Querido A.,

Perdona, antes de nada, el retraso en contestar. Y también, posiblemente, la cortedad de esta respuesta. Estoy absorto con ese libro sobre el sexo y el silencio… y mil pequeñas cosas más.

Libro donde precisamente la contingencia carnal, la encarnación en una criatura o en una relación pasajera, es todo lo que tiene el hombre para pasar a cierta serenidad, a una difícil permanencia. Sin la contingencia de lo que ocurre, a veces terrible, esa contingencia que tal vez entienden mejor las mujeres que nosotros, lo absoluto no sería nada. El oro «se acrisola en el fuego». El mesías es solo una ventana abierta en cualquier segundo de tedio.

Lo dices muy bien, con otras palabras. Tenemos lo inesperado, que no se atiene a ninguna causalidad previsible, para entender de algún modo el sentido real que pueda tener la divinidad. Es decir, una materialidad más profunda que todas las «leyes» en las que encerramos la materia.

Más cerca de Juan de la Cruz o de Schelling que de Wittgenstein, creo en una relación inmediata con eso que se llama «Dios». Y todo ello en virtud de lo absoluto de la contingencia, ese silencio que no duerme. No puede nada, ante ese absoluto, ninguna «contingencia» meramente histórica: los gobiernos, la estupidez cruel de la opinión pública, los detalles de una biografía, etc.

Simplemente, es necesario escuchar las miserias de lo social a través de lo absoluto de la existencia. Y ello para comprender a ese Dios profundamente menesteroso, que necesita de la profunda idiotez de un ser terrenal. La música, no solo la de Bach, es una expresión de esa profunda intimidad entre lo sagrado y lo profano.

Te envío una entrevista reciente donde le doy otra vuelta, de un modo más ligero e irónico, a estas laberínticas y escandalosamente simples cuestiones.

¿Tengo tu móvil? Creo que no. Por si acaso, por favor, pásamelo.

Un abrazo muy fuerte y hasta pronto, hasta que las bobadas de los políticos  nos dejen.

Abrazos,

Ignacio

Madrid, 7 de octubre de 2020