A pesar del aburrimiento programado en serie, vivimos rodeados de seísmos ocultos. No solo un mar embravecido rodea la rutina inconsciente de las ciudades, también un océano se agita todavía en cada ser humano. La ciudad nos defiende del volcán que somos, pero este prohibicionismo civil no garantiza más que un aplazamiento, desarmando la hora inevitable de volver a una penumbra natal. No es fácil viajar con un muerto en vida, de acuerdo. Con alguien que, además, sobrevive a su desaparición. Pero no hacerlo así no sería viajar, pues la desnuda cuantificación diurna nos aparta del espectro que habita en la magia de los lugares.
Así pues, bendita sea la barbarie de unos cuerpos que jamás sabrán de sí mismos. Están poseídos, incluso en sus rutinas, por una lejanía que no pueden gobernar. Un accidente en el baño. Una huella ensangrentada de la mejilla en las baldosas blancas. Cualquier accidente sirve para que comience una historia, la narración que suspenda el sentido. Sin un dolor imprevisto, rayano en lo intolerable, no habría mucho que contar. Aunque comenzásemos con una ficticia acción, de cuya organización serial estamos ahítos, la interrupción de la acción ha sido el origen secreto de toda novela.
Comenzamos entonces con una herida abierta por donde la vida mana, «anterior a toda conciencia». Con frases así, este es uno de esos libros que te hacen sentir menos solo. Si el lector busca facilidades es mejor que repase la lista de éxitos, ese cofre de secretitos privados que debe hacer soportable la infamia pública y entretener el tiempo muerto del transporte. Al margen del adoctrinamiento, Incógnita tierra pertenece a esa estirpe de libros que nos libera de las medias tintas, de la liquidación social de cualquier aventura, la humillación diaria del trabajo y la cobardía que nos contiene. Precisamente porque, en principio, nos hace la vida más difícil. Donde la escritura -dice Perera- parece renunciar a sus poderes de ficción para hacerse cargo de una impotencia más elemental. No se escribe una novela con la imaginación, tampoco leyendo o navegando en una selecta intertextualidad. Se escribe a golpe de exterior, con impactos reales que no tienen más cura que buscar la palabra de su trauma. Se escribe con la tinta de momentos clandestinos donde no ocurre nada y a la vez todo: «El furor de la mañana se ha agazapado en una calma tensa» (p. 51).
Un accidente cualquiera, una detención silenciosa de la velocidad que nos protege es el umbral que permite estar a la altura de la muerte que nos precede. La de un padre al cabo desconocido, indisponible al duelo. Nunca nos recuperaremos del desconcierto de haber sido concebidos, dice Quignard, un escritor que le importa a Pablo Perera. Quizás el único modo de «recuperarnos» sea concebir nosotros lo inconcebible. Dar a luz a nuestra propia muerte, emparejarse con ella (en vez de con nuestra adorada magen) y convertirla en nacimiento. Hacer nuestro lo que se aleja infinitamente de cualquier propiedad acaso sea el único modo de permanecer junto a los padres dormidos. Nuestro primer padre. Y los otros, ese reguero balbuceante de sombras hermanas: Sebald, Pasolini, Nabokov, Deleuze… Hacerse el vivo ante sus cuerpos muertos. Y así poder decir, con otra silueta del pasado siglo: «Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí».
Parecerá despiadado, pero no hay otra piedad mayor. Tragado el absurdo de esa complicidad oculta entre muerte y vida, convertido lo irreal en carne, dentro de esta novela podemos entender la brutal asimetría de la muerte, absolviéndola de toda culpa: «El devenir del mundo mismo, su mundanización, si es que puede hablarse así, su contingencia absuelta de toda necesidad, absoluta» (p. 151). Pero no estamos ante un libro de filosofía. Con el solo hilo de un transitar anónimo, la narración sigue, a veces pegada a detalles mínimos. Una enorme elipsis permite aproximarse al rumor de lo más nimio, un sentido que se precipita en coágulos que no son de nadie. Una y otra vez, Incógnita tierra emprende mil rodeos del solipsismo -esa virtud tan cara a los judíos- para abrazar lo inmundo del mundo. Comas, espacios en blanco, frases rotas, fotografías, más comas. Entrecortar, aplazar el sentido para lograr precipitaciones inesperadas. Primacía significante de una escritura que, para dejarse caer a tierra, ha de desprenderse una y otra vez de la gramática. Una letra que se enreda en sí misma buscando el acontecimiento de ser. ¿Repetir para comprobar que nada se repite? Lo irrepetible se reitera a través de lo semejante.
Vivimos a la sombra de unos padres dormidos. Después de los rusos, no solo Sebald, Pasolini, Walser o Lispector tienen en su escritura asistemática el más acerado pensamiento para sobrevivir a la crueldad de nuestro siglo. Es que también Platón, Leibniz, Nietzsche o Deleuze han hecho la mejor literatura, el realismo extremo de una ficción que nos cambia porque enlaza con lo imposible de nuestras vidas. «Como si solo pudiera verla después de haberla visto», leemos. Tal vez lo experimental es la única forma de acercarse a lo siempre dicho, enterrado bajo una sabiduría popular que -sobre todo hoy- no tiene testigos, pues trata con aquella alucinación real contra cuya potencia hemos pactado este ruidoso silencio.
Se escribe siempre desde una patología difícil, que debe rozar lo clínico. Como una psicosis infiltrada en el día, que nos cura de la neurosis con su guerra silenciosa, y se hace compatible con la inocencia del mundo. ¿Es otra cosa la literatura que esta cura, convirtiendo la enfermedad de vivir en estilo? Tampoco la vida puede ser sin más afirmada, a salvo del peligro de su pérdida irreparable. «Acababa de descender a una tierra incógnita, con su sombra aún pegada a mis pasos. Y sé también que Sebald se apeaba de los coches, de los trenes, para ponerse a caminar de esta misma manera». Esperar una verdad que se confunda con la apariencia más trivial. Niños, tardes de tele, fútbol, croquetas, rutinas, cuerpos entrelazados por cariño. Si todavía queda una épica, debe partir de esta domesticación infraleve del mundo. Filtros y pantallas adelgazan el espesor del día. ¿Qué sabrán de la ebriedad de vivir nuestras estrellas, esos perfiles radiantes que viven de salvarnos de la noche? Debemos abrirnos a otra forma de felicidad, insiste esta novela. Por ejemplo, una que permita no pensar en ella. Al cabo, la felicidad consiste en ese muñequito de color que nos toca en la caja del detergente.
Conviene mientras tanto resistir agazapados en la preconciencia, a la espera. Con poco más que un cristal de aliento. Carne viva tejiendo la carne del mundo, nuestro cuerpo mental se debe a una tierra letárgica. Somos deudores de un fondo de murmullos y señales no elegidas. De ahí llueven recuerdos, rencores, emociones, afectos y remordimientos que nos tejen y destejen. Telas en manos de una Penélope que no conocemos, sentir y pensar ocurren porque el hombre no es rey de nada. Seas millonario o modesto funcionario, has de forjarte en una extenuante jornada de destrucción personal. Son las ordalías laicas de nuestra edad media, donde es la existencia la que debe probar su inocencia: en suma, que realmente no existe. Solo una buena relación con la muerte nos puede librar de este nuevo juicio de Dios. Es preciso levantar clandestinamente la mano contra sí mismo, como si la muerte accidental fuera una forma de suicidio, y el suicidio una muerte no menos accidental (p. 60).
Si la amenaza que se cierne hoy es ser despedidos de la vida «por besar lo que queda de la muerte» (p. 223), esta novela es un antídoto contra la cruel inquisición contemporánea. Un imperio doblemente dañino por ser acéfalo, vale decir, consensuado en los diversos órganos de nuestro policial cuerpo colectivo. Perera explora una normalidad auscultada, y así deja entrar lo anómalo que configura su tejido. Como si solo viviera de su propia respiración. Los videntes son así, viven de su propio aliento. Los que creen en lo visible, la fe hoy más difícil y castigada, porque una y otra vez nos permite regresar a la desconocida raíz común, son así de solitarios. Entrando en los murmullos de la soledad común, Incógnita tierra nos hace compañía con fantasmas que no pueden morir.
En el mejor sentido de la palabra, estamos hablando de un libro impúdico. No obstante, el espesor inane de lo cotidiano y autobiográfico, que el autor aborda con una franqueza inusual, salva lo personal para algo impersonal que nos enlaza con otra cosa. Incluso bajo las mil reglas que nos separan. Es tal la organización minuciosa de la vida y del lenguaje, que jamás fue tan fácil esconderse en los pliegues del día. El escritor se hace el vivo para que nadie se dé cuenta: «Los niños jugando, mi mujer trajinando por toda la casa». La épica resultante es la de lo cotidiano descontextualizado, arrancado de la interpretación incesante que lo desarma y amado en su violenta extrañeza. Perdón por el tópico, pero creo que hay en el libro de Perera una especie de teología negativa que nos devuelve a la intensidad de otro materialismo. Una mística de los restos del día, vista a través de leves grietas que se abren al borde de nuestros párpados.
La conciencia es aquí algo que viene siempre de la noche. La vida volvía a manar «frente a mi conciencia recién recobrada». Esta novela se ocupa de lo que surge, aquello que carece de derecho alguno a solicitar reconocimiento. Tampoco lo soportaría. Incógnita tierra es un tratado sobre lo minúsculo. Micrologías de Dios, de la inexistencia como tal. Acaso Dios y el Diablo subsistan hoy hermanados por la soledad a la que nos arroja este escenario despiadadamente iluminado. El hombre que hereda un pasado de ecos al que no puede renunciar se refugia en lo apenas fantasmal, sintiendo lo público con una vergüenza infinita. Puede que la literatura y la filosofía no sean más que una reflexión de y para lo ordinario, recogiendo el óxido que una rutina espectacular nos tapa. La convivencia de hombres en mangas de camisa y mujeres despeinadas, cuando empieza a despuntar el día, no deja de ser un motivo de asombro para que quien hoy, todavía, sabe de una noche que se cuela por las rendijas.
La impunidad del vidente proviene de su soledad, del hecho inconfesable de ser espía en un mundo adormecido. Su maldita bendición nació de estar desdoblado, manteniendo dos manos que se desconocen mutuamente. Mientras los demás, con vocación civil de ciudadanos, tienen un solo órgano, una sola vida, expandida en la gran superficie de lo visible. Moralmente, siempre habría que atender a aquellos «que vuelven al mundo desde la pausa de la noche» (p. 217). Pero la histérica normativa actual, un represivo pequeño relato que ha absolutizado lo histórico, los enviará al holocausto electrónico de una muerte tibia. No podemos esperar de lo político otra cosa, ninguna absolución para este pecado mortal de mantener un pacto con el diablo de vivir y la inocencia de la muerte. Nuestro totalitarismo disperso aplazará una condena que ya se ha producido. Por eso se escribe, para evitar ser víctimas o culpables del crimen. En este aspecto, se puede decir que el libro que nos ocupa es también un depósito de armas.
Por en medio, claro, esta necesidad vergonzante de seguir viviendo como si nada. Una ontología visceral une a los seres, de la garrapata al hombre. No extraña en esta novela cierta simpatía por las bestias que oscilan entre la calma y el pánico, a veces enloquecidos, al borde mismo de la extinción. Todos aquellos, en suma, que todavía mantengan algo así como sangre en las venas. Con una angustia apretada al aliento de la carrera, la sangre es la huella. Sin ella se borrarían los pasos. Con ella pulsamos el cursor, viajamos a unas sendas perdidas en Orfordness, el lugar de Inglaterra donde se estrelló el coche de Sebald. Google-Earth permite un misterio compatible con la vigilancia planetaria. Tomando la tecnología al asalto, en el secreto de una convalecencia nocturna, la ponemos al servicio del atraso irremediable de las cosas. Se logra así un mapa que se confunde con el laberinto de parajes apartados.
Tres de la madrugada en Kotka, Finlandia. Ni un coche cruza la carretera donde se graba el tiempo que pasa. Qué ocurre cuando no ocurre nada es una de nuestras obsesiones secretas, cargada de terror y de esperanzas. De ella brota eventualmente el afán de esconderse para observar el mundo. ¿Seré yo el obstáculo, el notario que impide que ocurra por fin algo? La verdad habita en los detalles escondidos de esta extraña tierra. De ahí la pasión moral y política, a la vez solitaria y comunista, de ser fraternal con los seres tocados por la desaparición. Las reliquias son la verdadera autobiografía (p. 130). Hasta lo grande, Sebald mismo, es pequeño. No solo ese conejito aplastado una y otra vez por los coches en una mancha parda sobre el asfalto.
¿Cómo estaréis sin mí, cómo sucede un mundo donde uno no está? Para algunos la certeza negativa de la desaparición corroe el mediodía más tangible. Un mediodía onírico, rayado por la medianoche de una mente que no cesa. Por eso uno nunca está del todo allí donde está. Siempre nos acompaña otro fantasma, igual que en esas narraciones polares donde el hambre, el agotamiento y el frío producen la alucinación de que hay otro en la cordada, alguien más de la cuenta.
Viendo una película familiar, Nabokov asiste al universo anterior a su nacimiento. Ante su madre en cinta, saludando a la cámara, no sabe si le recibe o le despide. El abismo prenatal, el abismo postmorten. En la reversibilidad del tiempo el hombre siente que sus propios huesos ya están desintegrados. Nuestra columna vertebral es esa nada, una pregunta muda. Interrogante, pero sin texto: difícilmente puede esperar respuesta. Se dijo que llegamos demasiado tarde para los dioses, demasiado pronto para el ser. La extinción es el hueso de la vida, su tuétano. Y el regreso incesante de la infancia, en el temblor de cualquier edad, hace inevitable el murmullo de unos muertos que encarnan el futuro.
¿Otra vez la queja? No, ninguna. Hay que ser inculto, como un perfecto idiota, en el momento justo en que debe ocurrir algo. Percibir la nada, vuelta rostro en una escena cualquiera, exige ser nadie. Y no saber qué hacer después con esa sensación de regreso (p. 221). Lo importante es que se trace un camino de vuelta, librarnos de esta neutralización universal con modales participativos. Da igual los medios, sean vanguardistas o tradicionales. Lo importante es conseguir bajar a una incógnita tierra y volver a caminar con la sombra de los padres muertos, amando de paso la vida secreta de animales que se fugan.
La conciencia es un retorno, un despertar interminable de esta inducida duermevela diurna. Cuando nuestra vida, temerosa, anticipa su propia muerte para resucitar en ella (p. 19). Tratar con la eternidad temible de lo que es mortal, renacida en el agujero negro de cada momento. Lo de menos es que uno esté, con la familia dormida, a solas con el ronroneo del ordenador en una noche que solo habla para los elegidos. Solo hay derecho a considerarse así si se es capaz de descender a una nada cualquiera y ser nadie.
Nuestra conciencia no es más que una rendija de luz entre dos eternidades. Es la enormidad del instante donde se deciden las vidas, donde se precipita una neutralidad a salvo de cualquier calificación. También el alegre horror de la vida neutra que somos (p. 133). Una verdad es algo que nos parte, algo que hay que escalar desde la cueva en la que sesteamos. Entrar ahí otorga una suerte de permanencia redentora, composible con la más leve brevedad. Siendo mortales, aspiramos a una inmortalidad póstuma, próxima a los dioses. Lo inmortal, al menos según Cristo, es lo que ha pasado antes por el tormento de una finitud que nos abre el costado.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 24 de marzo de 2019