Querida T.,

Me pongo por fin, con un mes de retraso, a escribirte algo sobre tu peculiar reseña de Ética del desorden. La tardanza era también lógica: al fin y al cabo, ¿quién es el autor para decir nada, aparte de agradecerla, sobre una lectura que ha hecho otro de un libro que uno se ha empeñado en que no sea solo propio, sino público? Ni una sola línea que cambiar ahí, pues es tu legítima lectura.

Aunque la tardanza puede deberse también a cierta perplejidad que me han producido tus tres páginas. Que conste que debió de ser mi amigo D. el que se hiciese cargo del libro. Pero hace mucho que él no me lee, si es que alguna vez lo hizo. Debe tenerme situado en el nicho de un heideggeriano pesado y conservador, un jüngeriano peligroso o un fundamentalista telúrico. De manera que ha decidido ahorrarse más dificultades de las que ya tiene en su ajetreada vida. Así pues, te pasó a ti el libro sin ninguna orientación (petición o sugerencia) acerca de su contenido, que de ningún modo conocía.

Después tú hiciste lo que pudiste, y fue mucho. «Selvático desorden», dices al principio. Lo primero que llama la atención en tu densa reseña, T., es el hecho de que ignora el encabezamiento del libro, su explícita dirección principal. No es solo que el título juegue con el emblema clásico de Spinoza, a quien no citas (como a ninguno de los nombres propios que una y otra vez reaparecen, tampoco los estoicos o Leibniz), sino que tampoco te refieres en ningún momento a una obsesión constante en esas más de cuatrocientas páginas: el lugar central de lo que viene, lo no elegido, a la hora de configurar nuestras vidas. Toda ética real, que le dé forma a una vida, ha de partir de todo eso no elegido y no antropocéntrico (la Stoa otra vez) que nos configura. Sin eso, todo mi libro debe ser un angustioso torrente de precipitados que debió de abrumarte enseguida. Pero el bajo de fondo que te perdiste es relativamente sencillo, casi ingenuo.

Al comenzar por los «efectos alborotadores del desorden», mezclando indistintamente la Introducción con el Epílogo y cualquier otro capítulo, te perdiste una guía ontológica clave acerca de qué va el libro. Tenías en la Introducción, también en su única nota sobre el concepto de Dios (entendido como la esencia de la ex-sistencia, la relación entre ésta y un absoluto afuera), un arkhé sin la cual el libro puede parecer efectivamente un batiburrillo de revelaciones y ocurrencias, como me dijo con cariño un amigo un poco escolástico. Pero no es exactamente tal cosa si uno se atiene a esa Introducción, clave para dilucidar a qué se refiere todo el libro con la palabra sentido, muy ligado en todo el texto al «pánico» de una indeterminación real, una fantasmagoría  o psicosis objetiva, sin la cual todo el texto carece de base.

Como también carece de pegamento real el abundante aparato erudito, de Hegel a Wittgenstein, que nunca citas. El uso de los nombres literarios, de Lispector a Whitman, es un rodeo (por lo demás muy clásico en filosofía) para escarbar en los autores de la Filosofía histórica y encontrar en ellos las esquinas que dan otra clave, por debajo de la costra de los respectivos sistemas. Sin este tuteo «irrespetuoso» con los clásicos, mi libro, precisamente porque intenta afrontar una nueva desnudez de las cosas, no es nada.

Sin embargo tu crítica es original, muy tuya, viva y cálida. Y además prudente, atenta. En este sentido, eres muy fiel al espíritu de un libro donde la contingencia personal configura el único absoluto que puede estar a nuestro alcance. Un absoluto local, como diría Deleuze, que se precipita en los tres metros que nos rodean. Particularmente, me parece preciosa esa idea tuya de que he escrito el libro a solas, sin contar con la complicidad de ningún lector ideal o previo. Así es. Para adentrarse en la presencia salvaje y desnuda de las cosas, en una filosofía que experimenta más que «interpreta» (sin protegerse en un andamio o una distancia fenomenológica), hube de atravesar un calvario de reflexiones solitarias, por más que eso incluyera una relectura de cien clásicos hoy casi clandestinos. Precisamente, frente a otros libros míos, en éste no se cuenta con un lector cómplice. Se deja libertad al posible lector con un libro que va solo, empujado por la universalidad suprema (según Deleuze) de lo contingente. Pensé, como ocurre en la cueva de Platón, que una nueva comunidad se funda trayendo algo desconocido de afuera, después de que alguien se adentrado en una áspera senda solitaria.

Hay en mi libro una voluntad constante de encarar un «platonismo de lo múltiple», un socratismo de la exterioridad (si se puede hablar así). En esa voluntad de «giro copernicano» hacia el objeto, éste poco tiene que ver con el fenómeno kantiano y más con una mónada leibniziana, resonando como un «universal sin concepto» dentro del fondo sombrío de la mente en la cual es lo que existe.

Por tal razón, como sugieres, es cierto que todo el libro está en cada parte, de manera que se puede leer la Ética del desorden de un modo aleatoriamente salteado, fractal. Pero porque ese imperativo de sentido real, que dejaste atrás en la Introducción (en «la coincidencia de la realidad empírica con la idealidad trascendental»), percute fuertemente en la tensión de cada fragmento, también en las partes III y IV dedicadas a la espacio-temporalidad y a la vida mortal.

Todo es difícil para nosotros, lo sé, por nuestra formación normalmente kantiana. No sé, querida, si conseguiste leer este abrumador libro entero, de un tirón, o bien fuiste saltando de una parte a otra, como haciendo catas. El resultado, y te lo agradezco, es extremadamente original y dotado de un titubeo en el que me reconozco. Solo echo en falta, ya digo, un poco más de atención a ese fondo clásico de investigación, a una inmediatez «presocrática» que permite que Platón y Nietzsche se den la mano y mi texto dialogue con tantos nombres propios. Es cierto, que por la premura de las fechas, no tuvimos tiempo de confeccionar un índice onomástico y temático que sería de impagable ayuda al lector de este largo e intrincado volumen.

Para terminar. Todo mi libro está recorrido por un imperativo moral: abrazar la eterna caducidad de las cosas. Abrazar una entereza mortal, una circularidad, donde el principio de contradicción está en suspenso para que pueda darse una dialéctica entre los opuestos metafísicos tradicionales. En tal aspecto, insisto, los presocráticos son la guía para cualquier «lectura» posterior de los cien nombres propios que se repiten en el texto.

Hay después otro aspecto, nuevo en mi biografía intelectual, al cual no sé si le haces justicia y tal vez haya convertido tu lectura en un poco más desasosegante de lo que es imprescindible. Todo lo que sea crítica (al imperio de los medios o a Hume, a la ferocidad positiva de nuestra modernidad tardía o a Kant) está en mi libro en segundo plano. Y lo está porque el reto es afrontar el peligro extremo de la vida ordinaria, por encima de la cual no hay nada. En tal aspecto, mi libro (aunque le dedica un capítulo muy atento al suicidio) es radicalmente afirmativo. Y lo es precisamente porque quiere afrontar directamente lo peor, ese peligro cercano frente al cual todos los poderes establecidos son una amenaza secundaria. Es eso, como bien señalas, lo que urge ser escuchado y remediado, desde su más cruda presencia. Gracias.

Gracias también por permitirme hacer estas aclaraciones, que me han obligado a repensar un fondo naïf de Ética del desorden que casi nadie atiende. Creo que tienes en mi intervención final del Círculo (abajo te paso el enlace: a partir del minuto 52, después del Vicedecano Rodrigo Castro y de J. L. Villacañas), alguna referencia a ese trasfondo pueril, y muy breve, que puede hacer amable una obra tan laberíntica, abrumadora y larga.

Un abrazo y gracias de nuevo por tu impagable esfuerzo.

https://youtu.be/HdU_ZIZGTQM

 

 

Madrid, 6 de noviembre de 2017