Fallecido este pasado verano, Jean-Luc Nancy es uno de los filósofo que más han agitado en las últimas décadas las aguas del ansioso bienestar occidental. Desaparecidos hace tiempo Foucault y Deleuze, Lacan y Debord, Nancy es de los pocos -junto con Agamben y Badiou- que han logrado conectar con el eco de las grandes preguntas del siglo anterior. Estamos ante otra herencia de Heidegger y Bataille, de Blanchot. En perpetua discusión con la actualidad de Derrida, Lacoue-Labarthe y Roberto Esposito, el autor de La comunidad desobrada (1987), Ser singular plural (1996) y El ‘hay’ de la relación sexual (2001) no ha cesado de intervenir en los grandes debates filosóficos y políticos europeos.
Ahora, en La frágil piel del mundo (De conatus, 2021), el pensador de la ardua inquietud de lo negativo, deletrea una rápida summa ateológica de sus largas reflexiones anteriores. Los traductores de esta edición, Jordi Massó y Cristina Rodríguez, comienzan recordando que el debate que mantuvieron en 1932 Freud y Einstein acerca de cómo aliviar la agresividad del ser humano, unos instintos de odio y destrucción que siempre han alimentado la guerra, fueron del todo infructuosos. Frente a nuestra secular pulsión destructora, habría que apelar entonces al adversario de esa inclinación, el eros. «Todo lo que engendra, entre los hombres, lazos sentimentales debe reaccionar contra la guerra» (p. 10). Ahora bien, podríamos toparnos con una dificultad añadida -según el propio Nancy- en este pensamiento, pues todo indica que hay un goce erótico en la propia destrucción. Es posible que Lacan, tanto o más que Freud, nos haya advertido de esta temible posibilidad.
Hoy sabemos hasta qué punto aquellos lejanos años treinta ignoraron la propuesta del psicoanalista austríaco. ¿Hubo que esperar unas cuantas décadas para que aquel empeño erótico recuperase el aliento en los movimiento contraculturales de los sesenta? Dudoso. Tal vez debido a la separación capitalista de lo real, Thanatos nos persigue incluso en las propuestas occidentales más cálidas. Al fin y al cabo, desde hace más de veinte años las últimas guerras parecen alentadas por las generaciones que llevaron la imaginación al poder. Mientras tanto con Nancy estamos, simple y llanamente, ante una filosofía que al enfrentarse a una situación catastrófica ofrece como salida evitar todo catastrofismo y «repensar lo común». Ciertamente, ¿no oculta esta angustia por una catástrofe generalizada, un desastre muy anterior a Auschwitz, Hiroshima y Fukushima, la catástrofe que somos nosotros, nuestra normalidad democrática, incluida su preocupación humanista?
Nancy no teme en la catástrofe un simple franqueamiento de la moral o la política, sino de los límites de la existencia y el mundo. Sentido es un concepto clave en este pensamiento, «sentido sin significado». En nuestra voluntad de convertir todo lo que era absoluto en un fenómeno histórico, hemos fijado como fin lo que en realidad no puede tener fin, la circulación infinita de valores, noticias y mercancías. De ahí que a la tecnología le suceda lo mismo que a la economía: se ha convertido en un fin cuando antes no era más que un medio. ¿Tendrá razón la ironía de que al final la religión siempre triunfa, entrando por la ventana lo que hemos expulsado por la puerta? Los males de nuestro tiempo se originan en lo que el filósofo llama catástrofe de sentido. Se ha perdido el sentido del mundo porque éste ha dejado de sentirse, de experimentarse. Y este empobrecimiento de la experiencia no parece fácilmente reversible. De lo absoluto a lo social, de lo existencial a la ficción cultural, de lo real -que siempre regresa- a una circulación sin fin de la información, somos rehenes de un mañana que nunca llega. La misma diversidad que nos salva de una singularidad de ser que asusta, es la que nos anestesia lentamente con la metástasis de los simulacros. El olvido de la filosofía, otro de los títulos de Nancy, proviene de la incapacidad para pensar el don del presente, el presente que nos hace el presente.
No es tan extraño que para restañar la herida de este presente que supura planes, proyecciones y fines, rehuyendo el sentido sin significado, haya que empezar por sentir de nuevo. «El sentido del que estamos a cargo… pide de nuevo lo sensible». El problema es que sentir nos hace responsables de un secreto, y hoy nadie quiere estar a solas con nada, menos todavía con algo parecido a una sombra. Nancy insiste, no lejos de Pascal, en que conectarnos con las cosas, cuidar la frágil piel del mundo, exige un espíritu, aquello «que surge siempre de improviso y sin identidad». Es lo imposible de Bataille, que desafía toda identificación, cualquier reconocimiento o asimilación. Estamos en el territorio de una amarga aspereza, pero lo único que puede curarnos de la impotencia -por todas partes inyectada- es otra relación con la imposibilidad. Curarnos de la neurosis con otro modo de habitar lo trágico. Para Nancy el concepto de estima es lo contrario de la estimación calculadora: se dirige a lo singular y a su manera inesperada de venir a la presencia, sea ésta flor, rostro o timbre afectivo.
Es cierto que la paz no está a la vuelta de la esquina. Si la toxicidad aumenta, química, reactiva, financiera o moral (p. 25) -también informativa y política- nada tiene de catastrofista ni de apocalíptico el pensar que la existencia como tal pueda ser llevada ante su propia fugacidad y finitud. Es incluso ahí donde adquiere su valor infinito. El hombre supera infinitamente al hombre, recuerda Nancy citando a Pascal. No obstante, parece que ante el reto de esta inmortalidad de una finitud recobrada nos refugiamos en lo que algunos han llamado un «presentismo» (p. 31). Es el consuelo de una falsa inmediatez guiada por el estrés del recambio. No lejos ahora de Virilio, Nancy recuerda que no hay avance sin pérdida: por poner un ejemplo, nuestra orgullosa longevidad ha aumentado a la vez la fragilidad de la vida humana. Ocurre como si la labilidad de la infancia y la vejez se cerniesen a la vez sobre una edad adulta que ha perdido los símbolos de cualquier duración.
Con Rimbaud, debíamos aspirar a una eternidad recobrada. No se trata de instalarse en el presente. Su don no es un don de estancia, de estabilidad, de estatua. Ni la Realidad ni la Nada -recuerda Nancy- preceden o suceden al mundo, pues el espacio-tiempo no se hunde en un espacio-tiempo distinto. No hay afuera, salvo dentro (p. 33). En la ingeniería genética de nuestra cultura, el dominio del tiempo es el rasgo característico. Allí donde otras civilizaciones envolvieron el tiempo en una permanencia, la occidental puso en marcha un control de la sucesión. Nos sentimos irresistiblemente tentados a objetar que es inadmisible que el hombre vaya a desaparecer y, junto con él, también la vida y la naturaleza. Ahora bien, ¿por qué no sería admisible esta catástrofe final? (p. 43). El tema heideggeriano del uso (Brauch) del hombre por el ser sigue ahí. Nos subleva la ignominia de una justicia y de una negación de la humanidad que forman parte del despliegue de la potencia, pero después de eso nada debe ser excluido.
La crítica de un espectáculo que se ha confundido con la banalidad cotidiana, de una circulación infinita de las mercancías que ha alcanzado al propio material humano, es constante en Nancy. Estamos siendo empleados (gebraucht) y utilizados, somos puestos en juego, no ya por ningún amo, por ninguna significación, sino por nuestro mero estar en juego (p. 46). Somos explotados, gozados por un infinito que no es ni un sujeto ni un propósito, no me destina a nada y no saca de mí provecho alguno. Un pensador del pasado siglo ya advirtió: «El fuego ya no procede de los cañones, sino que se ha vuelto absoluto». ¿Porque se confunde con las escenas donde creemos encontrar un momento de paz social?
La piel, tan cara a Malaparte, se refiere tanto a las personas como a las membranas de cualquier ser. Ponerse en la piel de alguien, dejarse la piel por alguien. Tanto el alma como el cuerpo pueden sentirse bien o mal en la propia piel, salvando o no el pellejo. No es metáfora ni metonimia, la piel es precisamente aquello por donde comienza y acaba una presencia en el mundo (p. 129). Es por sí misma un órgano, pero un órgano que excede la organicidad. Es el órgano del cuerpo sin órganos, por retomar una expresión de Artaud. Cualquier cuerpo exterior participa de lo que deberíamos atrevernos a llamar transpiración de las pieles. Estas no son estancas entre sí, sino porosas por definición orgánica. La piel es un lugar de paso, de tránsito y transporte, de tráfico y transacción. Es eréctil, horripilante, trémula, retráctil, sedosa, lubrificante, estremecida… Encontramos entonces, a través del continuum de las pieles, como un erotismo de la promiscuidad. La piel se vuelve cristalino, tímpano, lengua, vagina, vulva, olfato, mucosa, papila. Traduce, traiciona, transpira, rezuma singularidad. Es la resonancia potente y frágil de todo lo que suscita una forma o una tonalidad de existencia (p. 132). La piel expresa una copertenencia sin cohesión, una comunidad sin identidad. Es mucho más frágil que lo que es desde siempre frágil, pues todo toca en ella los límites.
El mundo mismo es la insignificancia de lo que acaece: lo que es el caso (der Fall, dice Wittgenstein), lo que ocurre, lo que cae (fallen). Nuestros contactos, nuestras miradas, nuestros alientos, nuestros movimientos, mediante envíos de una piel a otra -desde la del insecto que se pasea alrededor de mi pantalla hasta la del personaje de El Bosco reproducido en ese cristal- no deja de ir de piel en piel, no quedando nunca envuelto en nada. Tampoco se transforma en interfaces conectadas, interactivas en la programación de un enorme animal-máquina. Los propios nombres democracia, nación, incluso sociedad caducarán quizás como ya ha caducado «política», que actualmente quiere decir todo y no quiere decir nada (p. 137).
¿Qué es una singularidad? Es lo que no tiene lugar más que una vez, en un único lugar. Constituye una excepción, no una particularidad que se clasifica en un género. Singular es el Dasein, lo existente que no tiene lugar más que je–mein -cada vez mío-, de ahí que el ideal de posesión sea un espejismo. La piel me entrega a cualquier influencia, de modo que el narcisismo del Yo, que constituye la base local del espectáculo global, es una falsificación de lo humano. Singuli, en latín, no puede decirse más que en plural. Si lo singular es atélico, sin telos externo, es porque carece de metas: lo tiene todo dentro, brotando de su propio fondo sombrío. De ahí su cumplimiento sin fin, sine die. Hay ciertamente algo inmortal en la intensidad de ser mortal, pues el vértigo de la muerte no cesa. De ahí esa negatividad sin empleo que Nancy recoge de Bataille, un sentido sin significación. De ahí también que «sujeto» sea aplicable a todo ente, sustancia material o ser-para-sí. Cada cosa es una ocasión, una ocurrencia, una oportunidad, un encuentro. Una buena o mala hora, un kairós.
Es preciso inventar un pensamiento de las orillas, de las riberas, de sus bordes y sus límites. Un pensamiento de la existencia, inmortal en su finitud. ¿Es esto pedir demasiado? Si lo es, será por nuestra incapacidad para vivir el secreto de las horas, eso que Clarice Lispector de manera impresionante denomina «la inconsciencia creadora del mundo» (p. 33). No lejos de Benjamin, Nancy reclama un sentir que detenga el tren de la historia, una especie de concentración sensorial del acaecer. Uno de los motivos de fondo de este libro es una ética del presente absoluto, de una proximidad que recomenzaría por la atención, por el cuidado. Una ética del umbral, una disciplina de lo incierto exige atreverse a sentir de nuevo, dejando que el sentido envuelva a los significados. Hay que volver otra vez a la fragilidad de una piel siempre expuesta a lo que viene de fuera.
La frágil piel del mundo deja entrever un cierto erotismo de lo negativo. No olvidemos que ser cosmopolita no exige tanto viajar todo el día, y hablar cuatro lenguas, como atreverse a vivir una intensidad que siempre es singular. El obstáculo para esta impertinente sentimentalidad que Nancy defiende solo es una fe en la técnica que Heidegger, Valéry o Günther Anders han denunciado, y que no hemos atendido.
Ignacio Castro Rey. Picón, 2 de octubre de 2021