La llamada liberación sexual posmoderna ha sepultado, cito Sexo y silencio, «el síntoma potencial que es cada cuerpo, su laberinto de pasiones, su patología activa». Pero el síntoma, ese mixto de verdad y goce, es lo más singular de cada uno. Nuestro nombre de goce. Frente a la sexualidad sintomática, se propone la higiene del control corporal, la relación sexual perfecta, que entonces no se improvisa, sino que se organiza, se planifica. Las técnicas de gestión se ponen al servicio del sexo productivo, optimizado.

La supuesta liberación hace que lo antes prohibido pase en cierto modo a ser normativo, añadiría que especialmente entre adolescentes y jóvenes. Así el poliamor y la bisexualidad pueden llegar a ser significantes amo de la época. Mientras que la castidad, como dice Ignacio, pasaría al campo del ridículo.

Pero la única libertad real no parte del consentimiento, o de la alienación, a los semblantes de la época. En Sexo y silencio se afirma: «[…] somos libres desde nuestra inclinaciones más pulsionales, nuestra más personal patología e idiosincrasia». Somos libres, en parte, desde el consentimiento a lo que nos esclaviza (pelearnos con eso se llama neurosis). El cuerpo orienta, aunque sin preguntar. Se cita aquí a Barthes: «Mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo». Es el cuerpo pulsional, definido por las estructuras de borde, por sus orificios.

La mujer para Lacan no existe, no existe como universal. Las mujeres son una por una, la mujer del absoluto individual, donde la esencia es existencia no se enreda con la retórica. Hablamos de las mujeres en posición femenina. Cuando Fraga definió a Margaret Thatcher como «el primer hombre del Reino Unido» estaba en lo cierto. Más adelante Ignacio nos dirá que las mujeres son más osadas para vivir sin doctrina. El primer capítulo termina con esta afirmación: «La cultura de la identidad es tal vez el nuevo opio […]». Esto promete.

Sexo y silencio nos recuerda que nada inhumano nos es ajeno. Añadiríamos, porque es humano todo lo que hace el hombre. Aunque ser un monstruo no está al alcance de cualquiera, no se puede elegir a voluntad para que los monstruos sean multitud, como nos proponen desde la ideología queer.

Al inicio del capítulo III, «No poder elegir: amor y otros animales», se sitúa, a mi juicio, una cuestión fundamental cuando se nos dice: «Somos lo que entra en nosotros […] Es desde nuestra relación natal, no elegida, con una escena primitiva, con el sobresalto remoto que siempre está en el origen, como nos inclinamos a esto o lo otro. La patología de las inclinaciones, nuestros prejuicios y síntomas, no coartan nuestra libertad, sino que la guían». La libertad solo puede venir entonces de un saber hacer con lo que nos marcó, con lo que entró en nuestro cuerpo, en el sobresalto remoto de nuestro encuentro con el goce sexual (en psicoanálisis eso se llama trauma). Solo por esto, no es posible pensar una elección voluntaria, y mucho menos variable, del modo de goce sexual.

El error queer, y del sujeto transgénero (a distinguir del transexual), es creer que el semblante, siempre hecho de discurso, es el goce; o bien que el semblante domina, o resuelve, la cuestión del goce. Por eso los tránsitos pueden ser fallidos, especialmente en los adolescentes.

La sexualidad indelegable puede caer bajo la presión de las modas y pensar que podemos construir la felicidad, que mientras tanto ha pasado a ser un derecho. La felicidad, si existe, es contingente. Como dice Sexo y silencio, no hay encuentros a petición. «Puedo acordar una cita […] no lo que ahí ocurra«. Cuando hay encuentro, es que una contingencia nos eligió y «nos llama por nuestro nombre secreto». Como a Dante le ocurre con Beatriz. Por eso ahí se puede decir «Nunca fui como te amo», y a la vez «Siempre fui así». O «Te estaba esperando».

Todo esto va a la contra de la convención vigilante supuestamente progresista, ya que la contingencia de la sexualidad, definida por Ignacio (en una atrevida expresión) como el «lugar benéfico de lo traumático», tiene siempre algo de políticamente incorrecto. Lo que hace gozar no se aviene a normas o ideales. Se hace el amor, se copula, con lo que está dentro, con lo que de algún modo no se va a poseer (porque es éxtimo). Demasiado dentro para abrazarlo. Por eso siempre sería inquietante que nuestro partenaire nos preguntase: ¿Cuando gozas, me amas? Nadie goza en el cuerpo del otro. No hay más goce que el del propio cuerpo. Este real del sexo, imposible a la conciencia, es una de las causas de la fascinación, y a la vez rechazo, que produce el psicoanálisis.

El amor sí admite el dos. Amamos, dice Jacques-Alain Miller, a quien responde a la pregunta ¿Quién soy yo? Amamos a «Otro que puede tener una verdad sobre sí que uno no alcanza», leemos en Sexo y silencio. Todo amor implica una cesión de goce. Dice Lacan que es por intermedio del amor que algo del goce condesciende al deseo. El erotismo, de hecho, ya supone una castración del goce. Recordemos la distinción entre películas eróticas y pornográficas.

El onanismo es una de las formas del goce uno, ese que Lacan denominaba el goce del idiota. Es la pretensión de bastarse a uno mismo. Por eso algunos hombres necesitan masturbarse después de mantener una relación sexual.  En el amor sexual, dice Ignacio, anida una oscura violencia latente. Es verdad, la violencia sexual es en parte estructural en sus modalidades neuróticas, es decir comunes, en la histeria y en la obsesión.

En el capítulo V leemos que toda sexualidad es anómala, incluida la que se pretende más convencional. Todo sexo es raro. No es necesario ser queer. No hay más sexualidad que la desviada (es el título de un artículo que publiqué hace años en La Voz de Galicia). El sexo desorienta al Yo. De pronto, una parte del cuerpo no obedece órdenes. O aparece la excitación cuando menos se la espera. Los hombres siempre están más próximos al ridículo fálico y amoroso. Las palabras de amor siempre suenan más ridículas en los hombres, ya que amar feminiza. La sexualidad del trans también es anómala y desviada respecto de lo sentido y autopercibido a nivel del Yo.

Ignacio sitúa en el capítulo V, «Riesgo corporal y policía médica», que tanto en la ya convencional perspectiva de género, o en la no binaria, la división subjetiva es imposible de eliminar. Nos dice: «[…] cada ser humano está dividido por dentro. Dividido en una dualidad asimétrica que impide que la identidad sexual sea poco más que una ilusión, una moda o una forma de hablar». La identidad, por muy alternativa que sea, es del orden de los semblantes sociales. Toda identidad, autoconstruida o no, vela el goce en juego. Esas identidades son las que, en el curso de un psicoanálisis, caen como piel muerta, en palabras de Marie-Hélène Brousse.

La pretensión no binaria pronto acaba enfrentándose a otro «resto que apesta», dice Ignacio. Y «No solo mi corazón y mi cabeza no se ponen de acuerdo, sino que mi cabeza también se resiste a mi cabeza».  Es decir, la orientación o identidad sexual elegida no acaba con la pregunta ¿Quién soy, qué soy? Por eso el sexo es siempre heteros, ya que nos hace distintos para nosotros mismos.

De ahí, sigo citando, «Cualquier sexualidad es transversal a la idea de género. También a la idea de género no binario». La sexualidad es en sí misma transgénero porque el goce lo es. Si fuese posible pensar una identidad desde el psicoanálisis, sería la identidad única, singular, del goce que conmemora el trauma original: «Soy como gozo».

Frente este real, leemos, se intenta imponer un «moralismo fisiológico de masas». Periclitada la idea de pecado, ahora se impone la religión de la salud, también de la llamada «salud sexual».

En el capítulo VI, Ignacio se refiere a la insistencia actual en la igualdad y se pregunta si «Todos iguales sería ‘todos hombres'». No puedo sentirme más de acuerdo, porque en su día escribí que la igualdad corría el riesgo de plantearse como la adhesión de todos al universo masculino y que, de ese modo, el «todos iguales» se haría equivalente a «todos hombres». Así en la época de preservación de las diferencias étnicas, culturales y religiosas, la diferencia fundamental, la diferencia sexual, quedaría eclipsada. Y todo por confundir burdamente diferencia con desigualdad discriminatoria. En este mismo capítulo tenemos páginas luminosas frente a la tiranía de la transparencia, que empuja a verlo todo y a decirlo todo. Ignacio nos dice, y no puedo estar más de acuerdo, «Ser humanos es saber guardar secretos».

El capítulo VII, «Desgaste», se refiere a la caducidad acelerada del amor en la actualidad. «Cada amor es aniquilado por anticipado en el conjunto de los amores posibles». Se refiere después a Blanchot, quien cita (mal, como advierte Ignacio) a Lacan. Blanchot pone, por boca de Lacan, que «desear es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere». Lo que sí expresó Lacan, especialmente en el Seminario 8, La transferencia (comentando El banquete de Platón) es: «[…] el amor es dar lo que no se tiene». Sí, amar es dar lo que no se tiene. Solo se puede amar desde la castración, desde la falta. Dar lo que se tiene, muy masculino, no es signo de amor. Por eso amar, también en los hombres, feminiza. Como dice Sexo y silencio, «el magnetismo del amor supone aceptar que el otro sabe algo de tu verdad«.

El capitalismo actual conlleva el triunfo de la evaluación generalizada: «No narra, solo cuenta, contabiliza…». Por eso no puede haber un discurso del amor capitalista, y sí un discurso del goce. El discurso capitalista rechaza la falta, por tanto, no da cabida al amor.

Quiero referirme brevemente al discurso capitalista tal como lo formalizó Lacan, en el año 1972, en Milán. Es un discurso que borra las barreras de la imposibilidad y posibilita que el sujeto se reúna con el objeto, lo que deja de lado la otredad del sexo. El sujeto del discurso capitalista comanda sus identificaciones y decide su verdad, sin deberle nada al Otro. Es, por tanto, el discurso que permite explicar mejor la ideología queer y transgénero. El rechazo del inconsciente, que el discurso capitalista implica, acaba conllevando una orfandad del sujeto respecto de sí mismo, al creer que puede inventarse a voluntad, al margen de la historia y de las marcas que la determinan.

Esto supone una renuncia a esclarecer el deseo y no ceder ante él. Precisamente no ceder en el deseo es lo que define la ética del psicoanálisis, tal como Lacan formuló y Sexo y silencio retoma. El deseo se articula a la falta. Por eso, dice Ignacio, «Para llegar a ser sexuales, ya no digamos ‘felices’, nos falta pobreza». De ahí que la sobrevaloración del sexo sea la cara externa de su declive. Por eso coexisten también la exaltación pornográfica y el neopuritanismo. Las perversiones, exceptuando la pederastia, han desaparecido (siempre que haya «consentimiento informado» y edad legal para otorgarlo, todo está permitido). Todo se normaliza y, a la vez, se normativiza. Es la inclusión legislada, movilizada por las minorías sexuales.

Sexo y silencio nos habla de un «regodeo en la rareza». Este regodeo está produciendo efectos de identificación nada minoritarios en nuestros centros educativos, especialmente entre los adolescentes. Todo esto bajo la vigilancia del nuevo amo por excelencia: «La opinión pública». Ese amo iguala a derechas e izquierdas bajo la lógica del derecho a la diversidad. Como ejemplo, recordemos que la directiva del Sergas sobre sujetos transgénero pide a los profesionales una visión trans positiva, no una visión clínica (sospechosa siempre de inducir la patologización).

Las minorías también están en conflicto interno. El movimiento LGTBIQ+ no es una balsa de aceite. Construir identidades y orientaciones hasta el infinito, conlleva tensiones dentro del mismo movimiento. Esta pluralización ilimitada puede llevar, como recuerda Sexo y silencio, a que sea «la clase de los terrestres la que está en peligro, aquello que nos une con quien apenas conocemos». Es decir, está en peligro nuestra propia humanidad. Ya hay sujetos que se postulan como transespecie, y que quieren transformar su cuerpo en este sentido.

Pero la pulsión no pierde nunca sus derechos y su real hará tambalear cualquier semblante. Igualmente, ninguna sociedad deja de ser represiva. Ahora la represión es progresista. Y como siempre, quien mejor se adapta a cualquier cambio es el mercado. Un ejemplo es la medicina puntera al servicio de lo trans.

La cultura progresista está poco advertida contra el mal, es ingenua, nos dice Sexo y silencio. Esto me recordó a Lacan, en su Seminario 7 sobre la ética del psicoanálisis, cuando expresa sus reflexiones sobre ética e ideología, tomando apoyo en las posiciones del intelectual de izquierdas, al que define como inocente (porque deja de lado la dimensión del goce), y el de derechas, al que define como canalla, (un villano consumado en nombre del realismo). El canalla va más allá del cínico. El cínico sostiene que el Otro no existe, que solo existe el goce, fundamentalmente autoerótico. El canalla sabe que el goce existe y que todo discurso es semblante. Utiliza así los semblantes, en los que no cree, para mandar en función de su propio goce. Lacan dice, en este Seminario, que «[…] un canalla bien vale un tonto». Pero añade: «[…] si el resultado de la constitución de una tropa de canallas no culminase infaliblemente en la tontería colectiva». Podríamos añadir, con el auxilio de la historia, que el riesgo de la inocencia es que puede culminar en una canallada colectiva.

Sexo y silencio afirma que no existen «ateos de alcoba». El ejemplo máximo tal vez sea Sade, al que Lacan denominó «Divino Marqués», ya que defendía que sus impulsos eran sagrados porque eran el resultado de la creación divina.

Ignacio no evita la articulación entre amor y odio (odionamoramiento, le llamó Lacan), y la del amor universal «con una cierta ascética de la carne». El ejemplo mayor de esto es el amor masculino a la humanidad, la filantropía masculina, como defensa frente a un amor privado. Mejor, para algunos hombres, amar a la humanidad, o al sindicato, que a una mujer.

En la sexualidad buscamos seres primarios, sigue Sexo y silencio, capaz de «tocar nuestro nombre secreto» (me parece una definición extraordinaria). A veces, ese nombre secreto lo llegamos a proferir más desde la injuria que desde las palabras de amor. Tal vez por eso no hay seducción sin molestia, «sin la libertad de importunar», aunque esto sea algo complicado en la época #MeToo.

En el capítulo IX, Ignacio plantea, a mi juicio, la posibilidad de un feminismo sin victimización, que no recupere el patriarcado expulsado por la puerta en la ventanilla de la protección estatal. No hay solución histórica para la mujer, ya que cada una resurgirá por fuera de cualquier identidad ofrecida, por minoritaria o insólita que sea.

Hay mujeres que no ceden ni ante el patriarcado ni ante la coactiva igualdad, de origen metropolitano, nos dice Sexo y silencio. Un psicoanalista lo sabe muy bien. Cualquier mujer objeta por insuficiente un significante que intente definirla… aunque lo haya pronunciado ella misma. Ignacio escribe: «En cuanto se captura, como el agua, ella ha de reaparecer por fuera. Todos los lugares comunes acerca de lo que es ‘una mujer’ y lo que es ‘un hombre’, también acerca de una ansiosa paridad progresista, se estrellan contra una variación femenina que brota de la parte de noche que nos toca».

En el capítulo X, «Bendita parte maldita», Ignacio expresa que, de algún modo, el sexo es siempre otro, heteros, «así sea entre dos mujeres que se aman». Se me ocurre decir que el ejemplo está muy bien elegido. Lacan decía que definía como hetero a todo aquel que ama a una mujer, en cuanto esta es el Otro sexo, tanto para el hombre como para la mujer. De hecho, lo que realmente iguala a hombres y mujeres puede ser el rechazo de la feminidad, el rechazo de aquello que no es reducible a la lógica del Universal. El feminicidio tiene su base en esto. Lo que se ataca es este goce enigmático, no reducible al universo fálico.

Sexo y silencio apunta a una articulación de lo femenino con la política: «La singularidad sin equivalencia, una a una, es lo propio de la mujer. Si consigue no abandonarla, no es difícil que gobierne mejor lo público». Sí, sería esperanzador que lo femenino entrase en política, lo que no está garantizado por la paridad, que demasiado a menudo las lleva a jugar en el campo del hombre. Mejor no desprenderse del todo de la herejía, mejor un poco brujas, sin llegar a arder en la hoguera. Ignacio nos recuerda más adelante, citando a Camille Paglia, que «Unidos, los hombres inventaron la cultura para defenderse de la naturaleza femínea». Por otra parte, un hombre de fiar es siempre un hombre herido, un hombre que ha experimentado la castración.

El último capítulo de Sexo y silencio se titula «Pornographia». El porno ha pasado a ser, en gran medida, el paradigma de la vida erótica, y aún más en niños, adolescentes y jóvenes. Como dice Ignacio, la pornografía propone una lista interminable de especialidades industriales-sexuales. La pornografía, y su carácter adictivo, cito, «[…] encierra una promesa eternamente incumplida». La serie infinita de escenas y modalidades de relación sexual reeditan precisamente que «No hay relación sexual». De ahí la metonimia infinita, que se sostiene en que ninguna relación es. En la búsqueda de encontrarla, se renueva la insatisfacción. La adicción al objeto porno, hoy disponible en el bolsillo, ocupa el lugar del Otro. Como indica Ignacio, suple «una otredad real que hemos liquidado». Aún así, también aquí la diferencia sexual cuenta, y el recurso al porno es más masculino.

Sexo y silencio termina recordándonos, en el Epílogo, que «el amor es una herida». Se introduce aquí algo que merecería un desarrollo en sí mismo: la pretensión transhumanista de vencer a la muerte. De Matar la muerte, como promete el programa de Calico, la sociedad de biotecnología fundada por Google en el año 2013.

En este contexto, donde todo es posible, la promesa es liberarnos de la represión sexual. La represión negada, dice Ignacio, pasa a ejercerse «con el placebo de una orientación sexual elegida».

El amor, sexual o no, no se aviene ni a la política ni a la justicia. Las relaciones humanas no responden a la justicia distributiva. Por eso el progresismo (recordemos la definición de Lacan del intelectual de izquierdas como inocente) no está bien orientado en las cuestiones del amor y la sexualidad, que son por esencia impolíticas.

Al pretender gobernar lo imposible, la política se degrada en gestión de una supuesta tecnología afectivo-sexual. Así el estado pretende regular lo íntimo, incluidos los sueños de alcoba.

Acaba Ignacio con un elogio del amor. Es lo único que puede liberarnos de la soledad pornográfica. Con esto concluyo esta presentación, que es simplemente mi lectura. Seguro que una lectura interesada en el sentido de lo que más ha despertado mi interés.

Espero que este interés no haya traicionado demasiado el esfuerzo del autor y que provoque el deseo de leer este libro, imposible de resumir en sus luminosos matices.

Manuel Fernández Blanco

Fundación Luis Seoane. A Coruña, 22 de abril de 2022