Querido E.,

No te atormentes, Ética del desorden es muy difícil y a mí también me cuesta. Cada vez que lo abro veo cosas que ni recordaba que había escrito. Fue un lento y largo viaje donde intenté darle forma paciente a lo vivido y sentido durante décadas. Soy en ese libro original o preocupante solo si se lo lee desde la doxa de esta época, su ideología más inerte. De algún modo escandaloso mi libro no descubre nada nuevo, pues se limita a recorrer un rastro de sentido real que viene de muy atrás. Sentido, es cierto, tapado por unos cuantos santos laicos (Kant entre ellos) que, caricaturizados en consignas, nos impiden desde hace tiempo pensar. Y lo que es peor, oír y mirar.

Creo que, con los inevitables y humanos prejuicios, Carreño hace muy buenas preguntas desde el corazón del libro, que captó a vuelapluma. No en vano fue uno de sus pocos correctores.

Nada de irracionalismo, en efecto. Es otro modo de razonar el que defiendo, que está (como muestran esas más de cuatrocientas notas) en Leibniz, en Agamben y en Platón. En Descartes y Spinoza. En Nietzsche y en una amplia literatura, de Machado a Blake, de Borges y Joyce a Lispector. Por supuesto, también en el sabio Pessoa.

A los críticos que dicen que siempre digo lo mismo les respondo que son ellos los que siempre escuchan lo mismo, encerrados en una trinchera inamovible. Desde ella eso que oyen, que no les gusta nada ni les mueve a hacerse preguntas, resuena de la misma forma. Es como el alumno que te dice: «Profe, es que esas hojas repiten siempre lo mismo». Es para contestarles: es para ti lo mismo porque nunca has entrado en ellas, en sus mil matices. Desde fuera, suena a un chino que repite la misma letanía, incomprensible y cansina. Pero es cierto sectarismo, una especie de racismo sensorial el que crea ese espejismo.

Después, dos cosas más. En el fondo, sí defiendo otra ética, otra idea de una vida «mejor». Aunque enlazada, nada lejos de Lacan, al coraje estoico de empuñar los signos de lo que realmente ha ocurrido. Nada de fatalismo, pues. Como decía Deleuze, incluso una tontería entendida, querida en su «eterno retorno», ya no es la misma tontería.

Creo que no hay nada en mi libro de una espera de lo peor. Todo lo contrario. Intenté combatir el mal desde el corazón interno del mal, sin ninguna prisa en poner el mal en los otros, sustancializado en un semblante externo (los rusos, los chinos, los islamistas) que a nosotros nos deja absueltos.

Hace pocos días una amiga me dijo algo que en principio no me sonó bien, aunque ahora sí. Me dijo que mi libro era muy alegre y todo un «antídoto contra el suicidio». Creo que ahora lo entiendo. Tuve que bajar a las marismas del mal, una irremediable condición mortal que nos asusta, para desde ahí levantar un bien que no se derrumbe al primer golpe de viento. Esta vía forma parte (fíjate en las notas) de una venerable tradición occidental y oriental, aunque hoy es tapada entre nosotros por una huida hacia adelante que no podría traer más que consecuencias funestas.

Creo que hasta casi lo decía Freud, aunque tengo mejor relación con Lacan: Todo lo rechazado por mortal volverá algún día como algo letal. Pero antes habrá signos, que nos permitirán tomar medidas y cambiar. Quien no lo haga, que cruce los dedos y se encomiende a su dios.

Seguimos conversando el lunes, a las ocho y media. Gracias por ese heroico esfuerzo de honestidad. Pero date tiempo, por favor, yo también lo necesito.

Un abrazo,

Ignacio

Madrid, 10 de marzo de 2018