Colaboramos en el mantenimiento de una “sociedad” como si no perteneciéramos a ella, concebimos el mundo como si nosotros mismos no ocupáramos en él una posición determinada, y continuamos envejeciendo como si debiéramos seguir siendo siempre jóvenes. En pocas palabras: vivimos como si ya estuviésemos muertos.

Tiqqun, Teoría del Bloom.

 

Incluso con un bien trenzado frente de exageraciones, estamos probablemente ante la mejor literatura política que hemos conocido en las últimas décadas. A años-luz de la izquierda como fenómeno cultural que engrasa el sistema, cercano a Foucault y a la rabia de Debord, el entorno de Tiqqun tiene la impertinencia de recordarnos la necesidad de pensar lo que solemos dejar para el campo de la religión, una singularidad resistente a la identificación, a convertirse en mero nudo privado de la red social. En el terreno político, Tiqqun y sus herederos invisibles nos obligan a pensar el integrismo de nuestra famosa flexibilidad, este poder algodonoso que hace imposible dar ningún paso sin la cobertura del consenso.

Bajo el orden microfísico que nos protege incluso de nuestra propia intimidad, este medio describe con un humor diabólico lo que nosotros, hijos de la Ilustración, tenemos en común con la derecha a la hora de gestionar el mixto de infinitud y clausura, de multitud e indiferencia, de ética y basura que configura el Imperio que tres cuartas partes de la humanidad ignora, odia o teme. Evolucionando de Heidegger a Blanqui, la resolución de estos jóvenes puede con todo, hasta con su propia complejidad. De ahí que logren en La insurrección que viene una depuración de su mensaje político que enciende las alarmas a ambos lados del Atlántico Norte.

En el estrato de la filosofía política, la estela anónima que comentamos representa acaso la mayor clarividencia de pensamiento que se puede tener sin romper con Marx, ese intocable maestro que nunca sospecha del altar Historia ni de la teleología de su tiempo lanzado. Muy lejos de la histeria antivitalista que nos caracteriza, Tiqqun realiza una combinación explosiva de radicalismo político y percepción bíblica de la existencia. Insertos con detalle en nuestra deriva inmanente, tanto en su fluir sordo como en sus contradicciones y revueltas, esta nueva militancia se plantea en serio, después de empaparse de Benjamin y Agamben, adelantar la catástrofe, precipitar un malestar que por todas partes sienten profundo.

Es normal que algún ápice de inteligencia en los poderes públicos y en los medios haya acabado por prestarles atención. Su propuesta de inseparación es violenta en sí misma, antes incluso de pasar al acto, pues afecta al núcleo de nuestras creencias romper con este dualismo confortable en el que vivimos. Es necesario volver a empezar, dicen, pues hemos errado y el entorno está en ruinas. Y no se hacen reformas en una casa que se cae.

Desde los inicios, hay momentos de Tiqqun que recuerdan al amor fati estoico: Todo lo que es, es bueno. El bien no consiste en otra cosa que en empuñar mal y pasar al otro lado. De ahí que ellos no se sientan libres de ninguna corrupción  y hablen desde el centro de nuestro limbo. Como Spinoza, piensan que el mal no es una sustancia, sino una nada activa. La encantadora «vocación terrorista» que algunos Ministerios les atribuyen no consiste tanto en la elaboración explícita de perspectivas de enfrentamiento, como en el análisis metafísico de esta sociedad. Si recorremos el soberbio «I am what I am» que abre La insurrección que viene, el problema de «orden público» ya está en la despiadada vivisección de nuestra molicie social, mucho antes de que lleguen las propuestas descaradas para la acción.

Ellos vuelven a creer en unos fines con los que someter a la inflación de los medios. El nihilismo no es nada, dicen, pues un solo hombre libre basta para demostrar la libertad. De manera que vuelven a apostar por una verdad que no consiste más que en ponerse en marcha, manteniendo la intensidad estratégica de una forma de vida1. ¿Derecha? ¿Izquierda? Amad el resto, contestan, rechazando ambos bandos. Sólo el resto será salvado. Desde luego, no esperan ya nada de esta combinación de Biopoder y Espectáculo que constituye la normalidad. Y precisamente su absoluta desesperación con esta agonía administrada de nuestra seguridad es, paradójicamente, lo que alimenta una esperanza que les hace doblemente peligrosos. No existe ningún allende geográfico que esté a salvo de nuestra fragmentación metropolitana, de una deconstrucción a la que, como ideología oficial del Imperio, le dedican unas páginas inolvidables2. Sin embargo, al apostar por una ruptura con la política clásica de la izquierda y su gestión de la parálisis, han de buscar ese afuera en una existencia cualquiera que ha pasado adentro, en las mutaciones del entorno automatizado que nos protege.

La verdad está en los lugares comunes, en una inmediatez que ha de prescindir inicialmente de programa. Desde el comunismo latente en las formas de vida se debe volver a pensar un curso ordinario de las cosas que sólo vive de suspender la posibilidad que encierra cada existencia. Lejos del colaboracionismo de la izquierda clásica, tanto parlamentaria como extraparlamentaria, Tiqqun piensa una guerra civil que encarna la «tradición del bien» de los vencidos, un estado de excepción que para algunos siempre ha sido la ley. Se trata entonces de ser capaces de desplegar una cólera que haga advenir la serenidad, la justicia de una redención que alienta en cada latido del tiempo. Tomado el nombre de la Kabbalah, el Tiqqun es que cada acto, cada conducta, cada enunciado, en tanto acontecimiento dotado de sentido, se inscriba por sí mismo en su metafísica propia, en su comunidad, en su partido.

Por tanto, no se defiende aquí otro activismo, más enérgico que otros, sino una acción que recupere cierta sabiduría para la quietud, una piedad hacia el milagro de lo existente. Por eso pueden decir: «El activista se moviliza contra la catástrofe. Pero no hace más que prolongarla. Sus prisas vienen a consumir lo poco de mundo que queda. La respuesta activista a la urgencia reside ella misma en el interior del régimen de la urgencia, sin posibilidad de sustraerse a ella o de interrumpirla»3.

Como ven, no se facilitan las cosas. Para esos herederos tardíos que se llaman Comité Invisible, el problema somos nosotros. Flotando en nuestra indefinición larvaria, en un narcisismo que se conforma con ser una minoría de culto dentro de la alternancia masiva, invertimos simplemente lo que hace la mayoría moral, sin ninguna capacidad política para perforar el suelo unificado del integrismo occidental que arrasa el mundo. Esto ha globalizado una tolerancia hostil en la que somos a la vez víctimas y verdugos. Nos contentamos con ser el ala izquierda del imperio, lo que prolonga el integrismo del vacío hasta el infinito. Frente a tal maquinaria, Tiqqun vuelve a señalar un doble referente que amplía el campo de batalla.

En el plano de la filosofía política, los textos de este medio anónimo expresan, por primera vez en muchos años, la voluntad de discutirle al Occidente actual -desde su corazón, esto es lo inquietante- la interpretación de la época en que nos encontramos. Otros han hecho impagables análisis de nuestro orden social, pero tal vez desde La sociedad del espectáculo nunca nos habíamos encontrado con unos textos que se infiltrasen de esta manera en nuestras vidas, provocando una versión tan violentamente distinta de la normalidad democrática y su alternancia constituyente. Y esto además con una literatura de primera, cargada de hallazgos envenenados. Tanto es así que, al margen incluso del grado de acuerdo que mantengamos con estos escritos, su primera virtud es arrojar una rara incertidumbre acerca del significado de la rutina actual, cosa impensable hace sólo diez años.

En el plano más existencial, los textos del ámbito invisible amenazan con una subversión de nuestros hábitos de pensamiento. Los detalles minuciosos de nuestra vida diaria con que nos asaltan estos agitadores nos permiten percibir de otro modo lo que hasta ayer considerábamos una neutralidad indiscutible. Al descubrir el espíritu del liberalismo existencial que nos sostiene, al mismo tiempo nos proponen las claves de un comunismo existencial que habíamos olvidado. Salvo la Introducción a la guerra civil, sus textos se ahorran largas demostraciones. Parten más bien de la evidencia de la catástrofe y, con una precisión a la que no estamos habituados, actúan a través de imágenes fulgurantes que la retratan. Sólo con leer Teoría del Bloom, aunque no hubiera más signos, ya se podía saber que algo iba a ocurrir, puesto que ahí nuestro mundo se mostraba catastrófico en su normalidad.

En mitad del consenso infinitesimal, este puñado de militantes habla desde el principio como si fueran libres, como si algo exterior les preservase de nuestra parálisis. Llamativamente, presentan la “derrota” de la izquierda como resultado de su sueño más íntimo, un escenario que el progresismo ha diseñado paso a paso. Así pues, dan por supuestas mil luchas sectoriales y se toman la molestia de prolongar el campo de batalla en el terreno del pensamiento, violentando una interpretación que Marx creyó agotada. Por eso, desde la analítica existenciaria de nuestro estado bloomesco, esta indefinición impotente en la que flotamos hasta que se produce un estallido, el blanco directo de sus ataques es la izquierda, desvelando las entrañas dulces de su cáscara amarga, aunque para ello hayan de utilizar a autores de la llamada «revolución conservadora», como Schmitt.

El Comité Invisible mantiene enérgicamente la necesidad fisiológica de una insurrección y, por tanto, no deja de emplear su cólera contra una normalidad que se nutre de un aberrante pacto de silencio. La rabia con la que describen la triste atenuación vital que sostiene ese pacto constituye lo mejor y más virulento de su escritura.

Ahora bien, a la vista de una probable y merecida salida de la clandestinidad -aparte de su éxito en Francia, La insurrección que viene está constituyendo un fenómeno editorial en EEUU- se podrían apuntar algunas zonas de sombra sobre las que algún día habrá que volver. Primero, el edificio occidental no se cae; sea esto bueno o malo, el fin del mundo no se acerca. Tal optimismo insurreccional nace de confundir, no sólo el deseo y la realidad, sino también lo ontológico con lo óntico. Es el hecho de que, a pesar de todo -más por culpa de Heidegger o de Marx que de Agamben-, la metafísica crítica de este medio asombroso sea todavía excesivamente hegeliana, lo que tal vez les impide pensar lo peor, una finitud que discurre invertida en el devenir común, sin necesidad de ninguna violencia manifiesta.

Se ha comentado en algún lugar que, a pesar de su audaz mesianismo, este medio es demasiado occidental todavía y mantiene una mala relación con lo no espectacular, una calma diaria donde parece no haber nada en juego. Y sin embargo, esa «eternidad» común que coexiste con la más breve duración, inconfesable a ninguna escena pública, es la que hace necesaria la Historia oficial como empalizada de defensa. Así pues, si esta casa «se cae», que no lo parece en absoluto, será para poner en pie otra que pronto sería otra vez infame.

Es sencillamente maravilloso que la radicalidad de esta corriente anónima exista como una posibilidad del presente, para poder percibir de otro modo la realidad y empujarnos sin cesar a existir de otro modo. Pero quizás están bien como minoría exquisita, limitados a una labor “crítica” donde no se conforman, y darían un poco de miedo dirigiendo una política positiva.

Necesitamos otra vez héroes, de acuerdo. Pero tal vez esta constelación visible de Tiqqun y su descendencia siga entendiendo el héroe desde el modelo nietzscheano del León. Y el propio Nietzsche advirtió que el León esteba todavía subordinado a una figura más alta de la fuerza y de la inteligencia, un Niño que ya no necesita tener enemigos, ni ser visible, ni emprender gestas ruidosas. Si la singularidad se sostiene apropiándose de su desamparo, ¿por qué este encono en reventar a toda costa la forma actual de lo histórico? ¿Para qué estas prisas, si enseguida vendría otra forma de la infamia? Mal que les pese, con toda su insólita clarividencia, el mejor efecto de Tiqqun y sus herederos es reformista: nos ayudan a entender que el escenario histórico que nos rodea es miserable y provisional. En resumen, nos ayudan a seguir fugándonos de esta religión histórica que al final siempre triunfa. Gracias a Tiqqun y su Comité Invisible podemos volver a entender que la Historia es la pesadilla de la que siempre tenemos que despertar.

 

1. Comité Invisible, La insurrección que viene, Melusina, Barcelona, 2009, pp. 35 ss.

2. Tiqqun, Introducción a la guerra civil, Melusina, Barcelona, 2008, pp. 79-81.

3. Llamamiento y otros fogonazos (Anónimo), Acuarela, Madrid, 2009, p. 50.

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 31 de mayo del 2011

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