De una cuestión preliminar a todo acercamiento posible a la obra de arte
(Conferencia leída en el Nucep, dependiente de la Escuela del Campo Freudiano) 

1        Queridos amigos, abandonad toda esperanza de que el arte haya muerto, por muy eficaz que nos parezca la labor policial de la institución Arte y toda su batería de metalenguajes. Anunciada cien veces, sería una estupenda noticia que nos permitiría definitivamente recluirnos (lo estamos ya bastante) en las consignas de nuestros respectivos gremios, sin tener que atender más a lo que surja por fuera, sorpresivamente. Pero este anuncio extremadamente edificante, que nos convertiría automáticamente en póstumos, en herederos, y santificaría para siempre el "todo vale", no puede ser verdad. Al menos si tomamos en serio a Lacan (y hasta a Heidegger): lo que "no cesa de no escribirse" no va a parar ahora por ningún decreto postmoderno; la ex-sistencia cuyo ser más íntimo consiste en ser-afuera tampoco va a dejar de actuar, por mucho que esta época se sienta el fin de la Historia. 



2        Esto es tan verdad que hasta en Madrid (!) se pueden ver muestras de ello. Atended sino a la exposición de Bill Viola en La Caixa, a ese retablo de "las pasiones". La pasión según Viola: la pasión en tiempos correctos, de paz preventiva, de consenso global. Es posible que no la hayáis visto, como tampoco la de Kopystianski hace un año, pero no tenéis por qué ser especialmente inocentes en este punto. Al fin y al cabo, dejando de lado a los "clásicos" como Oteiza, quizá tampoco se hayan visitado las salas de Luis Fega, de Jean Fabre, de J. M. Ballester, del origen del expresionismo en la Thyssen. 

3        ¿Qué significa que los restos artísticos-religiosos (ese vaso del que nos habla Lacan en el Seminario 7) sean tan antiguos como los técnicos? Significa, como insistieron Nietzsche, Foucault y Lacan, que la manida necesidad es de un orden muy distinto al meramente económico. Significa que la "supervivencia", desde tiempo inmemorial, incluye para los hombres mortales la necesidad de darle forma a lo informe, a la noche central que nos aterra. No hay cobertura social posible para ese ahí (Da) del ser, para un Dasein que tiene su esencia en la "extimidad" de la existencia. Por principio, ec-sistencia es lo que aparece por fuera. Qué le vamos a hacer, no hay metalenguaje para ello. Y poco importa que la consabida cohorte de historiadores y críticos, estilo Arthur C. Danto, se empecinen en hablar de "pluralismo", "tolerancia" o "ausencia de reglas" como marco indiscutible del arte actual. Literalmente, no saben lo que dicen. O peor aún, hablan desde y para una moqueta privilegiada que se puede permitir el lujo de olvidar lo intolerable, auténtico motor de la creación, de la vida común como creación. 

4        Que llamen a esto terrorismo donde quieran: en estas aguas se mueve Lacan. A mil años luz de toda mojigatería moral, la ética lacaniana parte de das Ding como primer exterior, Otro absoluto en torno al cual se organiza el sujeto. Se trata de aquello que siendo totalmente ajeno está empero en el núcleo. Aquello de lo real que, fuera del significado, "padece del significante", de una opacidad central. Lacan llega a reivindicar en Kant a alguien que ha pensado das Ding como trama significante pura (formal), máxima que es universal en cuanto se presenta vacía, despojada de relaciones con el individuo, más allá de toda utilidad, sin objeto. Kant y Sade tendrían en común una experiencia de lo ético, lo universal-nouménico, vinculada medularmente al dolor. Desde aquí tiene sentido el vaso (El Seminario 7, pp. 149-151) como significante privilegiado modelado por el hombre, y precisamente en torno al vacío. Todo es en realidad contingente salvo esa hiancia, ese vacío modelado que introduce (o reconoce) un mal estructural en el mundo. Por decirlo rápidamente, sólo si abandonamos la esperanza de un bien trascendente que podría dictar deberes al hombre (p. 88) entramos en la lógica de ese mal que habría que afrontar antes de pretender ninguna curación. Por tanto, entiendo que Lacan nos propone que la lección ética de la obra de arte, en cuanto se presenta como una "puntuación sin texto", es la siguiente: no cedas en tu singularidad sin equivalencia, en lo no sabido de ti mismo. Vamos a ello. 

5        Nietzsche, Heidegger, Lacan, Deleuze. Algún día, antes del siglo que viene, tendríamos que ponernos a desentrañar qué tienen en común esos cuatro personajes, tal vez en particular Lacan y Deleuze en lo que atañe a la cuestión clave para este siglo: la universalidad de lo singular. También esto: el por qué de esa sordera mutua entre psicoanálisis y filosofía. Que haya en común la figura de Heidegger no explica nada, puesto que ese Heidegger es aún lo que hay que explicar: Heidegger como fuente de consignas, último baluarte de la filosofía universitaria. ¿Por qué la filosofía ignora a Lacan, por qué el lacanismo ignora a Nietzsche y Deleuze? Cuando los tres tienen en común la obsesión de pensar la esencia de la existencia, el ser de la irregularidad: esto es, una relación afirmativa con lo imposible. Los otros dos comparten con Lacan la idea de que vivimos en el sentido real de la finitud, se una desigualdad irreparable: vida/historia, existencia/sociedad, singular/global, verdad/saber… Y no hay cobertura posible para esa división, insisto, puesto que no se trata de nada exactamente dual (simétrico) ni que ataña a las magnitudes. La existencia reaparece siempre por fuera, "se pierde en la medida en que se encuentra", porque su ser más íntimo es la extimidad, el ser-afuera. Sin metalenguaje posible, hay algo nuclear que no cesa de no escribirse. 

6        Por eso Kierkegaard y Nietzsche insistían: en la muerte de Dios, si no se trata únicamente de poner otro dios arriba (la Historia), todo hombre ha de atreverse a ser un artista, un creador, para sobrevivir a su propia existencia. Esta es la lección profundamente ética de la obra de arte. La obra de arte (M. Duras jamás olvidará la entrevista con Lacan) está ahí para que no se rompa el arco del pensamiento, como propuesta de "cura" radical de un mal radical. En efecto (no sabéis cómo lamento las reminiscencias teológicas) a ese mal sólo se le vence abrazándolo. Todo el cristianismo, no sólo en las herejías que interesan tanto a Lacan, está recorrido por el rumor de un bajo continuo que invita a intentar comprender el demonio, a intentar pensar qué se produce en un atravesamiento de lo peor. Y por lo peor entendamos no lo letal, sino el escándalo de la muerte "natural", de la simple condición mortal. 

7        No es extraño entonces que en los tiempos actuales un lejano heredero de Nietzsche, vía Bataille, como es Baudrillard, insista en que la obra de arte, "la operación poética de la forma", no tiene nada que ver con la Cultura, con una cultura que es cada día más (por no hablar del zapping) cultura del desplazamiento, del tránsito, de la disolución de toda singularidad en la circulación mundial de los signos. Por el contrario, dice Baudrillard, el arte debe convocar la aparición enigmática de un objeto, responder de modo singular a la lógica anacrónica de la existencia. Lo cual exige, por un momento al menos, poner en sordina el aura mundial del narcisismo, borrar por un instante la omnipresencia del sujeto-estrella (¿quién ha dicho que su aura ha muerto?). 

8        Por esta vía el pequeño milagro de la obra, si se produce, pone en cuestión lo que sea el Arte, a pesar del estrépito metaligüístico de críticos, galerías, ferias, artistas reconocidos, etc. En el vientre de Nietzsche, tanto Lacan como Deleuze piensan la obra como epifanía de la verdad porque la ligan al uno de la discontinuidad, a la universalidad incomparable de lo intempestivo. Digamos que se trata de la universalidad de la contingencia, de aquello que podía no ser, que no puede descartar la posibilidad de no ser. Sí, diría Barthes, el punctum, la "ciencia imposible del ser único". Desde el punto de vista ético y ontológico la obra nos tienta a pensar de otro modo el uno (un platonismo de lo múltiple, diría Badiou). Por tanto, a pensar de otro modo, no negativo, el horror fundamental que grava al uno de la existencia, a la singularidad cualsea. Qué tenga que ver este pensamiento, afirmativo de lo inasimilable, con la piedad, aun con el amor, es cosa que debemos tal vez dejar para otro día. 

9        Creo que explotando una idea de Deleuze en su libro sobre cine, Agamben ha hablado de dos tipo de imágenes. De un lado el estruendo mayoritario de unas imágenes insertas en el tiempo social, remitiendo unas a otras en la cronología pública pactada, como una pared infinita que nos rodea protegiéndonos del vacío, de hecho, prohibiendo su silencio. De otro lado, algunas imágenes que, lejos de presentarse clavadas en el tiempo pactado, tiemblan con el tiempo dentro, parando el tiempo, poniendo en suspenso lo que el tiempo sea. Entre estas, Agamben incluía algunos trabajos de Viola hechos con una tecnología punta puesta al servicio de lo irrepresentable. En este caso podríamos decir que el arte conserva, que incluso es lo único que conserva. Sin embargo, a diferencia de la industria, no lo hace añadiendo una sustancia, sino encontrando esa "sustancia" en la propia inhospitalidad de la existencia, en su inesencialidad, en su imperfecto desequilibrio. 

10        En palabras de Agamben, se trata de encontrar una caducidad incorruptible, de poder reconocer una eternidad que coexiste con la más breve duración. En este caso, lentitud y velocidad se dan la mano en una extraño acontecimiento, al borde lo imperceptible, cargado como de un tiempo muerto. Lo que acaece ahí, en virtud de negar la negación que la pragmática social realiza contra lo imposible, es una conversión de lo accidental en duradero. El accidente convertido en monumento: La piedra rechazada, dice en algún lugar Lacan, se ha convertido en angular. Qué tenga que ver esto con la ética de los estoicos, con su amor fati. Qué tenga que ver también con una frase enigmática que nos deja Nietzsche, hablando de una tarea máxima de la ética que consiste en "convertir todo fue en un así lo he querido yo" es algo cuya simplicidad me gustaría que provocase la discusión esta tarde. Gracias. 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 25 de febrero 2005

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