Bergamín y Agamben
Conocí a Pepe –o más bien Pepe se me apareció, porque la suya era siempre, por humilde y profana, una aparición- en Lereci, hacia finales de los años sesenta. Venía de París –su segundo exilio después de haber pasado veinte años en México y en Uruguay- sin documentos (Malraux, que le había conocido durante la guerra civil, le había proporcionado un permiso una tantum) para encontrarse en Roma con Ramón Gaya y otros exiliados amigos. Comenzó entonces una amistad –o un encantamiento- que duró hasta su muerte en 1983, siguiéndole alegremente y à corps perduen París, después en Madrid y Andalucía, y finalmente en el País Vasco, donde se refugió en sus últimos años para apoyar a los independentistas contra España.
Sus casas: en París, una especie de pasillo en una antiguo edificio de la rue Vieille du Temple; en Madrid, primero una habitación en la Plaza Mayor, después un pequeño apartamento con terraza en la Plaza de Oriente, 6, donde lo visitamos Ginebra y yo en más de una ocasión. Cuando le dejamos en su casa de San Sebastián, donde vivía con su hija Teresa, supimos que no lo volveríamos a ver.
Es a él a quien debo mi aversión hacia toda actitud trágica y mi inclinación a la comedia –a pesar de que más tarde entendí que la filosofía está más allá o más acá de la tragedia y de la comedia y que, como sugiere Sócrates al final del Banquete, quien sabe componer tragedias sabe también escribir comedias. Y también gracias a Pepe entendí hace mucho tiempo que Dios no es monopolio de los curas y que, como la salvación, yo podía buscarlo sólo extra Ecclesiam. Cuando Elsa [Morante] me dijo que quería escribir un libro titulado Senza i conforti della religione («Sin los consuelos de la religión») sentí de inmediato que ese título me concernía y que, como Pepe, yo vivía de algún modo con Dios, pero sin los consuelos de la religión.
Roma, 13 de julio de 2014: «Sueño de esta noche. Estaba con Pepe, y con otra gente, en la casa donde vivía en España. Una casa sencillísima y maravillosa, como todas las casas en las que ha vivido: una gran habitación se abría sobre dos terrazas contiguas, igual de amplias. Había pocos muebles, todos de madera, entre ellos una pequeña silla que yo acercaba a Pepe para que se sentara, pero que él la usaba para apoyar los pies. Después salíamos en coche para prolongar la tarde, quizá para ir a cenar, pero probablemente sin un fin establecido. Éramos felices. Cada instante del sueño estaba tan lleno de alegría que de algún modo retardaba su final, como si la alegría fuese la materia de la que estaba hecho el sueño y que mi mente no debía por ninguna razón dejar de tejer. Después, al despertarme, me di cuenta de que la materia de la que estaba hecho el sueño no era otra cosa sino Pepe».
A través de Pepe conocí España, precisamente gracias a él, que había pasado gran parte de su vida en el exilio. Su Madrid, sin duda, ese Madrid gris y modesto del barrio de la vieja mezquita –y después Sevilla y Andalucía, deslumbrantes de sol. Pero, antes aún, las últimas huellas de algo parecido a un pueblo, ese pueblo-aldea que para él no era una sustancia, sino siempre y únicamente minoría: no una porción numérica, sino más bien eso que impide a un pueblo coincidir consigo mismo, ser todo. Y este era el único concepto de pueblo que podía interesarme, esa era la lección política que Pepe me enseñó.
Recuerdo que un día me dijo que se había dado cuenta de que el pueblo español había muerto antes que él y que ese había sido el momento más trágico de su vida. Sobrevivir al propio pueblo es nuestra condición, pero también es, quizá, la extrema condición poética, que para Pepe –como para todos nosotros- es tan difícil de aceptar, a pesar de ser irreparable.
Sus tres lecturas fundamentales: Spinoza (a los dieciséis años), Pascal y Nietzsche. Cuando le comenté que ningún autor español le había formado, me respondió: «Precisamente eso es España».
Decía, como Nietzsche, que Sócrates es el gran corruptor, y que Platón se burló de él. «Que Sócrates duerma junto a Alcibíades sin tocarlo: esa es la corrupción».
Decía que la lejanía de Dios es la intimidad de la vida. Que rechazar la repetición es propio del esteta, y repetir sin entusiasmo, del fariseo. Pero repetir con entusiasmo es el hombre.
De sí mismo decía que no era un hombre, sino un esqueleto. Y que el esqueleto es lo que sostiene al hombre –pero sólo hasta un cierto punto, mientras no se burle de él.
Decía que en la verónica[1] es esencial el momento justo: el torero debe esperar el instante en el que la cabeza del toro se encuentra con el capote (como el rostro de Cristo se marca en el paño de la mujer). Si espera un segundo más o un segundo menos, está perdido. Y que en la arena, el hombre es el toro; el torero es ángel o dios.
Decía, citando a Puskin, que el genio de Francia es la antipoesía: Rabelais y Voltaire. Y que en política hay que arriesgarse y nunca comprometerse.
Recordaba haber visto a Nijinski bailar desnudo El Espectro de la rosa: el salto final era tan alto que caía entre bastidores sobre los brazos de los auxiliares.
Entre uno mismo y la naturaleza –me dijo una vez- hay que poner siempre un jardín. Decía también que la mujer ha permanecido en el Edén y que su error es ponerse de parte del ángel, mientras que tendría que hacer volver a entrar al hombre, que fue expulsado, sin que el ángel se dé cuenta: «El ángel: lo única vez que dios se ha equivocado».
Decía que las raíces del paraíso están en el infierno y que, como el árbol, no hay que mirar nunca las propias raíces. El error del psicoanálisis: mirar las propias raíces.
Decía que la magia es siempre buena: no existe una magia negra, existen sólo falsarios. Y también: que la infancia es una lucha contra la juventud, la enfermedad mortal.
La ligereza de Pepe –su legendaria frivolidad- residía totalmente en la cualidad volátil e insustancial de su yo. Era perfectamente él mismo, porque no era nunca él mismo. Era como una brisa, o una nube o una sonrisa –absolutamente presente, pero nunca obligado a una identidad (por esto la condición de inexistencia burocrática a la que le había obligado el gobierno español privándole de documentos le agradaba y le divertía). Toda su doctrina del yo se resumía en un verso de Lope que le gustaba citar: Yo me sucedo a mí mismo[2]. El yo no es sino ese sucederse a sí mismo, «adentrarse» y «salirse de sí mismo» –o «enfurecerse»[3]– como él decía, salir incesantemente de sí mismo y volver incesantemente a sí mismo, echarse de menos y aferrarse –en última instancia sólo un punto de la nada en que todo se cruza[4], siguiendo, como escribía a propósito de su amado Lope: «El dictado del aire que lo dibuja». Airoso –Pepe lo era: por eso le gustaba firmar en forma de pájaro.
Hay una fotografía de Pepe donde aparece de pie en el borde de una carretera, con una cartera en la mano, como si esperase un autobús –pero su espera está como atravesada por un estremecimiento de impaciencia. Y así era su alegría –una alegría impaciente, quizá por cristiana, necesariamente en espera. Así lo recuerdo en sus últimos años, cuando esperaba la muerte –»la mano de nieve»- con una suerte de impaciente fervor. Como la de Pepe, también mi espera se nutre de esperanza y de prisa.
Giorgio Agamben
Traducción: Mar García Lozano
[1] En español en el original (N. de la T.)
[2] En español en el original (N. de la T.)
[3] Agamben crea dos neologismos: «insearsi» e «infuorarsi» que se podrían traducir como «adentrarse» y «salirse de sí mismo». Utiliza, además, los términos parónimos «infuorarsi» e «infuriarse» («enfurecerse»), jugando con las palabras «fuera» y «furia» (N. de la T.).
[4] En español en el original (N. de la T.)
Ignacio Castro Rey. Filosofia Ara i aquí. I part
29 de enero 2024
Miralls al Dau 1 y Barcelona Arts Cultures presentan la primera parte del video documento de Filosofia Ara i Aquí, con la presencia del filosofo Ignacio Castro Rey que realizó una introducción reflexiva de un amplio contenido temático y abrió el diálogo respondiendo a múltiples cuestiones planteadas por el público. Acto celebrado en la Librería Tòmiris de Barcelona el 28 octubre de 2023. Vídeo realizado por Jordi Traperho, con la colaboración de Parigi.
¿Es posible una izquierda libre del empoderamiento espectacular? Revisando un diálogo con Esther Peñas
- Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?
Por desgracia, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia común como si fuera la peste, la certeza de que nuestro auténtico enemigo es la vida mortal y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La casta descarada de amos que nos intentan gobernar, con un gesto día a día más inclusivo, guarda un inmenso odio dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, progresismo atento a las minorías, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Es como si la vieja y oxidada alienación se hiciera divertida e interactiva, saltando a las pistas de baile. Todo esto lo adelantó Debord, quien tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mucho mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia. Por poner un ejemplo de moda, comparado con un Mark Fisher que también murió prematuramente, encontramos en los textos de Debord una fresca violencia crítica. Su percepción de la inmediatez real, su apuesta por la profundidad sensible es lo que le hace, en medio de un estalinismo minoritario de Estado que complementa la obscenidad mayoritaria del Mercado, impertinente vivo y vigente.
- Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él previó?
Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión imperial, una normalización del espanto que ha llegado a disfrazarse de felicidad. Con frecuencia los visionarios desean que sus profecías no se cumplan, que sólo sean útiles como una advertencia apocalíptica y pesimista. Lejos de esto, Debord acertó plenamente, cosa que le costó bastante cara en su propia vida personal. La insobornable obra crítica estaba hecha: ¿cómo vivir con ella? Podemos decir que después… al menos, supo morir a tiempo. Menos mal que no vio cómo una pandemia se fundía con un espectáculo fúnebre del miedo, mientras un negocio multimillonario introducía un estilo bovino de gobernanza. También se libró de ver cómo unas matanzas desgraciadas, en Palestina y Ucrania, se convierten en una posibilidad fabulosa de imagen, blanqueando el racismo europeo con la lucha contra el «terrorismo». Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile woke del orgullo minoritario y los cuerpos mutantes. Una izquierda empantanada en las perspectivas de género y la igualdad sexual, difundidos por el imperialismo de la universidad estadounidense, malamente podía tener ojos y oídos para lo real de una hecatombe… En fin, esperemos que Guy haya alcanzado un modo de paz que, entre nosotros, solo parece verosímil en el claroscuro de un umbral, un intersticio entre la vida y la muerte.
- Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?
La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada o sectaria. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos otros críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. Mayor que el del mismísimo Foucault, quien llegó a acusarle de creer en una inmediatez real, no mediada por la historia. Efectivamente, así es, pues su peculiar situacionismo partía una y otra vez de la exactitud poética, de la potencia afirmativa de la muerte. A riesgo de que se revuelva en la tumba, casi podríamos decir que Debord fue un hombre de fe, pues le movió una creencia ferviente en lo visible que le mantuvo aparte de la ilustración universitaria. En tal sentido, le debe mucho a la anarquía coronada de Artaud -y sus ecos en Breton-, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo por cierto a Gracián, Manrique, Lorca y otros visionarios españoles anteriores a esta entrega nacional al estreñimiento europeo y estadounidense. A Le Corbusier y a otros les debe algo también, pero más bien por oposición irónica. No obstante, en Debord la cólera siempre estuvo envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces salpicado de un humor endemoniado. Es posible que él, a diferencia de tanto radical académico, creyese en el dios de un desamparo vuelto, salvado en la gracia de lo abierto. De algún modo, Debord pertenecía a una mítica y casi extinta aristocracia de la intemperie.
- ¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa que extrae directamente la magia del desorden?
Encontrando el acontecimiento dormido en las situaciones, propone someter el cuerpo enfermizo del ciudadano urbano a la cura de las afueras. La deriva es la incursión en la playa escondida de los espacios, al margen del espíritu furiosamente temporal del capitalismo, la seguridad policial de su cronología. Entiendo que Debord, con el pasaje que es la deriva, propone una potencia de metamorfosis corporal, perceptiva y anímica, no sólo ideológica y política. Y ello sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto radiante partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por una exterioridad sepultada bajo el cemento, a través de los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos un espacio de libertad en medio del encierro espectacular. Esto es parte de la guerra geoestratégica que le interesaba. En la actualidad, la sentimos como una guerrilla terrenal dirigida contra nuestra patético retiro al reconocimiento urbano.
- Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza? ¿Cómo es posible que nos den semejante gato por liebre?
El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en suma, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, ingenua o tranquilizadora. Debido a este peligro íntimo, el deseo siempre está tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que ofrece devolvernos al útero seguro del narcisismo, individual y social. No es tan extraño que los simulacros nos cautiven, pues permiten al sujeto alejarse en manada del peligro de vivir, de un absoluto local que es siempre intransferible.
- ¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?
Si ese mínimo vital lo dicta el sueño, la brújula secreta de cada quien, adelante, sería aceptable. Ahora bien, ¿quién decide hoy qué es mínimo, qué es tolerable y qué es intolerable? El problema ocurre cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos con un hilo de vida, en el estado larvario necesario para seguir encerrados y produciendo. En suma, reproduciendo la miseria mental que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo de Debord es una forma de infiltrarse, ingresando en el interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro. ¿Cómo? Con una relación barroca o incluso medieval con la vitalidad, libre de esta hipocondría histórica que aqueja a la posmodernidad.
- ¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos la propia vida?
Todo depende de la relación que mantengamos con lo que nos da pánico. Pienso que Debord creía que una construcción duradera, libre de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre una escucha a la constelación natal, recibida desde el genio de la infancia. Si lo natal está lejos, y a la vez es nuestra manera manantial, la escucha es el culmen de la acción. No creo que esto sonase mal a sus oídos, increíblemente juveniles. Tenemos para este salto todo lo que se necesita, la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia hoy a la gente es esa «nada», una indefinición original que nos permitiría romper con el muelle de las dependencias inyectadas. Atendamos un momento a la «comprensión» del ecologismo alemán hacia los métodos de Israel. El apartheid sionista ha cautivado al progresismo occidental porque aquel sólo es la punta estadística de una furia aisladora, de origen angloamericano, que ha invadido la pulcritud de la UE. La servidumbre interactiva, a la que se ha rendido la izquierda mayoritaria, sólo se podría frenar con una relación afirmativa e impolítica con el misterio. De modos que apenas podemos imaginar, él lo logró en vida. Bendito sea, aunque su ejemplo sea hoy difícilmente imitable.
- Para Debord, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?
Entrando en los signos del miedo, venciéndolos desde abajo. Es en realidad una vieja sabiduría, de la que se hace eco él y que también recogen otros. A la manera de Simone Weil, es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Sólo nuestro subdesarrollo constitutivo, la borrosa escena primordial que nos ha engendrado, puede librarnos de la fascinación que ejerce el tránsito incesante de novedades, marcas e imágenes. Deberíamos volver a poner en lo onírico, en la forma misma de dormir y respirar, una posibilidad más alta que cualquier actualidad, esta estadística totalitaria propia que es la política, la información y la economía.
- «No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thachert, ¿no hay alternativa a este sistema?
Psicológica y culturalmente, el «sistema» es la ilusión de no regresar jamás a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. El capitalismo es la cultura de un apartheid personalizado, el complot político contra lo real. Debido a esta promesa personalizada de separación espectacular, la inquisición religiosa acaba triunfando a través de las causas laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo urbano con esta alienación caliente y sexy que se le ofrece, pues esta promete la acumulación de un «nivel de vida» que permita una nueva ingravidez, libre por fin de los demonios del suelo. Vivimos en la religión de la circulación perpetua: para quien flota, ninguna mugre terrenal es cercana. Se trata de una ilusión puritana, pero muy eficaz al actuar sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse en lo ahistórico que está bajo el cemento urbano. Que no hay alternativa, que la vida común no ofrece ninguna, es la idea fija del sistema, el nihilismo de fondo que une a todas las ideologías, haciéndolas a la vez obsoletas y convirtiéndolas en una farsa. Es el racismo contra la tierra y sus pueblos lo que une el espectro político occidental. Thatcher dijo a gritos lo que lo que hoy Trudeau dice con la dentadura correcta de una boca sonriente: es necesario apartarse de la jungla terrenal y sus pueblos de mierda. Así es hoy nuestro apartheid, portátil y ecológico. Es obvio que Debord, al hacerse consciente de este odio democrático, no se puso la vida fácil.
- ¿Existe, a día de hoy, algún «teórico» del vuelo de Debord?
En medio de nuestra coacción mental, no es probable tal intensidad espiritual. Pero no debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones, que hoy se multiplican a través de nuestro dictado normativo. Tras la obediencia masiva, una rebelión está preparándose. Aunque para rebelarse contra este poder uterino, no basta con una política. Hará falta otra metafísica, una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que roza lo inconcebible. Por eso es normal que hoy las revelaciones vengan de gente anónima, de la que nadie ha oído hablar. En cuanto a nombres propios, al menos se podrían citar a cuatro pensadores vivos: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Marcelo Barros y Julien Coupat. Desde el terror inclusivo que ejerce nuestro simulacro de inmanencia, estos cuatro agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los cuatro han intentado prolongar una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay muchos otros nombres, que sería prolijo enumerar. Si repasamos el «Postscriptum» de Deleuze, siguiendo el rastro de un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos, aunque pocos le citen. Como él pilló al vuelo la perfidia alternativa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es de esperar que en el futuro vuelvan a Debord muchos otros pensadores. Tendrán que volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles que se infiltran en este mundo adormecido. Tendrán que ser ágiles, más rápidos que nuestro deslizamiento obligado, si quieren recuperar el poder mítico del ser lento que somos.
- ¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?
Como él tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando al disparar en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder al sectarismo de consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, dado que tomaba el arte como primera forma de una verdad común y escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y los artistas, expandirlo como forma de vida. En tal caso, sería la estrategia de conservar dejando ser, dejando caer: buscando una especie de eternidad infraleve, una caducidad incorruptible que también interesó a Duchamp y Cage.
- Le devuelvo una pregunta que se hace también el filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?
No hay avance sin retroceso. Un despegue global ha de esconder también un sótano inusitado. Para defendernos de la existencia, la idolatría siempre vuelve. Encerrada en mil prótesis de alejamiento, la humanidad actual tiene miedo al devenir, a este envolvente azar real que amenaza siempre con rehacernos. De ahí que hayamos derribado un dios para cambiarlo por otro, más actual y mortífero. La vieja cólera de Dios se ha posado en la cólera de la identidad y sus cancelaciones, en la sonrisa de un Yo deslizante, endiosado e inescrutable. Nuestra masificación espectacular sólo suelda átomos mutilados, profundamente enmudecidos. Nick Cave dijo que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más fúnebres y eclesiásticas del mundo. Sabía de lo que hablaba, y creo que Debord sonreiría con esa idea.
- ¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?
Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en tal sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de un Einstein todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord lejano del dios-niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto. Sólo otro candor, que se atreva a jugar incluso con lo peor, puede librarnos de esta oferta enfermiza de una salvación social que nos asfixia y nos ha convertido en arios digitales.
- A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?
El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una alteridad que nos atraviesa y no cabe en ninguna identidad, por minoritaria que esta sea. Con la deriva, con la psicogeografía o una relación amorosa, «construir una situación» es abrirla a su acontecimiento potencial, a un encuentro que espera. De acuerdo en que esto da miedo, pues pone en riesgo el narcisismo identitario que nos hoy blinda. Ahora bien, si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, que no tolera un reconocimiento público, cedemos también en el primer territorio existencial desde el cual podemos ejercer una fuerza. Creo que Debord pensaba que los amos externos que nos dominan se arraigan en esta primera concesión, en la promesa envenenada de un estatismo continuo.
- Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?
Sería una manera de dejar entrar la medicina de lo impersonal, la tormenta abstracta de un afuera que puede expandir cuerpos y mentes. Por paradójico que parezca, y a la manera de Machado, nos curaríamos del miedo continuamente inyectado con el vértigo de existir. Con un miedo invertido, transformado en una potencia de finitud. Esto nos libraría del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza y, a la vez, del patético narcisismo de nuestra pequeña diferencia, este ilusión de culto exclusivo donde hemos encontrado el sedante para el maltrato mayoritario que hemos consentido. La verdad, recordado a Debord no sé si soy pesimista o ingenuo. Como él mismo, quizá haya que ser las dos cosas a la vez, aunque con hemisferios corporales distintos.
Sobre el papel militar de nuestras emociones. Carta a Edgar Borges
Querido Edgar,
Perdona el habitual retraso en responderte. Sobre el papel de las emociones en nuestros dispositivos de poder, yo lo veo así. Primero el capitalismo desencantó el mundo: la emigración a la ciudad, la ruptura con el orbe campesino, le regulación minuciosa del tiempo cotidiano… Todo ello lleva a la instalación de un ciudadano hermético, misterioso, que se corresponde al enfriamiento de las relaciones, a la desconfianza, al auge de la novela policíaca y también de la psicología.
Weber no se equivoca cuando diagnostica el nacimiento del capitalismo con el establecimiento de una organización fría del lucro que incluso prohíbe la vieja piratería. Se pone en pie una distancia «protestante» entre las personas, cada una en relación directa con Dios y su predestinación, que facilita un aislamiento individualista que las convierte en potenciales empresarios y, a la vez, en mercancías. El prójimo desaparece: aparece el ciudadano, el cliente y, más tarde, el consumidor. Es una ruptura urbana con la cultura de los sentidos, y con el liberalismo hedonista del campo, a favor de un orden social y unas prácticas económicas cada día más cerebrales. El privilegio del cerebro en Occidente, por tópico que sea, no es ninguna anécdota. La IA cayó sobre nosotros después de un privilegio obsesivo y artificial del cerebro, órgano de control por excelencia.
Que tengamos la sensación de que, incluso en España, hace ya décadas el orbe campesino era más libertino que el puritanismo urbano, fuese con aire protestante, católico laico, tampoco es ningún capricho. Incluso en una región tan humanista y «liberal» de costumbres como Galicia, podemos recordar a Santiago trabado por el corsé del recato… mientras el orbe rural de las afueras era mucho más desenvuelto, más procaz, por no decir salvaje.
Después el capitalismo se calienta. Enfriamiento real, calentamiento virtual. Para mejor invadir y consumir las almas del sur, y el mundo exótico de las afueras, antiguamente colonizado, el capitalismo se hace mas y más emocional, más y más sexy y «turístico». Pero todo ello con una emoción artificial, como de anuncio, igual que la creciente extensión de la pornografía.
Es cierto que el funcionamiento despótico de la publicidad y la información, que ha conseguido un conductismo de masas que poco tiene que envidiar a los totalitarismos de antaño, tiene una base emocional. Pero son emociones de diseño, más artificiales, anteriores y controladas que la aparición de la IA.
Como disciplina de masas, la información funciona con la reiteración, con una invasión por goteo que acaba generando un público cautivo. Todos somos libres, pero vamos a los mismos sitios, vemos las mismas películas y opinamos lo mismo sobre la homosexualidad, sobre Ucrania y el aire infecto de los musulmanes. La base emocional de nuestra inteligencia social, el fondo emocional de nuestro control de geometría variable, exige una conspiración cerebral mucho mayor que la de las viejas formas de la disciplina (Foucault). Pues ahora se trata de que el sujeto obedezca mientras tiene una intensa, casi obscena sensación de libertad. Nula libertad de acción, maniatada por la economía, máxima libertad de expresión, maniatada por la obscenidad de los medios y las redes. ¿Qué clase de coerciones se habrán impuesto en la vida real para que tanta gente de las urbes decidan vivir en las redes? Hasta la sexualidad decrece, a manos de un onanismo expandido.
La pornografía no es, en todo esto, un mundo subsidiario, sino central. No sólo para que la gente se desahogue y no le estalle la cabeza, sino para que la gente obedezca mientras se divierte. Que le pregunten a las chicas y los chicos de las FDI israelíes, que mientras destrozan niños pueden babear sobre hamburguesas, pizzas suculentas o asados argentinos. La cocina puntera también es emocional, o sea, inundada de gritos, visibilidad y pornografía.
Mientras una izquierda servil de las nuevas modas del imperio se obsesiona con las perspectivas de género, pierde a la vez oído y estómago para la obscenidad que invade lo real. Si el espectador occidental no vomita con las imágenes de Gaza, vea lo que vea, es porque la información tiene una estructura pornográfica que nos anestesia, reabsorbiendo cualquier impacto. Cuando el editor neoyorquino de Handke le confiesa que, al leer su libro sobre Serbia, entendió que todo lo que había oído sobre el tema hasta entonces era pornografía, no estaba exagerando.
Así pues, tienes razón, existe un uso obsceno de las emociones en Occidente que impide pensar. Peor aún, impide sentir por cuenta propia. Cuando estamos a punto de llorar, ya pasamos a la siguiente risa. Pero porque somos cautivos de un imperio emocional minuciosamente controlado, a distancia. Quien hoy se atreva a sentir sin cobertura, pensando sin red, ya estaría salvado de la alienación que nos hace tan felices… mientras arrasa cualquier rastro de vida.
No, no hay muchas razones para ser fácilmente optimistas. Y sin embargo, de algún modo hay que serlo. Cuando algunos han sugerido que hoy solo un apocalipsis puede salvarnos, tampoco estaban exagerando mucho. El apocalipsis de atreverse a estar a solas con el silencio del mundo, el de desaparecer de la visibilidad, aunque sea un minuto al día, y acercarse personalmente a la soledad con la que hoy laten las pocas verdades que nos rozan.
¿Tendremos fuerza para este regreso ancestral, primitivo? ¿Y para comunicarlo después? Todo ello para no convertirnos en cínicos… ni en amargados. No, no parece fácil. Tenemos sin embargo todo lo necesario para lograrlo. La facultad de desaparecer y reaparecer, usando dos manos. Una debe empuñar una cólera nueva, capaz de enfrentarse. Otra debe empuñar un humor nuevo, capaz de infiltrarse.
Como ves, querido, no se consuela quien no quiere. Continuará, seguro. Gracias por la pregunta, un abrazo y hasta pronto,
Ignacio
DISECCIÓN DE UNA DISECCIÓN
Anatomía de una caída es una película impecable que conviene ver. Thriller sobre nuestras intimidades acosadas, está fabricada casi al detalle y mantiene la atención durante sus más de dos horas. Obviamente ambiciosa, es consciente de su nivel. Así se le debe juzgar. No habría por qué juzgar nada, lo propio sería dejarse llevar. Pero como uno sufrió, y al final no acaba encantado, lo justo es explicar esa incomodidad.
Alpes franceses. La nieve y el frío configuran un elegante drama de altura. A diferencia de otros clásicos nórdicos, sin embargo, ahora no hay un fuerte debate humano y real que permita apearse del frío, compensarlo. Salvo la periodista que Sandra (Hüller) intenta seducir, y quizá el fiscal, todos se desenvuelven en el diseño de escenarios de élite. Samuel (Theis) y Sandra son escritores, pero sus respectivas pasiones literarias giran en torno a las sucesivas pruebas y argumentos que sacan de sus vidas. Pero no cualquiera puede elegir la nieve. Cuando Sandra se queja de que su marido la ha arrastrado a su lugar natal, y se vanagloria de no sonreír a los vecinos, está expresando la misma seguridad fría que vimos en la Sandra Hüller de Tony Erdmann. Naturalmente, Sandra es bisexual, como toda la gente de alto rendimiento que ha de buscar en el sexo un experiencia de riesgo. Anatomía de una caída es la «disección asombrosa» de un rompecabezas afectivo. No tan asombrosa, se podía decir, si tenemos en cuenta que los afectos están amortiguados en los cadáveres afectivos que son los personajes de esta cinta, como cuerpos dispuestos para el análisis.
Esta historia es sórdida, pero la directora sabe que juega con nuestra adaptación, blanqueando la inercia. Lo peor de la película es que lleva al extremo la habitual propia sordidez y, al hacerlo con tan buena hechura, al final salimos de la sala casi aliviados. Ante Sandra y su mundo, no nos va tan mal. El hecho de que la trama esté llena de palabras y mantenga su largometraje en un control estricto de los giros –a veces un tanto fatigosos- que saturan la historia de Sandra, no tan apasionante, pone en duda ese hechizo polémico que la directora pretende. Voluntad que también se manifiesta en el detalle insólito de que la protagonista, Sandra Hüller, presente off de record el apasionante debate que van a ver los espectadores. Y la propuesta de una ficción que debe envolver a la realidad, adelantarse a ella. Tal vez por eso los personajes de Sandra y Samuel se llaman en esta narración igual que los actores que les dan vida.
Justine Triet intenta atrapar al público con el morbo de una relación con lo peor, pero lo hace de modo tan milimetradamente abierto, con tal indeterminación calculada, que cualquier suceso de la narración tiende a la impunidad moral. En la historia apenas hay lugar para una humanidad que no esté ahormada por la ambición de la inteligencia, omnipresente en un alto nivel de confort. Los problemas económicos de los protagonistas son también de altura, casi bursátiles. Los conflictos psíquicos, amortiguados por una educación que ha hecho del niño un talento musical. Expresión de esta Europa clonada, nadie parece sufrir a fondo. Ni siquiera Daniel (Milo Machado), el hijo ciego, que pronto se sostiene en su propia y secreta estrategia. Todos además se expresan maravillosamente, incluso en los peores momentos. De algún modo, como es tradicional en los escenarios urbanos, el encanto de la vieja humanidad pasa a las mascotas. En este caso, al perro del chalé alpino.
El hecho de que en la casa de los Theis todo pueda estar grabado –servido para un juicio- indica la emoción y la inteligencia artificiales que sostiene a los protagonistas, logrando una ficción que en cierto modo se adelanta a la realidad. La importancia de lo jurídico en esta historia no deja de señalar la relevancia de la copia, la prueba y la argumentación, en un universo encauzado por el diseño. Hasta el pequeño Daniel se adapta con relativa facilidad a la crueldad del formato jurídico. Ya antes de la muerte de Samuel, la vida en esta casa parece transcurrir virtualmente, duplicada.
La relación profesional y personal entre Sandra y Vincent (Swan Arlaud), a pesar de una atracción antigua por parte de él, nunca se precipita en nada. Es un buen ejemplo de la suspensión que atrapa a los personajes. A diferencia de otras muestras del «cine procedimental», incluso en la reciente El caso Villa Caprice, apenas ninguna lágrima es creíble, ninguna humanidad sin argumentos. Todo gira en una presencia calculada, sin calor ni unas entrañas que puedan pensar. Tendría gracia recordar con precisión el detalle insólito de esa protagonista, en otro juego que funde realidad y ficción, presentando al principio el apasionante debate que verán los espectadores. Igual que tantos progres empoderados, Sandra y Samuel no parecen contener nada de la vieja humanidad de sus padres. Incluso ellos dos, como padres, no tienen mucho de padres. Y esto ya antes de una ceguera filial que parece desdorar tan luminosa familia.
En esta historia la ficción se apodera otra vez de la realidad, que es justamente lo que el público quiere. A todo cerebro, sin nada de vísceras, deseamos una realidad donde no haya referente cognitivo ni moral. De ahí la importancia de lo jurídico y lo periodístico. Incluso cuando Sandra por fin llora, poco antes cuenta un buen chiste. Ella, podríamos decir, es una especie de elegante evasora de afectos. Nunca parece dejarse llevar. Como si apenas conociese la derrota, la caída sin red. Se supone que vive en un laberinto afectivo. En realidad, ¿dónde están aquí los afectos, libres de las estrategias de cálculo? Hasta el niño y el perro parecen tener coartadas.
El mercado de la opinión, las redes, el sexo, el Estado. Todo son mecanismos de desgaste donde nadie se enfrenta abiertamente a nadie. Cuando esto ocurre, se produce un juicio para resolverlo. Ahí es donde el fiscal, en un escenario de laboratorio, simula una especie de indignación moral. Pero la relación con el diablo, con la caída que es vivir, es mínima en este cine procedimental. De alguna manera imitando a América, ocurre como si las vidas ya no fuese posibles sin el Estado y su sistema judicial, si la amenaza de la ley no propicia un encuentro. En este sentido, la película de Triet responde a la judicialización de los últimos resquicios de la vida cotidiana, simétrica a la vigilancia obscena de un público voyeur. Estado judicial y mercado amoral se alternan. Occidente ha llegado al límite de sus fuerzas, no tiene mucho más que ofrecer. Expoliados los territorios de ultramar, ahora se dedica a los resquicios recónditos de la subjetividad.
Buscando el alivio de su propia miseria, todos opinan, son opinadores descorazonados. El morbo del público responde al interés de que alguien haya caído más bajo que uno mismo. Estamos ante una película muy bien hecha, pero de interés relativo. Bajo su piel brillante, Anatomía de una caída es monótona igual que un capitalismo avanzado donde todas las diferencias son consumibles. El trabajo de Triet sólo gana enteros gracias a nuestras vidas de mierda, que ponen la pasión que en la cinta falta. El conformismo de la expectación compensa la ausencia de sangre.
Como nadie es bueno, excepto un poco el perro, salimos a la calle más dispuestos que nunca a renunciar a cualquier decisión personal, desnuda. Según Triet, todo depende de estrategias. Y del suplemento de un «sucio secretito» francés que debe lavar las almas. Estamos ante una película hecha desde el apartheid moral que nos caracteriza. Después de aguantar dos horas y media, el escándalo del mundo y sus matanzas es menor al ver que también entre nosotros hay matanzas, aunque normalmente sin tripas. No hay nada como un buen conflicto existencial para que los verdugos puedan disculpar sus crímenes en lo mucho que sufren.
Finalmente, el suspense está otra vez al servicio de una suspensión de las decisiones, cambiando recuerdos y sensaciones. ¿Es casual que Sandra tenga que hablar en inglés, la lengua del nihilismo que nos nivela, cada vez que se enfrenta a una encrucijada? Igual que en los cenáculos de la UE, se habla inglés para no decir nada, ninguna verdad. La élite que sobrevuela la realidad usa una lingua franca para relacionar lo que no tiene relación. Puro comercio de sentimientos: Triet trabaja con este nihilismo. Casi nadie en esta historia –un poco el abogado Vincent, un poco la periodista seducida- posee el erotismo de alguna inocencia. Si todos se expresan en público con una excelente oratoria es por estar entrenados en el reino del espectáculo, aunque estilizado al modo europeo. Anatomía de una caída tiene poco nuevo que contar, pues su caída ocurre con red. En bucle, como la versión musical que es obsesiva en esta historia.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 27 de diciembre de 2023