Entrevista publicada en O Sil y en Tercera Información
por María Rodríguez
12 de abril 2022
Pregunta: – En una sociedad global, dominada por la tecnología, por la
inteligencia artificial, por el consumismo, con continuas crisis
socioeconómicas y políticas, ¿qué lugar debería ocupar la filosofía?
Respuesta: – La filosofía debería ser, desde cierta distancia solitaria, el
reverso de nuestro espectáculo obsceno, discutiéndole a los medios la
versión de lo que es la actualidad. Mejor dicho, hablando de un presente que
no cabe en esta caricatura que llamamos «actualidad». Se trata de leer el
presente entre líneas, adivinando lo que está enterrado en el batiburrillo
de una sociedad que funciona en circuito cerrado, girando sobre su odio al
afuera. Pero me temo que hay tantas filosofías como periódicos, así que cada
una tiene su visión de lo que es real. Y muchas veces, en ausencia de esa
distancia atávica con nuestra velocidad colectiva, la filosofía parece solo
un eco «intelectual» de la misma ceguera de los medios. En mi caso, y en el
de algún filósofo que admiro como Agamben o Badiou, discutiría la simple
idea de «sociedad global», que en realidad solo es válida en el círculo
vicioso de los temas de moda, dentro de nuestra redundancia viral.
Realmente, ¿qué es «global»? Poco más que la uniformidad del consumo
informativo y el endiosamiento de las modas, un conductismo de masas que
entretiene a una décima parte de la humanidad. Todo esto es una engañifa,
pues en la misma Europa buena parte de la Francia, la España o la Italia
reales viven sumergidas bajo esa superficie espectacular. Pero lo que ocurre
en un día y un lugar cualquiera resulta invisible para nuestro
impresionismo, de origen autista. Tras la corteza de su ideología política,
un ser humano tiene problemas y potenciales soluciones muy secretos, casi
inconfesables. Aunque el trabajo de un carpintero se vea afectado por la
guerra en Ucrania, debido al coste del material, del combustible y los
portes, él tiene que buscar una solución local. Donde está la ley general
siempre hemos de buscar una fuga, una trampa vital. Pienso que vivimos en un
absoluto local que se debate con el peligro. La vida y la muerte, la
tranquilidad y la inquietud, tienen siempre una base singular y personal.
Con frecuencia, el resto solo es un barullo para enredarnos. Nuestra
dependencia de la mitología global es enfermiza, endeuda el alma y los
cuerpos. No digo que tengamos que volver a otro individualismo, que ya
funciona en demasía. Digo que tenemos que buscar soluciones elementales que
han de tener un sesgo común, libre de una «interdependencia» que está
dirigida por expertos que ni nos conocen. Tus propias preguntas, pienso,
brotan de un suelo de vivencia que nunca tiene cobertura planetaria. Tanto
en la pasada pandemia como en la actual guerra, sobran respuestas «globales»
y faltan preguntas vitales, distintas. Nuestros orgullosos valores
universales son, desde hace décadas, una disculpa para la sordera y la
agresión.
P: – Hoy el hecho de pensar, ¿resulta más difícil que antes? La sociedad
actual, ¿está perdiendo esa capacidad, la de ser crítica ante los poderes?
Desde su experiencia de profesor, ¿cómo ve a las nuevas generaciones?
R: – Pensar siempre fue difícil. Si hoy resulta más difícil que antes es tal
vez por dos razones. Primera, porque se trata de pensar nuestro presente,
que es envolvente, no un pasado sobre el que guardemos una cómoda distancia.
Segunda, porque el poder de contaminación mental de la llamada sociedad del
conocimiento es inmenso, tanto o más opresivo que el de una mitología
medieval. Desde mi experiencia como profesor, y como adulto rodeado de
jóvenes, no sé muy bien qué pensar de las nuevas generaciones. Pervive una
adorable energía juvenil, un coraje y una generosidad intactos, atemporales.
Al mismo tiempo, hay toda una moda joven, mimada por el sistema, que es casi
lo peor de este mundo. Ser joven nunca fue garantía de nada: los neonazis
son jóvenes. A cualquier edad la juventud es un don, una actitud de aventura
que nunca debimos perder. Pero hoy existe una trampa mortal con cara juvenil
en la conexión masiva, dirigida en la sombra por cerebros seniles. Nuestra
diversión obligada esconde una especie de fascismo emocional manejado por
expertos muy maduros. Bajo la costra novedosa de estar al día buena parte de
lo que el sistema nos ofrece es reiterativo y viejuno. Si un cambio
verdadero fuese posible, tendría que venir de una alianza, en cada uno de
nosotros, entre el corazón y la cabeza. Entre una jovialidad muscular, que
nunca debemos perder, y un cierto temple anímico. La verdad, no sé si ese
cambio se puede sentir muy próximo.
P: – En su obra ha analizado la sociedad y el mundo actuales. Durante la
pandemia escribió En espera y Sexo y silencio. ¿Que ha supuesto para
usted el Covid y cómo se ha reflejado la experiencia en estos libros, en su
forma de afrontar el momento? ¿Qué pretende con ello?
R: – Escribí mucho en estos últimos años, madrugando incansablemente para
apartarme de la histeria colectiva y seguir pensando sin pánico, al margen
del estado de excepción permanente que difunde el Estado-mercado. La
pandemia fue también un experimento temible de gobernanza basado en la
obediencia masiva. Intenté librarme de todo eso y seguir afrontando una vida
común que siempre fue mortal y nunca debe sentirse segura. Ni tampoco ceder
ante el miedo al peligro, unos accidentes externos que son inevitables. Esos
dos libros, muy distintos, tienen en común el himno al coraje de una vieja
libertad. Actualizan también una ironía crítica sobre los grandes mitos
gregarios de este momento histórico, unos titulares que nos hacen esclavos
de una percepción falsa y masiva de la realidad. Pienso que nos hace falta
un nuevo realismo, que tendrá que volver al suelo y atreverse a ser sucio,
muy poco correcto.
P: – Realmente, ¿es el Covid el virus que más ha debilitado física y
mentalmente a la humanidad?
R: – No, el virus que más está debilitando a la actual humanidad es el
miedo. Y la consiguiente depresión, que le da la espalda incluso a la
tristeza. Lo contrario de la vida no es la muerte, sino el miedo. Parece que
esto lo sabe muy bien el poder y sus expertos aliados, que se pasan la vida
asustando a la gente para que así dependa de la solución global que ellos
manejan. El miedo es necesario, sobre todo en la medida en que nos
despierta, pero tenemos que modularlo. En el fondo, cada uno de nosotros
estamos bastante solos, como hace mil años. Igual que entonces, hay que
morir un poco cada día para poder ser eternos e inventar un modo de
insolencia con el pánico inducido por el poder de turno.
P: – Cuando estamos a punto de recuperarnos de la pandemia y de su crisis
sanitaria, social y económica, se produce la invasión rusa, un conflicto
larvado que justamente estalla ahora. ¿Es una casualidad?
R: – No lo creo. Una cosa y otra tienen en común la histeria ante lo otro,
un pánico infinitamente manipulable. Tal como lo encaramos y lo provocamos,
pienso que no es ninguna casualidad este conflicto con los rusos. Parece que
los gobernantes, y un «cuarto poder» que casi siempre es cómplice de la
casta política, buscan mandar desde la excepción, desde una catástrofe
inminente que mantiene al público cautivo y lleva las poblaciones a una
obediencia bovina. Tal vez por esta razón el comando estadounidense de
nuestra indignación, tan unánime como sorda, no tiene ningún interés en
acortar el conflicto de Ucrania.
P: – ¿Qué opina del papel que están teniendo los medios de comunicación y
las redes sociales en esta espiral?
R: – Esta es la palabra clave: espiral. Los medios y las redes se dedican a
alimentar una dependencia viral, en bucle. El sistema busca que nadie tenga
impresiones propias, libres de la empresa política y el inmenso negocio de
la percepción masivamente guiada. La función de los medios es adelantarse a
las sensaciones populares, lograr que la más elemental percepción esté
regida por los grandes grupos de opinión y los modelos políticos sectarios
con los que debemos encarar el mundo. Este colectivismo ilustrado,
personalizado a la carta para que cada uno tenga un papel de espectador
interactivo, es un sistema tan despótico como el viejo feudalismo. Pero más
eficaz, pues se apodera de las almas con una violencia autista, vegana. Por
eso tanta gente parece abducida. El derecho de pernada se cambió por el
derecho de mirada, donde cada uno puede aportar su opinión en una vigilancia
intensiva. La libertad de expresión es el cebo que hace invisible nuestra
nula libertad de acción.
P: – La dinámica en la que estamos muestra retrocesos y síntomas de lo que
algunos autores consideran una medievalización. ¿Qué piensa usted?
R: – No estoy lejos de ese diagnóstico, aparte de que hoy no sabemos casi
nada de una Edad Media sistemáticamente injuriada. Parece ser que todo lo
que permanece en la sombra implica hoy un déficit. Por todas partes funciona
una especie de feudalismo horizontal, inclusivo y transparente, que no nos
deja respirar. También la coacción es horizontal y dispersa. Hasta en la
salud, en la orientación sexual y en la alimentación, tenemos que seguir las
modas dictadas por el Estado-mercado. Como se ha dicho, somos prisioneros
políticos del terrorismo de la actualización, de un entretenimiento
violentamente inclusivo.
P: – ¿Qué se podría hacer para rebelarse contra esta dinámica de retroceso y
quién podría o debería hacerlo, teniendo en cuenta que también la política
está en crisis?
R: – La política es parte de este espectáculo de entretenimiento que tiene
la función de mantener apretadas las filas, detrás de nuestros líderes y
nuestras tropas. Esto no quiere decir que no debamos elegir con cuidado
entre las distintas alternativas: en este conflicto con Rusia, Corbyn o
Mélenchon no son lo mismo que Biden o Johnson. Lo mismo ocurre con Scott
Ritten, Pablo Iglesias o John Mearsheimer frente al automatismo maquillado
de una Ursula von der Leyen. De Pedro Sánchez ni hablo, pues es un simple
camarero de la corrección europea, de nuestro servilismo ante un delirio
estadounidense que cree hablar en nombre del bien universal. Ahora bien,
estas elecciones políticas, entre ideologías tan distintas, dependen de una
insurrección personal que debemos mantener contra viento y marea. Nadie va a
brindar cobertura a la vida de cada uno, a nuestra común soledad. Solo a
partir de ella podemos encontrar nuevas comunidades que resistan a la
infamia global, en realidad muy sectaria.
P: – ¿Tiene en proyecto algún nuevo libro ahora mismo?
R: – Ninguno, por ahora me los he prohibido. Estoy muy ocupando en defender
y explicar esos dos libros que, modestia aparte, considero tan necesarios,
Sexo y silencio y En espera.
P: – En alguna ocasión me ha comentado que tiene una mentalidad
«apocalíptica» ante los desafíos actuales. ¿Cómo ve el futuro de la
sociedad, cuando menos la europea? Supongo que Galicia está dentro de este
contexto general. ¿O ve alguna particularidad en nosotros?
R: – La palabra «apocalipsis», etimológicamente, recuerda la idea de revelar
algo desde lo oculto. Pienso que solo una nueva sacudida anímica puede
salvarnos, librándonos también de una envolvente legión de salvadores
profesionales. Para eso habría que atreverse, en algún momento crucial, a
estar solos. ¿Cómo ser optimista en el momento actual, cuando los poderes
establecidos consiguieron una obediencia de masas tan perfecta, sin límites
aparentes? En este punto, no sé si la obediencia toma en España niveles
particularmente apocalípticos. Siento decir que Galicia casi siempre parece
un reflejo melancólico del miedo incrustado en el resto del estado. El
famoso «sentidiño» podría ser una versión hipocondríaca de la servidumbre
que se vende en toda Europa desde el norte, envasada especialmente para los
países vicarios del sur. En pocas partes la obediencia fue tan unánime como
aquí, donde las voces discordantes son tachadas rápidamente de negacionistas
o «hijas de Putin». Es como si la positividad triunfante fuese una verdad
religiosa que solo puede tener herejes, aunque hoy no se les lleve al fuego,
que nos apesta, sino a la invisibilidad y la cancelación. El silencio al que
se condenan las voces disidentes es la cara siniestra y oculta de la
diversión espectacular, conseguida con una alianza temible de mayorías y
minorías, de derecha e izquierda. ¿Se puede dar algún cambio importante en
este panorama de servidumbre interactiva? No parece fácil, pero quién sabe.
La gente vive como hechizada, inmersa en una especie de automatismo anímico,
pero a la vez podría estar aguardando algo. Lo cierto es que hoy en día
apenas conocemos a los vecinos, así que mejor preservar un fondo de duda
optimista.