¿Punto «de no retorno» en nuestras relaciones? Para qué decir otra vez de esta agua no beberé: ¿No nos hemos divorciado ya demasiadas veces? Creo que fuerzas en exceso, también conmigo, las diferencias. El gesto del enfrentamiento es siempre, en todos nosotros, un poco teatral, porque después (por generosa liberalidad, por miedo o por prudencia, por necesidad) pocas veces podemos cumplir nuestras amenazas de ruptura. ¿Por qué forzamos las diferencias? Para darle sustancia a nuestra dispersión, nuestra más íntima amenaza. Para conjurar la amenaza de disolución, el desfallecimiento íntimo de una vida encuadrara por los números y compactarla frente otra cosa que nosotros no somos.

¿No es un poco narcisista? Sin este mecanismo de xenogenia creo que las democracias actuales, carcomidas hasta el tuétano por el capitalismo, no se sostendrían. Sin este mecanismo de odio sutilmente inyectado, creo también que el mito (y el negocio) de la información, con sus imprescindibles ondas de alarma social, no funcionaría.

Pero eso no puede funcionar bien en ti o en mí, en algunos de nosotros, seamos judíos, ateos o cristianos. Si se es un poco moral, es decir, afectivo, es difícil vivir simplemente a costa del enemigo. Ese sectarismo imbécil es propio de los políticos, y hasta en ellos (que ya es decir) hay grietas y diferencias. ¿Tienes una «posición política»? No, eres demasiado hombre para eso.

Nombras a Badiou, a Agamben y Sartre, de quienes querrías renegar ahora. Pero ellos, igual que Deleuze o Tiqqun, te han dicho y te seguirán diciendo (bajo sus respectivas e inevitables identificaciones) un motón de cosas al oído, secretos que te sirven como herramientas para el día a día.

Por lo demás, nadie (tampoco Bill Gates) deja de ser «provinciano y anacrónico». La vida real en Nueva York (¡nuestro querido Hoffman!) también se desenvuelve entre unas pocas personas. Y para vivir con otros (incluso con el otro que uno mismo es) cada día hay que salir, probablemente varias veces, del armario de nuestra patología.

Hay que elegir, vale, no se puede ser amigo de todo el mundo. Pero el «o lo Uno o lo Otro» de Kierkegaard debe estar atento a la ambigüedad de lo que viene, a la novedad y los matices de lo que irrumpe. En este punto, en muchos terrenos, soy parecido a ti: me limito a darle forma (a ponerle palabras y admitir en el pensamiento) a aquello que irrumpe delante de mí, a veces en mí. Lo otro, mantener la elección cosificada en la distribución nominal de los emblemas, es (médica, ética y políticamente) un poco dudoso. Nos lleva a anquilosarnos, a envejecer. Necesitamos fisiológicamente maltratar nuestros clichés. Y el cuerpo de una persona es como el cuerpo de una sociedad. Una nación que no «traiciona» sus grandes emblemas está muerta, entra en decadencia, vive de rentas.

Aparte de esto, es que tenemos corazón y cabeza, dos lados. Dos manos, dos hemisferios cerebrales muy distintos: y dos siempre es tres (no hay dos sin tres, otra cifra que viene). Podemos ser una cosa en cultura y otra en religión, alguien en carácter y otro en ideología, uno profesionalmente y otro personalmente… Esto no significa precisamente estar a favor de la dispersión debole del sujeto posmoderno. Más bien significa intentar un fundamentalismo de lo múltiple, de la multiplicidad, del devenir. Allí donde estamos, debemos intentar penetrar (o ser penetrados) por el acontecimiento de cada situación. Y eso que tiene que ver con los matices: más con el cómo que con el qué. Tal y como decía los ingleses, el diablo (pero también se podrían aplicar a Dios) está en los detalles.

Probablemente esto exige, ante todo, militar en la percepción; en los afectos, en la sensibilidad, en los cambios climáticos del entorno. Bajo las grandes palabras, atender más el cómo que el qué. Romper las liturgias del días, sus incesantes protocolos, siempre un poco policiales. Decía más o menos Cage, niño todavía a los ochenta años: debemos escuchar los sonidos para oír una juventuddel mundo todavía no cuajada en signos, en códigos de lenguaje, en consignas. Tenemos el sentido del humor para disolver a diario la costra de la inercia, que sólo es una forma estándar de la cobardía.

De otro modo la vida se vuelve casi imposible. ¿Tendrá algo que ver ese retiro del que te quejas, ese bloomesco «preferiría no hacerlo», con una ética poco afinada para los matices? Ni tú, ni mis hermanas, ni yo, ni M., ni V., ni A… ni nadie conocido dejamos de ser bastante patéticos si se nos mide esencialmente por el qué, por las definiciones y las tomas de postura… Si no atendemos a los gestos que acompañan a las palabras estamos perdidos, pues el «terror de la inmanencia» (Han) está servido.

Puede parecerlo, pero yo no soy más libre que tú. Todos estamos, más o menos como las moscas, pegados al cristal de nuestras servidumbres. La única posibilidad de respirar es convertir esa superficie (siempre más o menos fatal) en un lago, una pista de juego. No sé si me explico. Vendrá más situaciones incómodas y tendremos que aprender a esquivarlas; a veces entrando en ellas, a veces ignorándolas. Yo, por ejemplo, quise ignorar el asunto de París. Es lo que me convenía: ignorarlo. No pudo ser, pues sale, te preguntan, etc. A partir de ahí, entre callarse o repetir lo que ya está dicho, haces lo que puedes.

Dices: «Intentar parar el péndulo, no agitarlo». Exacto, ignorar la ley del péndulo, su estúpido binarismo. Pero en cuanto nos descuidamos, somos enseguida «víctimas» del escenario mundial y su espectáculo maniqueo: derecha e izquierda, desarrollo versusatraso, la democracia frente a las tiranías, etc. Y el anarco-fascismo, el machismo, la islamofobia, el antisemitismo, los lobos solitarios, el nihilismo, el capitalismo mundial, el cambio climático… Uf. Nuestra metafísica de las oposiciones es, fisiológicamente, muy peligrosa. Hay que tener demonios, de acuerdo, pero no (casi nunca) para tomarlos muy en serio. De lo contrario uno se convierte en prisionero de sus propio demonios. Cuando lo cierto es que, incluso en lo que más odiamos (me asiento ahora como el Papa) hay matices. También allí hay dioses, dice el viejecito de Éfeso.

Tal vez la diferencia entre el mal y el bien, y ésta es una vieja historia, es en parte una diferencia de percepción. Como más tarde sacará a flote el debate de san Agustín con el maniqueísmo, bien y mal no son simplemente contrarios. Uno es el principio y el otro su privación. Uno rodea al otro, vence al otro (Rom 12, 21)… como si el mal fuese solamente la necesaria crisis del bien. Sin que el triunfo del bien, por ello, pueda nunca considerarse definitivo. La mayéutica judía y cristiana, tal vez no tan lejana de Sócrates (no sé en el caso del Islam), necesita constantemente la ironía y el drama de una herida crucial.

Dios, dice el refrán popular, escribe recto con renglones torcidos. A su vez, nos recuerda el Libro del Tao (VIII), “La gran rectitud parece curvada, la gran elocuencia parece tartamudear”. Y después, claro, algunos de nuestros modernos, no siempre franceses. En el orbe cristiano, pocos como Kierkegaard han sido clarividentes para intentar vencer el mal entrando en él, expulsando a los demoniospor virtud del príncipe de los demonios. Y recuerda este momento del Ecce homo: “Dicho teológicamente -préstese atención, pues raras veces hablo yo como teólogo- fue Dios mismo quien, al final de su jornada de trabajo, se tendió bajo el árbol del conocimiento en forma de serpiente: así descansaba de ser Dios… Había hecho todo demasiado bello… El diablo es sencillamente la ociosidad de Dios cada siete días”

En otras palabras, sabiduría popular. Etcétera.

 

En fin, seguimos. Un abrazo,

Ignacio

 

Madrid, 21 de enero de 2015