O que arde (Oliver Laxe, 2019) es una película que hay que ver. Aunque solo sea porque tiene «poco que ver» con las facilidades que corren por estos pagos, tanto de factura nacional como extranjera. Se podría decir casi, como ocurre en Paterson y algunas otras obras, sean de Guerín, Lois Patiño o Mercedes Álvarez, pero muy distinta a todas ellas, que la de Laxe es una película sobre nada, acerca de la niebla lenta que es la vida humana. Esto obliga a una atención constante para no perderse ningún detalle, aspectos a veces insignificantes en los que se juega el conjunto de la historia. Si es que se puede hablar de historia en este caso, dado que lo narrado roza de continuo lo inane, el ser lento de la especie humana y de la tierra.

No obstante, no sería justo volver a hablar de los portentosos primeros cinco minutos, efectivamente una inolvidable expresión de la extrañeza que es vivir en la tierra, entre su misteriosa vida vegetal y la maquinaria (el fuego, las palas mecánicas, el estruendo de las motosierras) que los hombres han puesto en marcha para destrozarla. Lo que viene después de esos primeros minutos, aunque en otro registro menos impactante, sigue a la altura de la naturaleza extraterrestre de la vida terrenal que se intuye al comienzo. Muy lejos de nuestro habitual determinismo newtoniano, la fotografía de Mauro Herce ayuda a mostrar la naturaleza, todavía potente en la región alejada de Os Ancares, como aquello que ama esconderse. Casi a la manera de la inexistencia como tal, una «desaparición en marcha» que un raro monje empleaba para hablar de Dios. El Deus sive natura de Spinoza, quizás.

Fijémonos: «No se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva; es preciso que la desaparición continúe viva: éste es el secreto del arte y de la seducción». En una reciente charla madrileña en torno a Baudrillard se hablaba de su desprecio por la estética, su desprecio de la anulación estética del mundo, del complot estético contra lo real. Pues bien, la película de Laxe es fiel a este programa de un Baudrillard sin doctrina, manteniendo un suspense ontológico sobre lo que es real y lo que es irreal. Como si la vida fuera un sueño, dirían Calderón o Shakespeare. Un sueño soñado por un idiota que gira dentro de otro sueño.

Que en esta ocasión Laxe haya escogido actores no profesionales (Amador Arias hace de Amador, Benedicta Sánchez hace de Benedicta) resalta probablemente la voluntad de ceñirse a la literalidad de lo real, una realidad terrenal donde el misterio, muy por debajo de nuestra cobertura de la imagen y el reconocimiento, se funde con la biografía de los nombres propios.

Amador. Lo de menos es que sea culpable o no, que sea o no el pirómano que las autoridades, y la mitad de la población rural que le circunda, aseguran. Es tal su sufrimiento mudo, su catatonia ante la lentitud de todas las cosas en un universo campesino al borde de la anomia (la madre ya mayor y torpe, la vaca que se lastima en un charco, la perra Luna y su mutismo que no ladra, el escepticismo ante el turismo que no llega) que parece que Amador no tuviera alma.

Ocurre exactamente lo contrario. Es él el que arde, antes y después del monte. Arde con un rescoldo que no crepita en llamas, pero su lento y mudo carácter, que hace mucho que le puso en la diana del sempiterno odio social (implacable incluso en la dulce Galicia), no deja de quemarse lentamente con la muerte lenta de todas las cosas. La parálisis de Amador es el reflejo psíquico de una decadencia rural congelada. «No es mal tipo, pero no lo tuvo fácil», dice su vecino Inazio antes de encolerizarse contra él al sospechar su protagonismo en el último incendio. Y todo esto porque, sumado a su fama, el día del incendio Amador se ausenta de casa y hace un pequeño viaje sin ilusiones claras. Su única tímida iniciativa le vuelve otra vez sospechoso. Cría tu fama y échate a dormir.

Cuando Amador se interesa, a su manera sombría, por la veterinaria que cuida y ama a los animales, también a su vaca herida, se limita a ir a verla a un bar de Navia, donde se clava en una mesa sin apenas mirarla. Hasta que ella se acerca. «¿Ya te hablaron de mí, no?», dice un hombre desesperanzado. «Sí, pero ya sabes cómo es la gente», contesta ella. Los dos parecen unidos por cierto amor callado hacia el silencio, los matices, los animales y las pequeñas cosas. Pero esa atracción tampoco puede llegar a nada. Amador moriría antes de dar un paso en ninguna dirección: su piedad hacia los seres es pasiva, casi nihilista, como la de esos perros acostados bajo el sol de México. Cuesta imaginarlo, por ningún rencor, corriendo a quemar el monte.

Es posible que el tema de esta película no sea tanto el incendio de los montes como el incendio que es el alma del hombre. Quiero decir, el fuego que queda donde todavía hay entrañas. El incendio, la violencia que es todavía tener vida interior en un mundo más o menos desalmado. El silencio, la tristeza, el tormento mudo de Amador parece anterior a la inhibición ante la sospecha generalizada que ha caído sobre él. Es como si ya tuviese una marca natal que le lleva a sufrirlo todo con resignación, antes ya del primer golpe, de la primera humillación. Ni siquiera cuando Inazio le golpea se defiende. Pero no porque sea o se sienta culpable, cosa de la que nada se dice y nada nos importa, sino porque ha abandonado toda esperanza o interés en explicarse. Es como el fatalismo de siempre en Galicia, pasado ahora por el vaciamiento del campo en una cultura (gallega y española) que odia, también en versión folclórica Almodóvar, todo lo que sean raíces.

A todo esto, pero es lo de menos, no se sabe si Laxe conoce bien los pormenores de ese trasfondo de fuego en el orbe rural. No se sabe tampoco si distingue bien los eucaliptos, protagonistas de las soberbias escenas iniciales (y casi ausentes, por cierto, en Ancares), de los pinos, los castaños y los robles. El caso es que, con el nombre de España o Galicia, esta nación ha vaciado el campo, dejando solos a los campesinos en una tierra abandonada a su suerte. Las subvenciones europeas del Norte han incentivado en el Sur el desarraigo, sea del castaño, la leche, el trigo o los olivos. No es extraño entonces que al crecimiento de la maleza, antes imposible en un campo poblado y cuidado, se le sume el rencor de quienes se sienten el último eslabón del espectáculo social. El fuego, por fin, hace espectaculares también a las afueras, esa campiña reconvertida en un turismo rural al que no todos los campesinos (por ejemplo, Amador) quieren sumarse como camareros o prostitutas.

No conocemos el caso de California o Australia, tierras también asoladas por el fuego. En Grecia, Portugal y parte de España (Euskadi y Cataluña son otra historia) hemos vaciado el campo en aras del espectáculo terciario de las grandes urbes. Es lo que se llama una nación en «vías de desarrollo», o sea, que tiene que odiar con prisa su pasado. Esto también lo ha subvencionado el norte, que necesita mano de obra barata en el sur. El fuego solo viene a poner una solución final y terrorista a una odio larvado a todo lo rural que, estimulado por el mito del Desarrollo, también es terrorista, aunque sea a través de la gentrificación turística.

Una última cosa. Cabe decir, en el Debe de este trabajo de Laxe, solo una pequeña duda, no sabemos si crítica. Estamos rodeados en general, en la mayoría de la literatura y el cine que nos aburren, de un exceso de estructura narrativa y un defecto en la supuesta materia prima que se cuenta. Es el caso reciente de 1917 y tal vez Los parásitos, donde la solidez «profesional» de la forma, dirigida al éxito y los premios, se traga un contenido muy endeble, casi inexistente. Aquí, en cierto modo, ocurre lo contrario. Laxe tiene mucho que contar, pero es como si descuidase un poco la estructura narrativa, que a veces tiende a lo evanescente, al desmayo, recreándose excesivamente en la nada fundamental que aborda: el alma de unos humanos (Benedicta, Amador) que callan, porque todavía sienten en un mundo donde el corazón desaparece. Por tanto, esos seres protagonistas de esta historia sin héroes no pueden participar en el circo que inunda, con un fuego primero y más peligroso, todas las esquinas.

En otra palabras, ocurre como si en Lo que arde la intensidad de los momentos sin narración se tragase un poco a la estructura narrativa. En el lenguaje de Barthes, la continuidad del Studium es horadada por la discontinuidad mágica y alucinada del punctum. Pero en realidad, fíjense bien, estamos brindando un último elogio. Laxe tiene tanto que contar que le tiembla el pulso a la hora de darle a su historia la coherencia gremial del oficio. Un poco lo que le pasa a Pasolini o Malick, a Walser o Lispector. Difícilmente, tal como es de aburrida nuestra alta definición, podríamos encontrarnos con un defecto mejor.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 21 de febrero de 2020