Muchas gracias, P., y perdona la tardanza en contestar. Sí, es posible que la adoración por el impacto del acontecimiento, ese genial simulacro en alta definición del evento real, sea la tecnología punta que utilizamos para apartarnos de lo real.

 

Tampoco estamos en desacuerdo en que la ambivalencia salvífica (que nos salvaría de tanta salvación inyectada) está en las palabras,  en las cosas envueltas por palabras, en las palabras que convocan a las cosas. Precisamente una de las diferencias entre lo real que algunos defendemos y la realidad que nos vende el espectáculo es que lo primero implica al verbo (a ese verbo que «era en el principio») y el impacto que nos vende el simulacro desaloja a la vez las palabras y las cosas, sustituyendo al aura de la presencia, su palabra interior, por el impacto encadenado, con efectos especiales y en 3D.

 

Llevo años trabajando en esto, pero requería unas cuantas líneas. La tierra, la existencia, es algo que se encuentra al otro lado de la palabra, en la consumación (poética o común) del lenguaje. Si nos falta tierra y territorio, y yo creo que nos falta, es porque nos faltan a la vez palabras que le den sentido a la tierra. A cambio, tenemos efectos especiales… Es cierto que no hay hechos sin lenguaje y el pragmatismo que nos vende tanto hecho pretendidamente rotundo e indiscutible nos está vendiendo a la vez palabras castradas, que se adaptan a la corteza de lo visible.

 

Pero sí que hay una posible diferencia, que no tendría por qué haber… o que tal vez es un equívoco de lenguaje. La tierra sí existe: es un absoluto en el que nacemos, amamos, morimos y nos entierran. Mucho antes de eso, podemos tropezar y sangrar en cualquier roca. La exterioridad terrenal no es un invento nuestro, sino de la palabra que no es nuestra, la palabra que tiene lo más lejano dentro. La palabra, que está en el principio en las cosas mismas, sostiene la exterioridad del mundo.

 

La tierra sólo es la encarnación geográfica de la palabra, una palabra que también es cuerpo y cosa. Cosas y palabras son dos caras de la misma moneda, dos atributos de la misma sustancia. Y desde luego, el lenguaje no es del hombre. Por eso nos pasamos la vida descubriéndolo y reviviendo el mundo en las palabras. La primera lengua no es la materna, sino una corriente de silencio, sonidos y ecos quebrados que está en los entresijos de cualquier lenguaje. De hecho, quien habla bien una lengua (y hoy encontramos muchos charlatanes y muy poco oradores) es porque tiene buena relación con sus grietas, ese silencio terrenal del cual se alimenta todo lenguaje.

 

Estos días he pensado que hasta lo «arbitrario» (Saussure) del signo, noción que es inseparable de una lingüística que separa el lenguaje humano de las cosas sin lenguaje; quiero decir, ese aparente absurdo de llamarle silla a algo que podía llamarse de otro modo (que de hecho se llama de muchos otros modos), es un signo de la extrañeza de las cosas, del hecho de que los sólidos descansan en lo más inane del mundo, llámesele a eso palabra o pensamiento.

 

Bueno, gracias por iniciar esto. Pero es para tomarse unas cañas. Hoy o mañana te llegará una convocatoria que puede estar muy bien: hablo con una monja zen este viernes. Me encantaría vernos por allí y que además difundas la convocatoria.

 

Hablamos,

Ignacio

 

Madrid, 9 de marzo de 2011