Sociopatía de la última normalidad
Después del ridículo de la inteligencia israelí en el espantoso y extraño atentado del 7 de octubre, se trataba de restaurar el pánico a «la única democracia de Oriente Medio». El rock de Apocalypse now, mientras se mataban vietnamitas, tenía así que ser ampliamente superado. Lo nuestro es un fascismo ambiental adornado con música techno, como el de esos jóvenes de las FDI que, con cualquier orientación sexual, bailan frenéticamente después de reventar palestinos con sus temibles Merkava. Pero algunas lluvias de sangre caen sobre almas mojadas. Aunque el mismísimo Elon Musk reconozca que cada niño asesinado genera diez milicianos de Hamás, ¿no se trata precisamente de hamasizar, de fanatizar al máximo el orbe musulmán? ¿Lo conseguiremos? Nos vendría de perlas para tener los misiles siempre listos y justificar de antemano el amasijo sanguinolento de cadáveres civiles. Habrá que destrozar a muchas mujeres pero, ahora que hemos aflojado la generosa ayuda humanitaria a Ucrania, municiones no nos faltan. Tampoco bombas de fósforo ni proyectiles de uranio empobrecido.
¿Qué pinta, en este espléndido panorama de carnicería ejercida en plena democracia vegetariana, las constantes alarmas tipo Que viene el Coco? Milei, Le Pen, Abascal, Trump, Orbán, Meloni… ¿De qué hablamos cuando hoy usamos el miedo a un retorno del «fascismo»? Es esencialmente una patraña, la impostura de un espantapájaros manejable. Es la coartada encubridora que hace todavía más invisible la violencia perfecta del sistema, el glamour de diversidad con el que opera el narcisismo genocida de nuestras costumbres. La matanza apocalíptica de Palestina, impune para Israel y para Estados Unidos, no se explicaría sin la inquisición institucional en que han entrado hace tiempo las democracias, una ferocidad neocon que convierte al fascismo clásico en un exótico trampantojo. Como el nihilismo occidental cree no tener ya ningún referente exterior y ha conseguido sentirse rodeado de una jungla bárbara –más sus representantes interiores, los ultras-, se puede permitir el lujo de no tener nada vitalmente afirmativo que ofrecer. Le basta con sus horribles enemigos, así que dedica buena parte de su energía a satanizar el resto de la tierra.
Ni vale la pena volver a repetir la lista de bestias, personificados o culturales, que semana tras semana acosan y refuerzan las fronteras de «Occidente». Es preciso darle forma incansable a los fantasmas externos. Intramuros, el ejemplo ideal de todos ellos es el viejo fascismo, trasmutado también en islamismo radical o en despotismo paneslavo, viejos fantasmas que blanquean la interactiva y limpia violencia simbólica del sistema. Si puede, incluso sexy. Fijémonos en el confort sonriente de cualquier reunión de Davos, la OTAN, el FMI o el G7. Las élites sionistas, de cumbre en cumbre; los pueblos, de abismo en abismo. Para justificar esta escandalosa desigualdad no hay nada como una posibilidad todavía peor, el retorno de los fachas.
¿Para qué los necesitamos? Pensemos otra vez en la suave Úrsula. Aunque partidaria impasible de la venganza sangrienta de Israel, no es de «extrema derecha». Al menos, comparada con Javier Milei. Pero a fin de cuentas qué más da, pues si ella no es «fascista» es sólo para cumplir mejor el despotismo neoliberal del imperio. ¿Recordemos con qué aplomo frío y serpentino encaraba las críticas del diputado irlandés Boyd? Igual que otras elegantes muestras de nuestro bestiario democrático –Trudeau o Rishi Sunak no le van a la zaga-, ella representa un «fascismo» tan encarnado y consumado que puede prescindir de cualquier simbología totalitaria. Mientras avanza con su casco de peluquería en la aplicación de la agenda 2030, sonríe levemente. Apenas se notan los hilos de veneno occidental en las comisuras de sus labios pintados. La izquierda debía tomar nota de este fascismo correcto, casi cool, que ya no se llama fascismo. ¿Lo hará? No, está demasiado ocupada en servir a un capitalismo reciclado.
Von der Leyen se basta sola con su equipo de maquillaje democrático. Le sobra Le Pen, ya no digamos Orbán, que serían un estorbo demasiado creyente y vehemente, demasiado explícito. ¿Para qué exhibir un ideario agresivo y abiertamente racista si este ya está cristalizado en la marcha imparable de la conspiración europea? Asomémonos a The Great Narrative, el documento Schwab & Malleret que es guía de fondo de la azulada agenda colectiva. Úrsula se basta en ella con su inglés cuasi perfecto, su resolución fría y democrática. Investida de dolor solemne, sólo hay que verla desfilando en el monumento al Holocausto de Berlín para imaginarse qué nuevos hornos crematorios, pero a fuego lento, están en su mente inescrutable. Este es el fascismo que viene, la pulcritud silenciosa de su globalismo en jet. ¿Alguien se imagina a esta mujer gritando, no ya por los niños de Gaza, sino por la muerte de su propia madre?
Tiene razón Marine Le Pen cuando insiste en que no es de extrema derecha. Con este tipo de inteligencia artificial encarnada que nos lidera, sobra el fascismo. Lo mismo vale para Yolanda Díaz, Jacinda Ardern o Boris Johnson. ¿Qué queda en ellos de corazón, de espontaneidad, de pasiones primarias? Nada. Les une la niebla, la tibieza flexible de su centrismo mundial. Se dijo cien veces, pero nadie estaba escuchando, que el calentamiento global es la cara virtual de un analógico enfriamiento local. Es fácil que Marx se haya quedado corto al retratar la crueldad sibilina, la ausencia absoluta de alma en esta burguesía socialdemócrata o derechista que nos dirige. Netanyahu arrasa Gaza y Cisjordania no con el racismo primario que explicitan algunos de sus subalternos, sino ante todo con el odio sistémico y tranquilo de una Hillary Clinton, una Kamala Harris, un Scholz. Racismo democrático que admite la bandera LGTBIQ+ ondeando sobre los tanques que aplastan palestinos. Es el sistema el que el radical en su voluntad integral de desarraigo y obediencia interactiva, y esto nos ahorra vociferantes extremistas. Estando al mando el estado de gracia democrática en la planificación del espanto, los radicales sobran. Son sólo un eventual adorno, útil para jugar con su amenaza y enseguida desmarcarse de ellos. Nuestro fascismo es fluido, como las pantallas de plasma. Hay inevitables daños sangrientos al defender la democracia, pero al menos no rajamos mujeres indefensas al estilo de Hamás o Hezbolá. Siempre hay algo potencialmente mucho peor, y eso es lo que hace sostenible el sistema.
En el reino de la trasparencia democrática el odio ha de ser modulado y progresista. Si puede, esbelto. Se dice que Sánchez no descuida el espejo ni el cuidado diario de su cuerpo. Igual que su adorado Obama, tiene mucho cuidado en no recordar la corpulencia campesina del húngaro Viktor Orbán, no digamos de Trump o Putin. Nuestro airoso despotismo ni siquiera debe parecerse a Juncker, cuya relativa humanidad le llevaba a beber como un cosaco. ¿Qué significan en realidad estos signos de adelgazamiento anímico? La gobernanza occidental debe alejarse lo más posible de lo que se llamaba carácter y su rastro de vicios, de cualquier espontaneidad, con sus gases en el vientre y sus pulsiones visibles. Hasta las emociones han de ser de centro. Si buscamos en los diccionarios el significado de «psicópata» o «sociópata», diagnósticos aplicados hasta ayer a nuestros asesinos en serie, veremos que ambas categorías clínicas se ajustan a nuestros líderes de trajes y rictus impecables. «Déficit de afectos y de remordimiento». «Narcisismo y alta capacidad intelectual». «Uso malicioso de la seducción». «Manipulación de los otros en función de un fin escondido…». Todas las variantes de un trastorno bipolar son cada día más compatibles con una normalizada visibilidad, con los recomendables ademanes telegénicos donde sobra el mal aliento y la espuma de feria en la boca.
Los medios se pasan el día denunciando formas groseras de la violencia –el machismo, la extrema derecha, el islam homófobo, la caza y los toros…-, pero todo esto es un enredo para lavar las conciencias, el dispositivo de blanqueo de una violencia interactiva tan plana como las pantallas de moda. En el plano de nuestra arrogancia autista, sigue siendo útil la frase de la socialdemócrata Golda Meir: «Podemos perdonarle a los árabes que maten a nuestros hijos. No podemos perdonarles que nos hayan obligado a matar a los suyos». Y es esta violencia afelpada, común al amplio espectro del sistema, lo que hace que Massa se sienta tranquilo y confiado ante el triunfo de Milei, incluso tras sus loas al Estado que sigue asfixiando niños prematuros en los destartalados hospitales que quedan en Palestina.
Ignacio castro Rey. Madrid, 21 de noviembre de 2023
El racismo democrático de los elegidos
López Obrador es un oscuro populista, peligroso para la transparencia democrática. Corbyn, antisemita. Xi Jinping y Maduro, unos dictadores. Erdogan, al-Ásad y Putin, déspotas y asesinos. Dentro de esta incesante campaña de incriminación de la humanidad exterior a nuestro «jardín» occidental, campaña sostenida por unas democracias sin exterior y cada día más normativas, Palestina es sólo el epítome, la metáfora colectiva de nuestro odio al otro, a lo Otro. Esto explica tanto su aura de emblemática resistencia en algunas minorías sensibles como que las democracias consientan en masa el genocidio que allí se está ejecutando. Después de la incursión terrorífica de Hamás, extrañamente fácil, si cierto humanitarismo pide una pausa es sólo en cuanto a la proporción, la intensidad y las formas visibles de la carnicería en la Franja. Además, el pacto implícito en unas matanzas que se han vuelto vitales para el mercado, es que la sangre no corra a la vista. Mejor fuera de campo, como en las «penas de telediario» y la caza del hombre que cotidianamente emprenden los medios para mantener la idea de que una jungla infernal rodea a Occidente.
Bajo esta hipocresía democrática, es preciso recuperar la idea de que una civilización sigue siendo también un documento de barbarie. Que sepamos, los colonos canadienses, australianos o estadounidenses no han tenido que rendir cuentas a nadie. Se trataba de desalojar a las pueblos nativos a cualquier precio. Que se exterminasen a tiros o fueran enviados a reservas infestadas de alcohol letal era un detalle secundario. La misma impunidad vale para la lluvia de fuego sobre Dresde, también para unas bombas atómicas que fueron arrojadas por el Estado más peligroso del orbe contemporáneo. El desprecio del otro es la regla de la grandiosa historia occidental. Hitler denominaba sub-humanos (Untermensch) a gitanos, judíos y eslavos, igual que Netanyahu llama «animales inhumanos» no sólo a Hamás, sino a todos los palestinos que se rebelen en armas contra la esclavitud. El genocidio es la norma en el surgimiento de nuestras naciones. Y precisamente esta ley es redoblada sin ambages cuando se puede ejercer sobre lo que se han llamado «pueblos sin historia». La propia carta de Marx (1853) sobre la conquista británica de la India es de un cinismo despiadado.
La izquierda hegemónica que, salvo honrosas excepciones, consiente la hecatombe de Gaza colabora con el capitalismo en un genocidio a cámara lenta de todo lo que sea natal, atávico y arraigado en las poblaciones. No es sólo una anécdota que un padre, tras votar durante años a los socialistas, pueda decir: «Lo han conseguido. Nuestra juventud no tiene hijos, no tiene religión, no tiene patria ni sexo». Aunque este hombre exagere, parece indudable que el desarraigo es el eje de un sistema que ya puede funcionar con cualquier ideología. La única condición es lograr apartarse, elevarse sobre unos oscuros pueblos considerados infectados del atraso del pasado. Precisamente el atractivo de Israel, para tantos intelectuales, es el de un apartheid por fin democrático. Justificado además espiritualmente, pues su violencia tiene la justicia histórica otorgada por una larga persecución. Los asesinos no lo son porque antes son las víctimas. Su arrogancia armada es por fin impune, libre de sospecha y absuelta por un pasado de víctimas únicas, como dice el periodista hebreo Gideon Levy. No es casual la matanza de niños palestinos. La descendencia de los apestados ha de ser decapitada de raíz, a bajo coste. Hace poco, una bestia Wasp decía sin inmutarse: «Realmente, ¿se pueden suponer civiles palestinos inocentes? ¿Lo haríamos con los nazis?». Y la izquierda instituida, en EE.UU. o en Francia, no es ajena a esta justificación democrática de la matanza. El propio Bernie Sanders clamaba hace pocos días por la necesidad de continuar con los bombardeos masivos. En qué nivel ha de estar el colaboracionismo occidental con la barbarie para que un tibio funcionario como Guterres, o una estrella radiante como A. Jolie, tengan que recordar en alto lo que los líderes europeos no dicen ni con la boca pequeña: que una cárcel gigantesca de régimen abierto se ha transformando en una tumba colectiva. En Francia y Alemania, en Argentina e Inglaterra, el anterior colaboracionismo con los nazis se prolonga ahora en el colaboracionismo con la matanza sionista.
La propia autoridad moral del judaísmo parece haber llegado a término al convertir la tierra prometida en una orgía sangrienta que amasa los cuerpos de los otros. Y con frecuencia, bajo un aire de fiesta. McDonnald’s sirve hamburguesas gratis a las tropas de la democracia. En unos de estos días, soldados israelíes que vuelven de una ronda nocturna disparan para divertirse a una enfermera palestina que espera su autobús en Cisjordania. La eliminación de la alteridad es la aspiración que anima el narcisismo de la actual vanguardia democrática. Es reconfortante que una exigua minoría judía proteste ante este festín caníbal de los elegidos, pero eso no cambia la ferocidad impune del progreso. Hamás, que antes de las Intifadas y de la financiación sionista era una simple organización caritativa, es la disculpa para blanquear la violencia apocalíptica contra los últimos «judíos de los judíos». Igual que, salvando las distancias, Franco y la extrema derecha es la cortina de humo que justifica la entrega actual de la socialdemocracia española a la disolución que nos impone el capitalismo europeo.
Fueron reconfortantes en estos días las tajantes declaraciones de Ione Belarra. Queda la siniestra duda de hasta qué punto son parte de una campaña electoral encubierta en la que Podemos puede y debe desmarcarse de Sumar y de Sánchez. De hecho, igual que en la publicidad, enseguida las alusiones de Belarra y Montero a los niños palestinos asesinados se mezclaron con los habituales mantras sectarios sobre el abuso sexual en la Iglesia, la obsolescencia de la monarquía y el derecho del progresismo a pactar con quien sea para continuar en el poder. En este punto se puede recordar que el calificativo de «facha» tiene en España el mismo efecto represor que el de «antisemita» en Europa: vale para encubrir un abuso democrático que no tiene ninguna humanidad exterior ante la que rendir cuentas.
Al margen de una tregua provisional, que sólo va a servir para ordenar los cadáveres y convertir a Gaza en un Lager gigantesco, como ya lo es Cisjordania, a Israel sólo podría pararlo sufrir miles de bajas en sus tropas. Al menos, la mitad de esa masa de cadáveres civiles que son el saldo de un mes de bombardeos en Palestina. Como es sabido, ese coste militar no se va a producir. Al apoyo incondicional de la «democracia más grande del mundo» y la tradicional parálisis de la ONU, se une la tibieza de China y Rusia. Y del Vaticano. En cuanto a Palestina, todo el mundo quiere mirar hacia otro lado. También unos regímenes árabes y musulmanes comprometidos hasta la médula con el modelo de apartheid capitalista que tiene en el estado de Israel su vanguardia minuciosamente construida. Que la nación que ejecuta desde hace setenta años el genocidio se presente a la vez como la única democracia del Oriente Medio dice algo acerca de la naturaleza de las democracias en este capitalismo tardío.
La impunidad de Israel es la de los elegidos, también en su condición de víctimas únicas del pasado totalitario europeo. De ahí que se impongan con un terror impune, del que forma parte esa acusación indiscriminada de «antisemitismo» que frena todas las protestas. Los pocos que resisten a la infamia del nuevo racismo es por ser fieles a un humanismo que, sin necesidad de ideología, resiste al conductismo masivo que se ha infiltrado a derecha e izquierda. Lo asombroso no es que Almeida, en plena masacre infantil, rinda homenaje al estado de Israel. Lo llamativo es que J. M. de Prada pueda ser mucho más tajante que Yolanda Díaz ante el intento de borrar a Palestina del mapa.
Es Bolivia quien rompe relaciones diplomáticas con Israel, no España, Brasil o México. Tampoco Egipto o Marruecos. Hoy en día sólo algunos versos sueltos están libres del sistema de reparto que impera en el orden político. El propio Mark Fisher, tan venerado en medios alternativos, ya adelantaba la necesidad de abandonar las «viejas causas» de la izquierda para centrarse en las rarezas que adornan el capitalismo. No resulta fácil desde entonces ser optimista. Si hoy el progresismo quisiera recuperar cierta intransigencia existencial, abandonando el colaboracionismo con un genocidio a fuego lento que es el eje del progreso capitalista, tendría que recuperar valores populares que hace tiempo la izquierda asocia al conservadurismo. Sería urgente una nueva alianza de distintas voluntades de resistencia humanista, pero esta no va a venir de una corrupción política implicada hasta la médula en nuestra flexibilidad cadavérica, en la gestión totalitaria de sus restos.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 13 de noviembre de 2023
Palestina retrata la política occidental. Rafael Poch de Feliu
Publicación en el blog personal de Rafael Poch de Feliu
14 de octubre 2023
Los tres principales países europeos, Reino Unido, Francia y Alemania se han declarado, junto a Estados Unidos e Italia, “unidos y coordinados para garantizar que Israel pueda defenderse”. Palestina lleva muchos años retratando la política occidental. Gracias a ese apoyo, el invocado derecho de Israel a la existencia, un derecho verdadero que ningún estado capaz de conculcarlo pone en duda, se traduce en el derecho a la aniquilación de los palestinos. La suma de la herencia colonial europea y la responsabilidad europea por el genocidio de seis millones de judíos europeos tiene por absurda y trágica consecuencia permitir que Israel se proponga y cometa la destrucción de los palestinos no solo como entidad política y nacional, sino como sociedad.
AMORES TÓXICOS: Taller de cine y filosofía on line
En esta ocasión tratamos uno de los temas más antiguos y obsesivos. El amor a tu pareja; a una causa o una vocación; a un padre, a los amigos, a una hija. Un verdadero amor nos parte en dos, y lo que queda después no siempre es del todo razonable. En la pasión sexual, tan difícil de distinguir de la lujuria y el miedo a estar solo, amamos a partir de una incerteza de sí, presuponiendo que el otro guarda sobre uno mismo una verdad que estaba escondida. El amor es así una mudanza peligrosa, pues el puerto final de una pasión se desconoce. Diga lo que diga cualquier normativa de corrección política, de un amor intenso es difícil recuperarse. Es como una droga, algo que embriaga o envenena, una adicción que nos libera de nuestra tendencia masiva a las adicciones. El amor tiene poco que ver con el consentimiento, ya que ni siquiera pide permiso a la consagrada identidad de cada quien. Es un asalto a la mesura con la que vivimos, un salto brusco que puede llegar a quitarnos la relativa entereza que teníamos. De ahí un «delirio» de leyenda, que a veces nos ciega, generando alegría y envidia, o asustando a los que nos quieren. Es posible que el fenómeno contemporáneo del sectarismo -en la repetición informativa, en la sordera de tantas ideologías salvadoras- brote de cierta miseria en la capacidad de amar, que siempre pone en peligro la seguridad de nuestro narcisismo. Si amas, enloqueces un poco. Si no amas, enfermas lentamente, languideces o te aferras a absurdos fanatismos. En este mundo de estruendo no podemos, quizá no debemos vivir sin amar algo. Sólo hemos de cuidar que lo que amamos no acabe devorándonos.
Para una izquierda libre del progreso espectacular. Preguntas de Esther Peñas.
- Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?
Desgraciadamente, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia común como su fuera la peste, la certeza que el auténtico enemigo es la vida mortal y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La casta descarada de amos que nos intentan gobernar, con un gesto día a día más inclusivo, guarda un inmenso odio dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, progreso atento a las minorías, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Ocurre como si la vieja y oxidada alienación se hiciera divertida e interactiva, saltando a las pistas de baile. Debord tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mucho mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia. Por poner un ejemplo, comparado con un Mark Fisher que también murió prematuramente, encontramos en los textos de Debord la inmediatez de una fresca violencia. Este certeza utópica es lo que lo hace, en medio de un estalinismo minoritario de Estado que complementa la obscenidad mayoritaria del Mercado, impertinente vivo y actual.
- Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él preconizó?
Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión imperial. Con frecuencia, los visionarios rezan para que sus profecías no se cumplan y sólo sean útiles como una advertencia apocalíptica, excesivamente pesimista. Lejos de esto, Debord acertó plenamente, cosa que le costó bastante cara en su propia vida personal. La obra crítica estaba hecha. Podemos decir que después murió a tiempo. Menos mal que no vio cómo una pandemia se fundía con un espectáculo fúnebre del miedo, mientras un negocio multimillonario introducía un estilo bovino de gobernanza. También se libró de ver cómo una matanza desgraciada, la de Ucrania, se convierte en una posibilidad fabulosa de imagen, blanqueando la OTAN y su venta masiva de armas. Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile woke del orgullo minoritario y los cuerpos mutantes. En fin, esperemos que Guy haya alcanzado un modo de paz que, entre nosotros, solo parece posible cerca de un umbral clandestino, en un secreto claroscuro.
- Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?
La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada o sectaria. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. Mayor que el del mismísimo Foucault, por ejemplo, que al parecer llegó a acusarle de creer en una inmediatez real, no mediada por la historia. Así es, pues su peculiar situacionismo partía una y otra vez de la potencia afirmativa de la muerte. En tal sentido, creo que le debe mucho a la anarquía coronada de Artaud -y sus ecos Breton-, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo, por cierto, a Gracián, Manrique, Lorca y otros visionarios españoles anteriores a esta entrega nacional a la estúpida corrección estadounidense. A Le Corbusier y a otros le debe algo también, pero más por oposición espantada. No obstante, en Debord la cólera siempre está envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces salpicado de un humor atemporal. Es posible que él, a diferencia de tanto radical académico, creyese en el dios de un desamparo vuelto hacia lo abierto.
- ¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa que extrae directamente la magia del desorden?
Una apuesta por el aroma entremezclado de los espacios frente al espíritu del capitalismo, la seguridad de su cronología despiadada. Entiendo que Debord propone, con la travesía y el pasaje de la deriva, una potencia de metamorfosis corporal y anímica, no sólo ideológica y política. Y ello sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por la exterioridad que nos afecta, por los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos un modo de ser libre del encierro espectacular. Es posible que esto sea parte de la guerra geoestratégica que le interesaba. En la actualidad, la sentimos como una guerrilla terrenal dirigida contra nuestra patético retiro al reconocimiento urbano.
- Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza? ¿Cómo es posible que nos den semejante gato por liebre?
El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en otras palabras, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, tranquilizadora o segura. Por este peligro íntimo, el deseo siempre está tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que ofrece volver al útero seguro del narcisismo, individual y social. No es tan extraño que los simulacros nos capturen, pues permiten al sujeto alejarse en manada del peligro de vivir, de un absoluto local que es siempre intransferible.
- ¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?
Si ese mínimo vital lo dicta el sueño, la brújula secreta de cada quien, sería aceptable. ¿Quién decide hoy qué es mínimo, qué es tolerable y qué es intolerable? El problema ocurre cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos con un hilo de vida, en el estado larvario necesario para seguir encerrados y produciendo. En suma, reproduciendo así la miseria mental que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo de él es una forma de infiltrarse, ingresando en el interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro.
- ¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos nuestra propia vida?
No creo que Debord dejase de creer que una construcción duradera, a diferencia de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre la base de una escucha a la constelación natal, recibida desde el genio de la infancia. Tenemos para ello todo lo que se necesita, la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia hoy a la gente es esa «nada», esa incertidumbre que, asumida, nos permitiría romper con el muelle de las dependencias inyectadas. La servidumbre interactiva a la que actualmente se ha rendido en bloque la izquierda sólo se podría invertir con una relación afirmativa e impolítica con el misterio. De modos que apenas podemos imaginar, él lo logró en vida.
- Para el filósofo, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?
Entrando en los signos del miedo, venciéndolo desde dentro. Es en realidad una vieja sabiduría, de la que se hace eco Debord y que también recogen otros. A la manera de Simone Weil, es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Sólo nuestro subdesarrollo constitutivo, una borrosa escena primordial que nos ha engendrado, puede librarnos de la fascinación que ejerce la circulación incesante de noticias, marcas e imágenes. Esto exigiría volver a poner en lo onírico, en la forma misma de dormir y respirar, una posibilidad más alta que nuestra estadística realizada, toda esta contabilidad totalitaria propia de la política, la información y la economía.
- «No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thachert, ¿no hay alternativa a este sistema?
Psicológica y culturalmente, el «sistema» es la promesa de no regresar más a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. El capitalismo es el complot político contra lo real. Por culpa de esta promesa espectacular de separación, la inquisición acaba triunfando a través de las causas más laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo urbano con la alienación caliente e inclusiva que se le ofrece, pues esta le promete la acumulación de un «nivel de vida» que permita la ilusión de una nueva ingravidez, libre por fin de los demonios del suelo. Vivimos en la religión de la circulación perpetua: para quien flota, ninguna mugre terrenal es cercana. Es una ilusión puritana, pero doblemente eficaz porque actúa sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse en lo ahistórico que está bajo el cemento urbano. Que no hay alternativa, que la vida común no ofrece ninguna, es la idea fija del sistema, el nihilismo de fondo que une a todas las ideologías, haciéndolas a la vez obsoletas y convirtiéndolas en una farsa. Es el racismo contra la tierra y sus pueblos lo que une el espectro político occidental. Thatcher dijo a gritos lo que lo que hoy Trudeau dice con la dentadura correcta de una boca sonriente: es necesario apartarse de la jungla terrena y sus pueblos de mierda. Así es hoy nuestro apartheid, portátil y ecológico. Es obvio que Debord, al hacerse consciente de este odio democrático, no se puso la vida fácil.
- ¿Existe, a día de hoy, algún «teórico» del vuelo de Debord?
No es fácil tal intensidad estratégica, pero nunca debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones, que hoy se multiplican a través de nuestro dictado normativo. Para rebelarse contra este poder uterino, no basta hoy con una política. Hace falta una metafísica, una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que roza lo inconcebible. Por eso es normal que hoy las revelaciones nos vengan de gente de la que nadie ha oído hablar. En cuanto a nombres, muy distintos a Debord, al menos se podrían citar a cuatro pensadores vivos: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Marcelo Barros y Julien Coupat. Desde el terror inclusivo que ejerce nuestro simulacro de inmanencia, estos cuatro agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los cuatro han intentado prolongar la llamarada de una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay otros nombres, que sería prolijo enumerar. Si repasamos el «Postscriptum» de Deleuze, siguiendo el rastro de un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos. Como él pilló al vuelo la ambición polimorfa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es de esperar que en el futuro vivan de Debord muchos otros pensadores. Tendrán que volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles que se infiltran en este mundo adormecido. Tendrán que ser ágiles, más rápidos que nuestro deslizamiento obligado, si quieren recuperar el poder mítico del ser lento que somos.
- ¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?
Como él tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando. Disparaba en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder al sectarismo de consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, como él tomaba el arte como primera forma de una verdad común y escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y expandirlo como forma de vida. Es la estrategia de conservar dejando ser, dejando caer: buscando una especie de eternidad infraleve, una caducidad incorruptible que también interesó a Duchamp y Cage.
- Le devuelvo una pregunta que se hace también el filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?
No hay avance sin retroceso. Un despegue global ha de esconder un sótano inusitado. Para defendernos, en el sentido reactivo de la palabra, la idolatría siempre vuelve. Encerrada en mil prótesis de lejanía, la humanidad actual tiene miedo al devenir, a este envolvente azar real que amenaza con rehacernos. De ahí que hayamos derribado un dios para cambiarlo por otro, más actual y mortífero. La cólera de Dios se ha posado en la sonrisa de un Yo deslizante, en un prójimo endiosado e inescrutable. Nuestra masificación espectacular sólo suelda átomos mutilados, profundamente enmudecidos. Nick Cave dijo que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más fúnebres y eclesiásticas del mundo. Sabía de lo que hablaba, y creo que Debord sonreiría con esa idea.
- ¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?
Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en este sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de un Einstein todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord demasiado lejano del dios-niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto. Sólo otra inocencia, que se atreva a jugar incluso con la muerte, puede librarnos de esta oferta enfermiza de salvación social que nos asfixia.
- A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?
El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una alteridad que nos atraviesa y no cabe en ninguna identidad, por minoritaria que esta sea. Con la deriva, con la psicogeografía o una relación amorosa, «construir una situación» es abrirla a su acontecimiento potencial, a un encuentro que espera. Esto da miedo, pues pone en riesgo el narcisismo identitario que nos salva. Ahora bien, si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, que no tolera reconocimiento, cedemos también en el primer territorio existencial desde el cual podemos ejercer una fuerza. Creo que Debord pensaba que los amos externos que nos dominan se arraigan en esa primera concesión a la oferta envenenada de nuestro estatismo continuo.
- Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?
Sería una manera de dejar entrar la medicina de lo impersonal, la tormenta abstracta de un afuera que expande nuestros cuerpos y nuestras mentes. Por paradójico que parezca, a la manera de Machado, nos curaríamos del miedo continuamente inyectado con el vértigo de existir. Un miedo invertido, transformado en una potencia de finitud. Esto nos libraría del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza y, a la vez, del patético narcisismo de nuestra pequeña diferencia, este ilusión de culto exclusivo donde hemos encontrado el sedante para el maltrato mayoritario que hemos consentido. La verdad, recordado a Debord no sé si soy pesimista o ingenuo. Como él mismo, tal vez hay que ser las dos cosas, aunque con hemisferios corporales distintos.