«La lluvia disminuye. En su lugar una luz blanca, manchas lunares en las avenidas del parque. No sopla viento. Los tres cuerpos de ojos cerrados duermen»

«La historia de amor inmovilizada en el punto culminante de la pasión. En torno suyo, otra historia, la del horror -el hambre y la lepra mezcladas con la humedad pestilente del monzón-, inmovilizada también en su paroxismo cotidiano». La mujer, Ana María Stretter, es como si hubiera nacido de ese horror. Está en medio del horror con una gracia en la que todo se abisma, con un silencio inagotable». Cerca de esa mujer, fascinante por la dulce belleza con la que parece bailar en ese vértigo, giran unos cuantos hombres, entre el éxtasis y la parálisis.

Una sonrisa que no acaba da miedo. Entre adelfas y palmeras de un parque tropical, Duras nos narra la lentitud de los que no van a ningún lado, de aquellos que no pueden escapar, como en algunas pesadillas. Podríamos situar esta obra dentro de un teatro experimental afectado por la inmovilidad, tal vez no muy lejano de algunas composiciones de Beckett. Lentitud, cambios de escenario y luces, vértigo, cuerpos dormidos o bailando, voces y sombras… Voces, una dulzura perniciosa. Su delirio es la vez tranquilo y ardiente. Casi nadie alza la voz, en una constante suavidad que aumenta el espanto. La angustia se desenvuelve en un escenario de altura. Hasta parece que los enrejados de los campos de tenis son parte de esa angustia. Así como el cargo diplomático de casi todos los personajes en el ambiente exótico y miserable de la India.

El amor, también el que ella genera, no puede con el horror. Más bien lo acoge en su seno, lo prolonga hasta una dulzura extraterrestre. La lluvia no se ve. Solo se la puede oír. Como si lloviera en todas partes menos en ese parque excluido de la lluvia. De ahí esos personajes en suspenso, las escenas detenidas, agotadas por una historia anterior de la que poco más sabemos que de su cansancio.

La luz es distinta, parece venir de fuera. Es azul, lunar. Incluso los objetos, la bicicleta roja de Anna María, parecen dar miedo. Pero la música lo inunda todo, como si el conjunto fuera una partitura para interpretar y descifrar. Tal vez para resaltar un misterio de fondo, hay algo de mecánico en esas veladas diplomáticas, en esa coreografía colectiva de bailes, conversaciones entrecortadas y música, gente que entra y sale, que mira en una dirección u otra. Como si todo tuviera un sentido roto o fuera visto en el absurdo, empujadas las escenas que se superponen, las luces que cambian y los personajes y voces que se superponen, por un oculto resorte.

 

Gritan regularmente los mercaderes, hay ladridos de perros, llamadas lejanas. Los rumores de la gente, del viento, de la proliferación vegetal, ayuda a una mezcla onírica de realidad y sueño. Todo ello bajo la lentitud de pesadilla de los ventiladores que no consiguen aliviar un calor infernal. Los que hablan no son nunca los que se ven. Duras busca una discordia de los sentidos, que el horror que cuenta no pueda ni apoyarse en la continuidad de los sentidos. Todas son escenas dislocadas, sin correspondencia, en las que el espectador debe abismarse o poner su hilo. Además, las voces femeninas y masculinas producen un efecto de extrañamiento, de tal modo que nunca podemos descansar en ninguna situación. Hasta los mendigos parecen a veces sentir miedo, tal vez de una miseria moral mayor que el hambre o la lepra.

En realidad, la lepra parece brotar de los corazones de esta gente rica, que nada en una opulencia similar a su vacío. Solo el amor, tensado hasta el paroxismo, parece querer saltar por encima de esa inmovilidad, de esa lentitud que no va a ninguna parte. Finalmente, el amor aumenta la inmovilidad y no puede con nada. Los personajes ni pueden morir. Anna María, sencillamente, desaparece en lo que parece una evasión trágica, pero implícita.

La amo con deseo absoluto. No hay respuesta. Silencio. Cada escena, cada personaje funciona solo, aislado en pensamientos apenas susurrados. Parece que solo la desolación une a esos grumos de vida. Los personajes son expulsados de un obra anterior, El vicecónsul, lo cual tal vez aumenta su aislamiento, a la manera de calcomanías recortadas, pegadas en una superficie extraña. Están como solos. Les separa el cansancio de la noche. A veces hasta los criados cruzan las salas como si no vieran a los invitados. Hay una especie de ceguera, nuestro sentido mayor, que intenta ser suplida por los sonidos, los rumores, algunas frases sueltas, casi caídas.

La luz violeta en la niebla del Delta. Unos lugares se transmutan en otros, en una fluidez cromática y musical del mismo vacío. Con cambios continuos de luces, de músicas, de franjas horarias y de escenas. La opulencia obscena de los decorados, esas rosas traídas todo los días del Nepal, rezuma una desazón que perece duplicar el horror popular de la lepra y el hambre. De hecho, parece haber una complicidad oculta entre Anna María y esa mendiga que les sigue, desde hace diez años, entonando la canción de Savannakhet. Y sin embargo, puede que ese confort autista es el que hace de la India un abismo de indiferencia, donde Los leprosos estallan, como sacos de polvo.

Bruscamente, estallido de la inmovilidad. Una de las cosas que parecen perder a Anna María es que todos -el Joven Agregado, el Vicecónsul…- la adoren, sin nadie que le diga: AmaSal de tu noche (P. Verlaine).

Ella se da a quien quiere tomarla… Cristiana sin Dios. Anna es como una encarnación adorable del vacío. Entre otras mil, hay una frase que le encantaría a Lispector: El latir de tu corazón me da miedo. Pero Lispector, incluso en La hora de la estrella, lleva toda desolación a la carne, a una vida llena de vida. Marguerite Duras no, pues lo deja todo en suspenso. En cierto modo, el magnetismo de India Song, su despiadado vértigo, culmina el nihilismo de la laicidad francesa y europea. Hay una tensión aterradora. Pero nada rompe el tranquilo encanto de la muerte.

No se duerme, se espera la llegada de las tempestades. Me pregunto si, con toda su altura ética y estética, no hay en esta obra una cobardía en el hecho de no dar el giro final, que sí dan Lispector y Weil, hacia un desamparo vuelto hacia lo abierto, trasmutado en cierta inocencia. Hacia una dulzura pueril, que asuma todo el vértigo de vivir dentro y sin embargo no sea terrible. Como esas luces teatrales que cambian, pero hacia una día que acoge y hace fluir la noche. Tal vez la propia Duras reconoce algo de esto cuando al final dice: ¿Cuál es el mal? La inteligencia. Esto es, la inteligencia que no es capaz de volver a una imprescindible necedad.

Ignacio Castro Rey. Picón, 19 de abril de 2022