Prólogo a la segunda edición
Treinta años después

¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo
M. Rilke

 

Experimentar consigo mismo como una cobaya. Ser un extraño para sí, mantenerse lejos, a la vez desdoblado y concentrado. Tratarse de usted. Así fue aquello. Sumergirse en el silencio del mundo y preparar una revolución que ya sólo podía reiniciarse con la aceptación. Dolorosamente pendiente, la liberación tenía que recomenzar olvidando el mito de emanciparse de nuestra minoría de edad para ingresar en el interior de las cadenas. Hubo que echarle algo más que valor y humor a aquello. Las páginas que siguen son necesariamente impúdicas. ¿Debo yo leer esto?, se pregunta una amiga a la que no le escandaliza casi nada. Si el lector busca un libro sensato y decente, todavía está a tiempo de dejar éste.

 

Uno puede llegar a entender la política exterior inglesa. Es mucho más difícil remontarse al laberinto de algunas decisiones cruciales que nos cambiaron la vida. Puedes llevar treinta años dándole vueltas a aquel largo periodo montañés de los años ochenta y seguir perplejo. ¿Yo hice eso? ¿Por qué? Mientras España cambiaba la fiebre o el temor de la revolución por el espectáculo democrático, la sexualidad y la movida, uno (parte de cierta generación afortunada que ya estaba harta del cóctel hedonista) se vio obligado a aplicarse a sí mismo una especie de Protocolo de Quieto.

 

Crónica de un viaje interminable que todavía sigue, Mil días desmenuza los recovecos de una decisión que no fue reflexivamente elegida; ni vino de improviso ni pudo evitarse. Por un lado, la cabaña en Roxe de Sebes encarna la figura romántica de un descarnado retiro sin el cual los humanos, en algún momento cardinal de sus vidas, no pueden sobrevivir. En tal sentido, este es un libro para cualquiera. Por otro lado, compone el dietario de una aventura que, literalmente, no tiene nada que ver con las tibias experiencias naturalistas intentadas en estos y otros pagos.

 

Tampoco se podría intentar hoy algo así, ni siquiera con estupefacientes. Entonces hubo que hacerlo. Y al descubierto, sin ninguna protección intelectual, social o tecnológica. La iniciativa iba por delante de cualquier conciencia de ella. No obstante, es necesario rendir un tributo particular: digan lo que digan los radicales ilustrados (si tal oxímoron tiene algún sentido), cuando el orbe se hunde solo queda solo la comunidad primaria de la familia. Ni siquiera los amigos, a quienes fue necesario apartar de aquel encarnizamiento. Era imperativo tener las manos libres para una cirugía invasiva, que tenía que prescindir de las habituales coacciones del afecto. Padres, hermanas y cuñados lo brindaron, pero sin pedir nada a cambio. Mi eterna gratitud por esa entrega.

 

Entretanto se comprueba que, bajo nuestra decadencia a fuego lento, jamás se ha dado una humanidad que odie tanto la tierra. El signo de esta penosa mutación antropológica en el Primer Mundo no es tanto que los jabalíes bajen de la montaña a buscar basura en las afueras urbanas como que suba la visibilidad de nuestras mascotas, dignos representantes de la catatonia caprichosa que nos invade. El ecologismo, más o menos juvenil, le ha puesto una nota de color a esta huida de la elite urbana ante cualquier naturaleza, a la fuerza salvaje. Empezando por la que habita en nuestro cuerpo, en sus sentimientos y afectos. Estamos rodeados de consensuadas luchas ficticias que deben ocultar que hemos sepultado la lucha, cualquier relación con la negatividad, la contradicción o el peligro. Tendemos a un ideal de seguridad (el más peligroso del mundo) que consiste en no dar ya la vida por nada, ni siquiera por la propia existencia. De ahí el aire divertido, provocativo y turístico en el que terminan nuestras iniciativas civiles, también las más alternativas. Lo peor que puede pasar, cuando se es suficientemente apocalíptico, es quedarse corto y no haber previsto la voluntad integral de una amenaza polimorfa que estaba en marcha.

 

 

Madrid, marzo de 2019