No sé si es de lamentar esta respuesta tardía al texto “Viejos y nuevos filósofos” de J. L. Pardo. De un lado, uno llega casi siempre tarde a sus entregas. De otro, tal vez ni él ni nadie tiene muchas prisas en una respuesta, ya que el artículo parecía bastante concluyente. Los lectores de El País conocen a los autores que él cita de oídas, si los conocen, y aprovecharán el artículo de Pardo para confirmarse en sus lecturas más livianas. Esto aparte de que a los argumentos de “Viejos y nuevos filósofos” convenía dejarlos caer (como su autor, en otro sentido, intenta con los pensadores que denuncia) para sacar así la discusión de la urgencia con que nos presiona la trituradora periodística. No fue mala cosa pues tener que retirar esta “respuesta” de la leve crispación, apenas disimulada, con que el citado artículo está escrito. Valga todo esto para justificar, a toro pasado, un retraso que ya no tiene remedio y que difumina esta discusión en el carrusel navideño, justa metáfora de la bruma luminosa que nos paraliza.

Dicho sea de paso, este nihilismo adornado que se avecina, cargado cada año con rutilantes “alternativas”, no deja de recordarnos algo relativo al carácter que puede estar en juego en esta polémica. Es como si a Pardo le separase de esos pensadores el hecho de que ellos son hombres en cierto modo simples, un poco primarios, de “una sola idea”. Como si esta constelación de nombres, cada uno en su complejidad, pensase desde el atavismo de su experiencia (recordemos la virulenta polémica entre Laclau y Žižek). Creen en algo común y elemental que retorna, a lo que hay que ser fiel, en vez de entender el pensamiento como una recolección de las astillas que nos deja un presente dominado por la dispersión. Ellos parecen decir que sobran alternativas, y lo que falta es una decisión que siga un camino (claro que esto suena un poco raro en nuestra mitología del pluralismo). También esta diferencia, en el método de pensar y en la forma de entender el entorno del pensamiento, puede latir en la crítica de Pardo.

Él espera “30 años” para llegar a la conclusión de que estamos ante un “colectivo” que constituye en buena medida la imagen inversa y complementaria de los Nuevos Filósofos franceses. Y no duda, en esta operación inteligente y rápida, en meter en el mismo saco a Badiou, Nancy, Rancière y Žižek. ¿Por qué no Agamben, Tiqqun y otros? Porque una de las virtudes de este artículo es captar ágilmente un término medio, para lo cual algunos casos complejos estorban. Con todo, el argumento puede flaquear allí donde hace hincapié, al ignorar las diferencias profundas entre unos y otros. En “El uso de las distinciones” Rancière ya se tomaba la molestia de marcar distancias con el concepto ontológico fuerte (“la dramaturgia de la superpotencia”) que opone a Agamben, Badiou y Žižek a la democracia, aproximándose de este modo Rancière a Laclau, a quien Pardo tampoco cita. Como si el objetivo fuera directamente las “estrellas” de la filosofía y hubiera que pasar por alto lo que en ellos haya de pensadores serios, tal vez incomprendidos por el mismo público que les aplaude. Žižek tendrá todos los defectos que se quieran (se me ocurren varios), pero no se le puede negar que hasta hace poco hacía textos que daban que pensar. Sin embargo, para una operación sintética como la de Pardo, es necesario hilar rápido y un poco grueso. ¿Se atrevería alguien a hacer en Francia o en Italia un artículo así? Es más bien dudoso, pues allí hay un amplio público que conoce de primera mano a los autores que se citan. Y aquí, lamento decirlo, se puede aprovechar que vivimos en una nación de “segunda mano” donde se publica mucho, se lee muy poco, y miles de “nativos digitales” saben algo de Badiou o Žižek a través de los suplementos semanales de los diarios.

¿Los líderes de este nuevo “comunismo” que tanto inquieta se codean con la Documenta de Kassel, Julian Assange y Lady Gaga? ¿Es esto motivo de “sana envidia” o de animadversión real? Pues si ese comunismo no es de este mundo, o ya ha sido domesticado por él, ¿para qué preocuparse? La zozobra de muchos es desde hace tiempo los Lager, Pol pot, el Gulag y demás centros espectaculares del exterminio. No hay que quitarle peso a esos escenarios del horror de ayer. Pero, ¿por qué no volver la vista a la Gaza y Cisjordania de hoy, al holocausto diario que (con frecuencia sin grandes fotos) se cumple en las poblaciones cautivas de Grecia, Túnez o los mismos EEUU? Es en este punto donde las políticas liberal-socialdemócratas, efectivamente, sí se han mostrado estar muy centradas en este mundo, en su horror organizado. ¿Vamos ahora a angustiarnos porque algunos pensadores mantengan nociones al margen de esta sonriente “organización del espanto” (Panero) que es el travelling medio de un telediario? En realidad, es este resumen sumarísimo del pensamiento visceral, ¿qué pensador se salvaría que no sea un mediocre? ¿También Espósito, García Calvo, Morey, Virno, Alemán, Hard y Vattimo pueden estar coqueteando hoy con algún populismo que nos pueda preocupar?

Incluso suponiendo que esos pensadores padezcan la convergencia cómoda que Pardo denuncia, persistiría una cuestión donde se trastocan los datos. Así como se puede decir que los antiguos “Nuevos filósofos” sí habían sustituido la fiereza del viejo universal “Socialismo” por la fiereza del nuevo universal “Democracia” (el librito de Hazan-Badiou, L’antisémitisme partout, es delicioso al respecto), no es cierto esto para los pensadores que se citan, pues precisamente Laclau y Rancière les acusan, en primer lugar a Agamben, de poner en pie una noción tan ahistórica del acontecimiento que les dificulta pensar las universalidades concretas y la intervención real en el campo de lo positivo. De este modo, se podría acusar a tal colectivo de pensadores de ser nostálgicos… pero no precisamente de ningún sistema particular realizado en el pasado, sino más bien de lo abierto, eso “que se pierde en la medida en que se encuentra” (Lacan). Desde esa fascinación por el ser de la contingencia ellos califican de policial a este orden mundial construido con la alternancia de socialdemocracia europea y conservadurismo estadounidense… o viceversa, como ahora.

El artículo en cuestión es bastante injusto, como todos los resúmenes apresurados. Veamos: Badiou no ha pasado de escribir “graves tratados de ontología matemática” a hacer “himnos corales”; Rancière no ha dejado de ser “historiador de la clase obrera” para hacer “panfleto de gran estilo”… ¿Es un “himno coral” el Elogio del amor de Badiou? A veces, francamente, rozamos la caricatura periodística. Por otra parte, argumenta Pardo, si estos filósofos no han conseguido descollar antes (pero, ¿cómo, si llevan veinte o treinta años en escena?)… habría sido por la sombra de los grandes que les tapaban, Deleuze, Althusser y Derrida. Pero aquí se vuelve a hacer una pirueta, con al menos tres lapsus escondidos. Uno, lo mismo se podía decir de Deleuze, Foucault y Baudrillard en vida de Heidegger, Bataille o Sartre (lo mismo de Hegel en vida de Kant: los pensadores, como los músicos, se crían unos a otros, a veces a contrapelo). Dos, es inexacto decir que las posiciones de estos pensadores vivos se limiten a prolongar la sombra de los anteriores (Badiou, la de Deleuze; Nancy, la de Derrida; Agamben, ¿la de quién?); las diferencias entre Badiou y Deleuze son inmensas y casi explícitas; lo mismo que las de Agamben con Arendt o Foucault. Tres, se olvida que, cuando la sombra de Deleuze y Foucault apenas empezaba a diluirse, ya muchos pensadores (creo recordar que el mismo Lyotard), con el leitmotiv del “pequeño relato” como gran obsesión epistémica, tomaban distancias con la filosofía de los mayores. Esto último, con perdón, recuerda un poco esa sombra inquietante que podíamos ejemplificar en un PP que arroja flores sobre González cuando ya es un cadáver político; sobre Zapatero, cuando ocurre lo mismo. Mutatis mutandis, por la vía de adelgazar todo lo que nos estorba, ¿llegaremos a decir que no hay buen filósofo hasta que está muerto, inactivo en el presente y pasto cómodo de la historiografía erudita?

Así pues, nos podemos temer que lo más preocupante de este texto eficaz, pero apresurado e injusto, no es la cantidad de imprecisiones que oculta, sino el hecho de participar de alguna manera en el desprecio por cualquier investigación radical que mantiene la cultura hegemónica, esta superestructura móvil del presente. Como si nuestro amigo José Luis Pardo explicitara la aversión media a todo lo que tenga un tufillo de asocial, de ontológico o no contextual. De hecho, pasando por alto lo que cada uno de esos pensadores ha rumiado en la soledad de su senda inmanente, Pardo somete a todos ellos a la jaula de oro del contexto. Ahora bien, se ha dicho, algunos acontecimientos, filósofos o literarios, no se explican por el contexto, sino que ellos más bien redefinen el contexto. Desatender esta posibilidad, la de una irrupción que cambie la época con otra hegemonía, ¿no contribuye a bloquear el presente en “alternativas” que sólo prolongan la indiferencia del reemplazo constante?

Se queja también Pardo, y en esto lleva años, de que la filosofía de algunos pensadores que han logrado cierto público se dedique a especulaciones demasiado abstractas, ignorando olímpicamente las realizaciones del bienestar democrático para ocuparse de una ontología del “ser común” y el comunismo que olvida la hilera de desgracias históricas que esas ideas han arrastrado. Creo que a nuestro escritor le molesta tanto esa terquedad de una ontología que se mezcla con el presente, y le disputa a la gestión política su exclusiva, como unas reflexiones políticas sobre lo común o el “comunismo” que parecen ciertamente libres del pasado y alejadas de cualquier realización desastrosa.

La denuncia de la nueva y vieja filosofía, poniéndola en boca de algunos pensadores conocidos del presente (aunque queden fuera ejemplos significativos que desdibujarían el conjunto), puede indicar que lo que resulta verdaderamente incómodo es la misma filosofía, la filosofía como acto de un pensamiento distinto a la venerable reflexión universitaria sobre el pasado, un pensamiento que le disputa al esquematismo de la información la exclusiva de lo que sea el presente… Ya Ortega, en su afán por capturar la época en un ensayismo ligero, ironizaba sobre las pretensiones de toda ontología moderna. ¿Estamos bajo esa afirmación de Agamben según la cual la política realiza la estructura metafísica de Occidente?

Pardo emprende en todo caso una iniciativa a la que nos tiene acostumbrados. En una especie de juicio sumario, resume dos bloques de posturas, simétricos en su inconsistencia, forzando las cosas para meter en una de ellas a toda una estirpe actual de pensadores que le incomoda. Puede después situarse en una admirable posición intermedia, una especie de neutralidad límbica que sería equidistante de un capitalismo y un comunismo que, en su confrontación, explicarían la falta de alternativas. Como otras veces, el profesor intenta darle dimensión filosófica al mito liberal de esta época, a la alternancia perpetua entre lo público y lo privado y la neutralidad del bienestar del Estado-mercado frente las posiciones particulares en liza. En suma, Pardo cree en “algún lugar situado entremedias”, equidistante de las tensiones en curso y la áspera soledad de sus fuerzas anónimas. Todas las otras posiciones fijas, de principio o de fin, serían patológicas, peligrosas, parciales, inmaduras. Ahora bien, si se acusa al comunismo de Nancy o Badiou de no ser de este mundo, ¿a qué mundo pertenece esa acera equidistante? Independientemente de que esta opción del medio sea una caricatura de la filosofía de Deleuze, como lo es parte de nuestra cultura media, ya Žižek, en un texto magnífico de hace veinte años, se tomaba la molestia de insistir en que no existen posiciones no patológicas desde las cuales la “democracia formal” pueda abandonar la parcialidad de ser un régimen de gobierno para erigirse así en un Dios traslúcido sobre la tierra. Ninguna sociedad deja de ser “represiva”, podríamos volver a recordar, ninguna puede evitar el oscurantismo de no ver los instrumentos que le permiten ver y ejercer su fuerza en el mundo.

Para avalar su inequívoca filiación progresista, Pardo no se ahorra epítetos contra los Nuevos Filósofos de antaño. Pero esto no encarna hoy ninguna garantía. Precisamente el poder occidental triunfante es, desde hace tiempo, no el de la reacción derechista “a la madrileña”, sino el de la neutralización, el debilitamiento convergente hacia un centro flotante que supera las duras ideologías de ayer. La mediación como quintaesencia de la clase media y su gestión. Me refiero a esa atenuación existencial, esa deconstrucción de toda intensidad que, en nombre de la conexión perpetua como forma extrema del aislamiento, se ha denunciado como eje metafísico de nuestro imperativo de transparencia. El caso más patente de cómo hoy se ejerce la violencia lo tenemos en Europa, con un sonriente eje Franco-Alemán que, apadrinado por Obama, arroja a la miseria material y anímica, en nombre de la magia blanca de la economía, a millones de europeos del indolente sur. En esta empresa mundial, tanto en América como en Europa, la nueva clase dirigente no es ya la derecha clásica, sino la especulación acéfala de los mercados y la corte cultural que la cubre, incluido el complejo cognitivo-informativo.

Lo incómodo, en el estilo y en el ritmo, es que Pardo parece hablar casi siempre desde el sur, aunque para acabar defendiendo en los momentos clave un Norte matizado por la deconstrucción socialdemócrata. ¿Basta esto para estar a la altura del drama que es el presente en nuestras propias ciudades? Nuestro amigo filósofo parece ignorar que antes y después de la división público-privado y la representación, existe lo común (“soledad común”, dice J. Alemán), una “individuación sin sujeto” que rehace al sujeto y es la potencia creadora de comunidad. Comunidad siempre frágil, pulsando una a una. Absoluto local (Deleuze) que es político en su profunda ambivalencia impolítica. Esta constelación de pensadores tan distintos tienen razón en este punto: únicamente bajando a ese fondo sombrío de lo que irrumpe se pueden crear eventualmente zonas de opacidad en esta biopolítica que combina la economía con la medicina y el espectáculo.

Volvemos a otra cuestión anterior, que es el colmo de las paradojas y que José Luis Pardo pasa por alto. Aunque se equivocaran en todo, este “colectivo” (incluidos los que no se citan) podría seguir representado la posibilidad exterior que nos ayuda a pensar. Curiosamente, la reflexión existencial sobre el presente, es decir, la apuesta clásica (en algún sentido, casi “conservadora”) por un hombre libre de esta velocidad que cuaja la más fija de las prisiones, pertenece a estos mismos pensadores “radicales” que el artículo de Pardo quiere colocar en la acera de una nostálgica y peligrosa ideología. Cada uno a su manera, muy distintas maneras, son Badiou, Nancy, Agamben, Žižek o Rancière quienes se ocupan de indagar qué se conserva de la humanidad, qué coraje de irrupción persiste bajo la precariedad agotadora del espectáculo psicoeconómico del presente. ¿Cómo se puede hacer filosofía hoy en Europa sin atacar esta mundial “vigilancia sin vigilantes” mantenida por la alternancia social-liberal? Más o menos del mismo modo que Deleuze era el “metafísico” de hace treinta años, precisamente por ser el crítico del poder-surf, así estos pensadores incómodos para Pardo cumplen hoy tal función histórica. Jacques Lacan o Eugenio Trías, nada radicales en sus posiciones políticas, también se niegan a creer que la épica y la ética de lo humano (ese Dasein cuya esencia es existencia) se reduzca a este inmenso espectáculo de concentración en que se ha convertido la maquinaria económico-informativa. Tal vez lo que más incomode a Pardo no sea esa supuesta “radicalidad” política, que menosprecia a la socialdemocracia y a la vez no es de “este mundo”, sino una metafísica que relativiza drásticamente el ideal de gestión global en el que ha cristalizado la convergencia de derecha e izquierda, este cinismo medio que descree (¿a lo Bauman?) de todo lo que sea acontecimiento popular y ruptura del consenso de las elites. Tal como sigue ocurriendo, por ejemplo, en la llamada “primavera árabe”.

Solamente una inteligencia de corte no melancólico, desde su elegante distancia cognitiva, puede poner en el mismo plano a los ejecutivos multimillonarios y a los jóvenes en paro que acampan en las plazas. Dicho sea “sin acritud”: ¿no habría una nueva posición de clase, un narcisismo de clase nueva, en esta distancia con respecto a los supuestos extremos, en la ironía ecuménica de Pardo frente a esos supuestos “fenómenos de borde”? El 15M igual a los brokers de Wall street, Finkielkraut igual a Badiou: todo se iguala a X para que algunos sigan en la Y, de radiante clarividencia, que acompaña a los elegidos por el centro y a su visión panóptica sobre el “bárbaro lodazal de la historia”. Al fin y al cabo, parte de estos oscuros pensadores con los que se toman distancias (ante todo, el no citado Agamben) han recordado que las nuevas clases dirigentes, junto a los empresarios cool, son los comunicadores, los expertos y profesores, las estrellas de los derechos humanos (más Bono que Lady Gaga) que les acompañan.

¿Por qué no se realizó esta operación de denuncia “colectiva” antes, para advertirnos a todos del peligro en curso? Porque hay que esperar a que tenga cierto éxito, y alguna dimensión mediática, para que la reserva estatal de la filosofía se inquiete al ver el progresismo oficial en peligro. También, con la distancia tranquila del medio, para poder hacer el resumen que los suplementos culturales exigen. Bajo esto, siento decir que el tono del artículo que comentamos confirma la habitual intolerancia de la cultura que acompaña a la democracia como religión.

José Luis Pardo lleva años defendiendo una acera intermedia que salve filosóficamente el dominio actual de lo público, su política, su doxa. Se podía recordar que ese dominio ilustrado no necesita filosofía, pues su espíritu está hoy en el poder cuasi religioso de su pragmática. ¿Qué política, además, qué socialdemocracia “de este mundo” no participa en el bárbaro lodazal del presente? La gestión socialdemócrata, alterna con la liberal, es la misma que ha creado este marasmo actual. ¿Hay, pues, tanto que salvar? Porque tampoco es de “este mundo” esa visión de lo público, también ignora su propio rastro de sangre. Salvo que entendamos por este mundo la política como gestión, esa “indecisión” perpetua de Zapatero, Sarkozy o Merkel, que deja hacer al “acoso de los mercados”. Casi todos los que se han mostrado pintar algo en la arena de ese mundo, de Blair a Aznar, de Bush a Clinton, pronto han mostrado que mentían en lo peor, como enseguida le ocurrirá al mismo Obama. Entonces, ¿para qué preocuparse por el hecho de que una filosofía tenga realización y pertenezca o no a “este mundo”? ¡Si lo propio de este mundo, tecnologías incluidas, es nadar en una realidad subtitulada que hace obsoletas a sus alternativas en tres días! Tal vez sea esto lo que molesta, que algunos pensadores tengan una sola idea y la desplieguen durante treinta años, como si la democracia parlamentaria, nombre externo del capitalismo real, no hubiera cambiado nada en la vida de la humanidad. Hacen bien entonces estos “jóvenes”, de Agamben a Tiqqun, de Badiou a Žižek, en mantener concepciones filosóficas que mantienen una relación atormentada con el circo mundial y su tiovivo de alternativas. Esto mismo era aproximadamente lo que Arendt exigía para los tiempos que vienen: “Pensar en lo que hacemos”. Es decir, que el pensar (tan distinto al mero conocer) envuelva a la pragmática furiosa del obrar, para la que siempre habrá voluntarios.

Meter en la misma dialéctica a los brokers de Wall street y a los golpeados militantes de Occupy Wall street sólo se puede hacer desde una vieja templanza liberal que, ciertamente, parece que va a tardar en volver a una sociedad que lo ha liquidado todo excepto la fascinación por la liquidez. Pronto la especulación bursátil y la presión depredadora de los derivados harán demasiado ontológico también a Pardo.

Otra cosa que este artículo no perdona a estos pensadores es que de alguna manera influyan en la juventud manteniéndose a su vez joviales, desaliñados, informales. Tampoco en este punto nuestro entrañable ensayista hila muy fino, pues entre la continencia elegante de Agamben o Badiou y el estilo “esquizo-roquero” de Žižek median abismos. Empero, hay algo de cierto en lo que Pardo señala. Todos ellos morirán algún día, seguro, pero, incluso en sus defectos, representan la apuesta por una “afirmación no positiva” (Foucault) que tiene una difícil realización en la costra gestionada de esta mundialización. Lo cual, efectivamente, frente al rancio prototipo universitario, les mantiene (tan distintos entre sí, incluido Vattimo) joviales y cercanos a la inquietud de los pueblos arrojados a la barbarie consensuada de la alternancia.

Por el lado contrario, socialdemócrata o neoliberal, la apuesta exclusiva por la ilusión positiva de la política (lo que Rancière llama policía, lo siento) no puede más que envejecernos, convirtiéndonos gradualmente en patéticos. ¿Tenemos ya edad para esto? Hacer que nos parezcamos cuanto antes a la silueta acartonada de McCartney, más que a la viveza un poco ansiosa de Lennon (aunque él no fuera el máximo ejemplo de genio), no parece del todo envidiable. Como le ocurrió y le ocurrirá a otros, el autor de Tomorrow never knows murió violentamente. Pero eso le puede pasar a cualquiera. Incluso anunciada, la muerte siempre es violenta y, para estar a la altura de su escándalo, tal vez debamos mantener cierta “inmadura” inquietud. Entre otras razones, porque la ausencia de esa jovialidad convierte a la vida en una muerte a plazos, aunque esté vestida de fina ironía.

 

VIEJOS Y NUEVOS FIÓSOFOS

Como dice acertadamente Iván de la Nuez (El comunista manifiesto, EL PAÍS, 11 de noviembre de 2011), parece que asistimos a una resurrección fantasmal del comunismo. Discreta, sin duda, pero pintoresca. ¿Se acuerdan ustedes de aquellos «nuevos filósofos franceses» que en torno a 1977 agitaban el estandarte del anticomunismo (B. H. Lévy, A. Glucksmann, A. Finkielkraut, entre otros)? A casi todo el mundo le resultaban antipáticos, y se admitía en general su mediocridad, su actitud publicitaria y su vanidad. No se les afeaba su condena del Gulag o de la complicidad de los intelectuales de izquierda con el estalinismo, pero se advertía a la legua que sus libros estaban muy lejos de la ambición teórica y de la profundidad de pensamiento que, en el mismo terreno, habían demostrado autores como Raymond Aron o Hannah Arendt: el título de «filósofos» les venía grande, ya que entonces aún no se había forjado el de «intelectuales no melancólicos», sin duda más apropiado a sus pretensiones. El negocio no les ha ido mal; filosofía no han hecho, pero hoy tienen acceso privilegiado al Eliseo y algunos de ellos se desplazan por el mundo en un cómodo jet privado, como Michael Jordan o Madonna (cosa que, obviamente, no escribo con rencor, sino solo con sana envidia).

Pues el caso es que 30 años después estamos ante un colectivo que constituye en buena medida la imagen inversa y complementaria de aquel, el de los «viejos filósofos franceses»: Alain Badiou, Jacques Rancière, quizá Jean-Luc Nancy -aunque este último juega en otra liga-, liderados por el más joven, gritón y agudo de todos ellos, Slavoj Zizek, extraño caso de «filósofo francés» nacido por error en Liubliana bajo el régimen del mariscal Tito, régimen que según Zizek no debemos calificar como «totalitario» (¡qué casualidad, igual que le pasa al de Franco según los historiadores más académicos de nuestro país!), porque esa es una etiqueta ideológica inventada por la propaganda anticomunista, y todos ellos enarbolan la bandera del comunismo. Aunque solo sea por su edad (los tres primeros mencionados están en su séptima década), su bagaje teórico es muy superior al que tenían los «nuevos filósofos» cuando emergieron: Badiou ha escrito graves tratados de ontología matemática, Rancière es historiador de la clase obrera y Nancy un erudito historiador de la filosofía. Si no habían conseguido descollar antes era por la sombra que les hacían algunos gigantes próximos -Deleuze para Badiou, Althusser para Rancière, Derrida para Nancy-, de tal modo que una vez desaparecidas esas figuras ellos han aligerado aquel pesado equipaje teórico (incluido el marxismo más «pesado») igual que un globo aerostático abandona parte de su lastre para poder elevarse, pues tampoco quieren ser intelectuales melancólicos: Badiou sustituye las ecuaciones por himnos corales, Rancière cambia la historia por el panfleto de gran estilo, Nancy ha pasado de la erudición al aforismo poético, y los últimos libros de Zizek son más bien compilaciones fragmentarias, rapidísimas y diversas sobre temas variados sin demasiada ilación argumental, agradable e inteligentemente sazonadas con lúcidos comentarios cinematográficos y chistes siempre oportunos. Y, a diferencia de sus precedentes de derechas, estos le caen bien a todo el mundo.

Los «nuevos filósofos franceses» -que ahora están ya muy envejecidos bajo sus trajes de Armani- viajan en el avión de Sarkozy, pero necesariamente a regiones devastadas o conflictivas (Glucksman a Chechenia, Lévy a Libia, Finkielkraut a Serbia y los tres juntos a Irak), como fantasmas ellos también de un liberalismo que en aquellos pagos es, me temo, recibido con frialdad. En cambio, los «viejos filósofos» comunistas han rejuvenecido desde sus avanzadas edades: no visten ni viajan con mucho lujo, pero es por la misma razón que los dirigentes sindicales no vuelan en primera clase, es decir, no porque su estatus no se lo permita sobradamente, sino porque han de cultivar su imagen pública y cuidar coquetamente cierto desaliño indumentario que, por otra parte, incrementa su aire juvenil. Las fulminantes apariciones del fantasma comunista les llevan a reuniones informales, algo cutres a menudo, a veces al aire libre, pero siempre en los centros neurálgicos del planeta (Wall Street, la Documenta de Kassel, Wikileaks, Princeton, Brasil, China o los grandes festivales artístico-culturales del mundo), en olor de unas multitudes que les aclaman y redifunden ilimitadamente su palabra a través de YouTube y las redes sociales -que, según dicen, son el futuro y la bomba-. Su líder se codea con Julian Assange y con Lady Gaga -lo último de lo último y lo más de lo más respectivamente cada uno en lo suyo, por lo que he leído- y, aunque todavía no tiene el Príncipe de Asturias (está en ello), ya se ha llevado a casa el mismo prestigioso galardón que la Junta de Castilla y León ha otorgado a Julián Marías y a la autora de Leer ‘Lolita’ en Teherán (cosa que también digo, como es evidente, con admiración y manifiesta pelusa).

¿Y cómo se puede ser comunista y sin embargo tan simpático?, se preguntarán ustedes. El truco principal consiste en que su comunismo no es de este mundo; no solo corren un tupido velo sobre su pasado, sino que se desmarcan de todo lo que el comunismo ha sido realmente: la Unión Soviética, el Gulag o la Revolución Cultural de Mao, liberándose así de cualquier contaminación con el bárbaro lodazal de la historia; reclaman, sin embargo, su derecho a conservar con orgullo las insignias de Lenin, de Che Guevara o de Pol Pot, nombres que para ellos no remiten a los comunistas así llamados en este mundo, sino a otros, del otro mundo posible, igual de famosos y heroicos pero convenientemente expurgados de sus crímenes y terrores y convertidos en emblemas de una Ética superior de valores eternos situada no solo más allá del capitalismo, sino también de la democracia formal y del Estado de bienestar, a los que consideran perversos, corrompidos e irreversiblemente fracasados. Y como este comunismo ideal carece de doctrina y de programa (no es más que una apelación a la solidaridad humana y a lo que tenemos en común), ¿quién podría temerlo o refutarlo?

Pero no por ello es del todo inane. Dejando aparte que estos «viejos filósofos» cometen el mismo delito especulativo en el que han incurrido todos los teólogos -exonerar a Dios o a la Idea y cargar las culpas sobre las flaquezas de los miserables mortales que sacrificaron su vida, su felicidad y su virtud en nombre de ese Dios o de esa Idea, cuando son estos últimos los verdaderos culpables-, el efecto práctico de sus arengas solo puede ser una contribución a la globalización de la resignación política: nos enseñan que el capitalismo financiero es real y que el comunismo fantástico es posible, pero sobre todo -y por eso caen tan bien a casi todo el mundo- que la socialdemocracia es imposible (y con ella el Estado de derecho y la ciudadanía), algo sobre lo que parece existir gran consenso y que constituye un alivio para los proyectos de la derecha en el mundo entero, y algo de lo que parecen convencidos incluso los socialdemócratas, dispuestos a admitir su obsolescencia frente a los tecnócratas de Goldman Sachs.

Plantear las alternativas políticas del futuro en los términos «capitalismo / comunismo» (como era la pretensión propagandística de la Internacional estalinista), aunque se trate de un capitalismo de ficciones y de un comunismo de salones, expresa bien la situación política actual -la falta de alternativas- pero resulta equívoco si se olvida que ni el capitalismo ni el comunismo (no al menos el de los «viejos filósofos») son regímenes políticos, por muy real que sea el uno y por muy eterno que sea el otro. Es, en efecto, siniestro tener que pensar el futuro como una opción entre los brokers de la Bolsa de Nueva York y los brokers de las tiendas de campaña que ocupan la acera de enfrente. Pero lo es sobre todo porque solo en algún lugar situado entremedias de ambas aceras -ese lugar que ahora parece haber sido arrollado por el tráfico- tenía sentido lo que hasta ahora habíamos llamado «política». Y para eso, honradamente, no creo que ni los de una acera ni los de la otra, ni los viejos filósofos ni los nuevos, tengan alternativas.

José Luis Pardo (El País, 18 de noviembre de 2011)

Ignacio Castro Rey. Madrid, 11 de diciembre de 2011

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