Dedicado a Olvido G. Valdés, El sentimiento de la vista es -entre otras muchas cosas- un canto a la grandeza escondida de las rutinas. Aunque comentan errores, existen mujeres y hombres inmunes al espectáculo del poder, a esta visibilidad obscenamente tipificada que es la vida pública. Vacunados por una conexión natal con el secreto que parpadea en los sólidos, esta estirpe de humanos a la que pertenece Miguel Casado conspira a favor de la subversión suprema de volver a soñar el mundo con los ojos abiertos, acercando lo visible a lo invisible que lo anima por dentro.

 

Armado de desfallecimiento, volviendo siempre de una país que tiene el corazón en ruinas, el poeta consigue volver a soñar la inercia, el dolor y la alegría pueriles de las situaciones diarias. En un mundo donde las noticias se acumulan como cadáveres, la poesía se hace cargo de la morrena de seres nimios desechados por el calor glacial que nos arrastra. Algunos humanos se quedan con todo, lo grande y lo pequeño, y lo viven como si fuera propio. A la vez, intentan mirarlo como algo ajeno, embarcado en un tránsito extraterrestre. El poeta puede lograr así que la sensación, en palabras de Casado, se transmute en un recuerdo de sensación. Digamos, en un sentimiento que consigue, en su mismo desorden, una peculiar inteligencia. Podría decirse que se llega a soñar el día con los ojos abiertos, mirándolo bajo una luz crepuscular que se cuela incluso en el más seguro mediodía.

El sentimiento de la vista mantiene una buena relación con la banalidad de las apariencias. Su mirar otorga una sabiduría de ida y vuelta: los objetos, dejados caer y perdidos, son recuperados de  nuevo desde el vértigo de una distancia sin nombre. Aparentemente todo sigue igual, pero ha sufrido un desplazamiento milimétrico que le restituye el ser y lo hace respirable. Mirar, escribe Miguel Casado, es «compartir el mundo, las intensidades cambiantes, el aura en que reposan las cosas o se afilan». Se emprende así una cinegética de las apariencias, un clandestino entrenamiento en el sentimiento de la vista. Madrugar, captar el nacimiento del día y su lapso de nitidez entre dos oscuridades. Asistir al principio para reconocer cómo el mundo, incluso las anodinas clases de un instituto, se puede desmontar como un rompecabezas marciano para después reintegrarlo a otra rutina, ligeramente distinta.

 

Tal rutina aparece entonces como un modo genialmente popular de defenderse del asombro y el miedo, del misterio que sigue tomando cuerpo en la inconsciencia de las criaturas. El sentimiento de la vista despliega una profunda gratitud hacia el hecho de que la superficie, la piel de cosas y situaciones, siga su marcha insomne. En este plano ocurre como si lo sagrado fuera solamente lo profano visto con otros ojos: esto es, oído sin el habitual doblaje subtitulado que convierte a lo cotidiano en serial.

 

El poeta habla varias lenguas, pero ante todo dentro de una sola, la natal. Aprende así el «desuso del tiempo», la plenitud de un tiempo muerto que nuestro nihilismo llama vacío, aburrimiento, tristeza o desierto. Lejos de esa sordera, Casado parece musitar: Máquina de vivir, cuéntame otra vez lo que escondes, lo que nunca sé suficientemente de ti. Recuérdame otra vez lo que he sentido en tu tragicomedia. De algún modo, muchas poesías nos susurran que cuando verdaderamente pensamos, cuando conseguimos vivir, sentir o hablar, no lo hacemos jamás con ese mítico ordenador llamado cerebro, sino con un órgano atrasado e infiltrado en el cuerpo. Un órgano que ha de entrar en lo inorgánico de la entropía real, sobreviviendo a la vergüenza, al tedio y el éxtasis de estar en el mundo.

 

Estamos hablando tal vez de una vieja historia que podría ser ésta: cómo ser agente doble, un traidor, pero sin recibir ni un solo céntimo de ninguna Roma. Cómo ser espía siendo solamente pagado por la potencia extranjera que es la verdad de la tierra, de este llano y engañoso latir común. A los amorosos, diría Sabines, no hay vida que les llene, que les tape la boca. Como si para tal estirpe de humanos, caídos en un mundo más alto, hubiera siempre un acontecimiento sin antecedentes que desbordara la norma de toda situación.

 

Imaginemos trabajar en un centro de enseñanza cualquiera. Supongamos tener un oficio que permite, y a la vez oculta, el viejo oficio de vivir, el común estar implicado en su mentirosa comedia compartida. Incluso en medio de tal normalidad, el de Miguel Casado es un libro que vela de manera tan elemental el primer aliento del mundo que puede citar a un Bécquer que ya no parece blando: «La lluvia cae en turbiones y Toledo duerme». El sentimiento de la vista es un libro salvado por su cercanía a la espontaneidad que apenas tiene nombre. Y sin embargo, por esa cercanía, logra nombrar. Esta es acaso una de las claves de esta paradójica «ciencia del ser único» (Barthes) que llamamos poesía: hallar el nombre de las cosas que no han sido bautizadas. Y todo para lograr un modo de habitar la extrañeza de cualquier lugar, para que la supervivencia se convierta en vida. Se trata de lograr una caducidad incorruptible, escribió un día un pensador muy cercano a la ciencia poética.

 

Otra forma de encarar este libro sería hacerse la pregunta: ¿No puedes con el mal, con una banalidad venenosa que no tiene rostro? Pues bien, abrázala, pégate a ella, entra en un cuerpo a cuerpo que impida la hostilidad. Vencer el mal amándolo es tal vez un tipo de misticismo del que ningún hombre corriente se puede librar en algún momento crucial. Quizás lo poesía sólo convierte ese estado de excepción en tarea perpetua.

 

El acontecimiento de lo nimio se confunde así con lo imperceptible: «Aún dura, digo cada vez». Todo esto recuerda lo que Kafka y Benjamin llamarían nada de la revelación: heme aquí, esperando el pequeño lapso por el cual todavía podría entrar un mesías confundido con lo inmundo del mundo. Dondequiera que vayamos, somos el anacoreta de un desierto que nos acompaña como una sombra. Si a veces el hábitat del hombre no es desértico es en virtud de una escucha que encuentra agua en cualquier leve rumor de guijarros.

 

Pero el origen de la vida no sería el agua, sino en el tormento secreto de la materia. El libro de Miguel Casado nos recuerda que es necesario resucitar una y otra vez la poesía como un conocimiento primario del mundo, un tipo de saber que necesitamos para atravesar la costra de las situaciones y encontrar otra vez venas, una sangre que espera. Lograr dolores rítmicos, dice el poeta. Encontrar otro ritmo en lo que ocurre -incluso en lo que no acaba de ocurrir-, una cadencia que redima las cosas con un ligero desajuste con respecto a sí mismas, abriendo el ser de su rutina.

 

¿Lograr la subversión a través de la afirmación? Es posible, pues una tontería que puede ser querida, hasta su eterno retorno, ya no es la misma tontería.

 

Ya solamente el poder de la enumeración, de volver a nombrar, es llamar a los seres esperando algún tipo de respuesta. Como si, igual que la magia, la palabra pudiera todavía llamar, convocar el nombre secreto de las criaturas de un modo que ellas no pueden entonces no responder. Minas de agua, animales, estaciones, hierbas rastreras, colores de invernadero, tumbas, travelling de tiendas con las persianas echadas. Y el círculo de colinas con olivos, y un montón de polvo de ladrillo, casi anaranjado, no lejos de pozos de nieve… Mirándolas, el bien de las cosas resucita dejando atrás su actuación pactada, disimulada. Y así sobreviene, en mitad de nuestra cultura de la elevación espectacular, un oriente del sentido: por fin solas, las situaciones hablan de nuevo, volviendo del abandono de ser inobservadas.

 

Notario de un tiempo que no es nada, nada que podamos saber, el poeta anota la innumerable procesión de los seres para un arca que vendrá después de un silencioso diluvio que no cesa. «Con uniforme azul / barre una mujer las aceras / del jardín, prepara el polvo / para el sorbo de lluvia / que aún no cae». Dios es así, dijo otro poeta: apenas algo más que nada, un simple atender a lo que ocurre sin ruido. Tal vez para el brujo moderno que es el artista lo sagrado es solamente mantener el pulso de una relación moral con lo no humano, eso que aparece vario, mezclado y ajeno a jerarquía. Ahora bien, lo que cuesta es tener dos manos: estar con una en el ruido del mundo y con otra en el secreto del corazón que todavía late, para siempre escondido.

 

Uno de los más graves fenómenos antropológicos y políticos, entre nosotros, consiste precisamente en que ya no tenemos dos manos. Un hemisferio ha sido cubierto por el otro, el corazón ha sido tragado por el cerebro. ¿No es esto lo que significa también, sin decirlo, la famosa palabra cobertura? Que nunca ocurra nada para la que no tengamos un modelo previo. Bajo esta comprensible cobardía, la ironía del poema todavía consiste en saber que, bajo la velocidad inyectada, todo es tan lento que solamente parece una rutina. Nuestro deber moral y político consiste en infiltrarnos en esa rutina, en el cansancio de las sienes -dice Miguel Casado- para lograr que lo real resuene. Como si toda esa inocente contingencia ocurriese con una necesidad remota; tan profunda, que lo necesario no puede más que aparecer bajo la forma del azar.

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