Palestina retrata la política occidental. Rafael Poch de Feliu

Publicación en el blog personal de Rafael Poch de Feliu
14 de octubre 2023

Los tres principales países europeos, Reino Unido, Francia y Alemania se han declarado, junto a Estados Unidos e Italia, “unidos y coordinados para garantizar que Israel pueda defenderse”. Palestina lleva muchos años retratando la política occidental. Gracias a ese apoyo, el invocado derecho de Israel a la existencia, un derecho verdadero que ningún estado capaz de conculcarlo pone en duda, se traduce en el derecho a la aniquilación de los palestinos. La suma de la herencia colonial europea y la responsabilidad europea por el genocidio de seis millones de judíos europeos tiene por absurda y trágica consecuencia permitir que Israel se proponga y cometa la destrucción de los palestinos no solo como entidad política y nacional, sino como sociedad.

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En esta ocasión tratamos uno de los temas más antiguos y obsesivos. El amor a tu pareja; a una causa o una vocación; a un padre, a los amigos, a una hija. Un verdadero amor nos parte en dos, y lo que queda después no siempre es del todo razonable. En la pasión sexual, tan difícil de distinguir de la lujuria y el miedo a estar solo, amamos a partir de una incerteza de sí, presuponiendo que el otro guarda sobre uno mismo una verdad que estaba escondida. El amor es así una mudanza peligrosa, pues el puerto final de una pasión se desconoce. Diga lo que diga cualquier normativa de corrección política, de un amor intenso es difícil recuperarse. Es como una droga, algo que embriaga o envenena, una adicción que nos libera de nuestra tendencia masiva a las adicciones. El amor tiene poco que ver con el consentimiento, ya que ni siquiera pide permiso a la consagrada identidad de cada quien. Es un asalto a la mesura con la que vivimos, un salto brusco que puede llegar a quitarnos la relativa entereza que teníamos. De ahí un «delirio» de leyenda, que a veces nos ciega, generando alegría y envidia, o asustando a los que nos quieren. Es posible que el fenómeno contemporáneo del sectarismo -en la repetición informativa, en la sordera de tantas ideologías salvadoras- brote de cierta miseria en la capacidad de amar, que siempre pone en peligro la seguridad de nuestro narcisismo. Si amas, enloqueces un poco. Si no amas, enfermas lentamente, languideces o te aferras a absurdos fanatismos. En este mundo de estruendo no podemos, quizá no debemos vivir sin amar algo. Sólo hemos de cuidar que lo que amamos no acabe devorándonos.


Para una izquierda libre del progreso espectacular. Preguntas de Esther Peñas.

  1. Las tesis, las intuiciones, los hallazgos de Debord, ¿han aguantado bien el paso del tiempo o este las ha devastado sutilmente?

Desgraciadamente, la idea de que el nihilismo occidental huye de la existencia común como su fuera la peste, la certeza que el auténtico enemigo es la vida mortal y que la hilera incesante de demonios oficiales es un mero pretexto, está harto confirmada. La casta descarada de amos que nos intentan gobernar, con un gesto día a día más inclusivo, guarda un inmenso odio dentro. Aparentemente, la negación de la vida ha logrado tornarse cálida visibilidad, progreso atento a las minorías, como si la forma móvil de la separación hubiera reencantado el capitalismo. Ocurre como si la vieja y oxidada alienación se hiciera divertida e interactiva, saltando a las pistas de baile. Debord tampoco se equivocó en la idea de que escapar al espectáculo exige subvertir la mutilación policial de la percepción, regresando a una especie de infancia armada. En resumen, creo que su «situacionismo» ha envejecido mucho mejor que algunas estrategias posteriores, menos existenciales y más respetuosas con la supuesta seriedad de la historia. Por poner un ejemplo, comparado con un Mark Fisher que también murió prematuramente, encontramos en los textos de Debord la inmediatez de una fresca violencia. Este certeza utópica es lo que lo hace, en medio de un estalinismo minoritario de Estado que complementa la obscenidad mayoritaria del Mercado, impertinente vivo y actual.

 

  1. Cuando habló por vez primera de «sociedad del espectáculo», ¿fue consciente de hasta dónde se ensancharían los límites de esa sociedad del sucedáneo que él preconizó?

Nadie podía imaginarlo. Tampoco nadie deseaba tal expansión imperial. Con frecuencia, los visionarios rezan para que sus profecías no se cumplan y sólo sean útiles como una advertencia apocalíptica, excesivamente pesimista. Lejos de esto, Debord acertó plenamente, cosa que le costó bastante cara en su propia vida personal. La obra crítica estaba hecha. Podemos decir que después murió a tiempo. Menos mal que no vio cómo una pandemia se fundía con un espectáculo fúnebre del miedo, mientras un negocio multimillonario introducía un estilo bovino de gobernanza. También se libró de ver cómo una matanza desgraciada, la de Ucrania, se convierte en una posibilidad fabulosa de imagen, blanqueando la OTAN y su venta masiva de armas. Por no hablar de la exhibición inagotable que el mercado de la opinión ha encontrado en el desfile woke del orgullo minoritario y los cuerpos mutantes. En fin, esperemos que Guy haya alcanzado un modo de paz que, entre nosotros, solo parece posible cerca de un umbral clandestino, en un secreto claroscuro.

 

  1. Le Corbusier simbolizaba para Debord la metafísica capitalista. ¿A quién debe más Debord, al arquitecto, por oposición, o a Breton por afinidad de linaje?

La oposición al espectáculo capitalista puede a veces parecer en él crispada o sectaria. Creo que es un equívoco, incluso una distorsión malévola. Como algunos críticos del sistema, Debord habla desde un vitalismo insobornable. Mayor que el del mismísimo Foucault, por ejemplo, que al parecer llegó a acusarle de creer en una inmediatez real, no mediada por la historia. Así es, pues su peculiar situacionismo partía una y otra vez de la potencia afirmativa de la muerte. En tal sentido, creo que le debe mucho a la anarquía coronada de Artaud -y sus ecos Breton-, así como a cierta antropología cultural que vuelve en algunos poetas. Incluyendo, por cierto, a Gracián, Manrique, Lorca y otros visionarios españoles anteriores a esta entrega nacional a la estúpida corrección estadounidense. A Le Corbusier y a otros le debe algo también, pero más por oposición espantada. No obstante, en Debord la cólera siempre está envuelta por un manto de serenidad y distancia, a veces salpicado de un humor atemporal. Es posible que él, a diferencia de tanto radical académico, creyese en el dios de un desamparo vuelto hacia lo abierto.

 

  1. ¿Qué propone al individuo la práctica de la deriva, esa incursión azarosa que extrae directamente la magia del desorden?

Una apuesta por el aroma entremezclado de los espacios frente al espíritu del capitalismo, la seguridad de su cronología despiadada. Entiendo que Debord propone, con la travesía y el pasaje de la deriva, una potencia de metamorfosis corporal y anímica, no sólo ideológica y política. Y ello sin necesidad de medicar el cuerpo, a diferencia de tanto partidario actual de reconstruirse con hormonas y cirugía punta. La deriva es una incursión aleatoria por la exterioridad que nos afecta, por los rincones de una psicogeografía que puede devolvernos un modo de ser libre del encierro espectacular. Es posible que esto sea parte de la guerra geoestratégica que le interesaba. En la actualidad, la sentimos como una guerrilla terrenal dirigida contra nuestra patético retiro al reconocimiento urbano.

 

  1. Una de las continuas denuncias de Debord es la falta de deseo, su ausencia (sustituida por compensaciones en el capitalismo). ¿Cómo es posible, si el hombre es un ser deseante casi por naturaleza? ¿Cómo es posible que nos den semejante gato por liebre?

El deseo nos mantiene abiertos a una interioridad más abrupta que cualquier exterior turístico. Abiertos, en otras palabras, a una naturaleza que es cualquier cosa menos naturalista, tranquilizadora o segura. Por este peligro íntimo, el deseo siempre está tentado de venderse al goce de los bienes que circulan, un fetichismo de la mercancía que ofrece volver al útero seguro del narcisismo, individual y social. No es tan extraño que los simulacros nos capturen, pues permiten al sujeto alejarse en manada del peligro de vivir, de un absoluto local que es siempre intransferible.

 

  1. ¿Merece la pena vivir en el «mínimo vital» que denuncia Debord?

Si ese mínimo vital lo dicta el sueño, la brújula secreta de cada quien, sería aceptable. ¿Quién decide hoy qué es mínimo, qué es tolerable y qué es intolerable? El problema ocurre cuando, en el régimen espectacular integrado, el mínimo vital lo decide un Estado-mercado que quiere mantenernos con un hilo de vida, en el estado larvario necesario para seguir encerrados y produciendo. En suma, reproduciendo así la miseria mental que es la base del cierre consumista de las situaciones. Entiendo que el situacionismo de él es una forma de infiltrarse, ingresando en el interior de la prisión espectacular para disolverla por dentro.

 

  1. ¿Hasta qué punto es posible, a día de hoy, construir por nosotros mismos nuestra propia vida?

No creo que Debord dejase de creer que una construcción duradera, a diferencia de los decorados capitalistas, ha de hacerse sobre la base de una escucha a la constelación natal, recibida desde el genio de la infancia. Tenemos para ello todo lo que se necesita, la parte de noche que nos toca. El problema es que lo primero que se le expropia hoy a la gente es esa «nada», esa incertidumbre que, asumida, nos permitiría romper con el muelle de las dependencias inyectadas. La servidumbre interactiva a la que actualmente se ha rendido en bloque la izquierda sólo se podría invertir con una relación afirmativa e impolítica con el misterio. De modos que apenas podemos imaginar, él lo logró en vida.

 

  1. Para el filósofo, nuestra vida íntima podría servir a la causa de la más cotidiana revolución. ¿Cómo?

Entrando en los signos del miedo, venciéndolo desde dentro. Es en realidad una vieja sabiduría, de la que se hace eco Debord y que también recogen otros. A la manera de Simone Weil, es cada día más urgente volver a sentir y pensar con lo más atrasado de nosotros mismos. Sólo nuestro subdesarrollo constitutivo, una borrosa escena primordial que nos ha engendrado, puede librarnos de la fascinación que ejerce la circulación incesante de noticias, marcas e imágenes. Esto exigiría volver a poner en lo onírico, en la forma misma de dormir y respirar, una posibilidad más alta que nuestra estadística realizada, toda esta contabilidad totalitaria propia de la política, la información y la economía.

 

  1. «No se trata de aliviar los síntomas, sino de erradicar la enfermedad». Parafraseando a Thachert, ¿no hay alternativa a este sistema?

Psicológica y culturalmente, el «sistema» es la promesa de no regresar más a un paisaje azaroso, a la geografía contingente que nos ha engendrado. El capitalismo es el complot político contra lo real. Por culpa de esta promesa espectacular de separación, la inquisición acaba triunfando a través de las causas más laicas y alternativas. Hay una profunda complicidad del individuo urbano con la alienación caliente e inclusiva que se le ofrece, pues esta le promete la acumulación de un «nivel de vida» que permita la ilusión de una nueva ingravidez, libre por fin de los demonios del suelo. Vivimos en la religión de la circulación perpetua: para quien flota, ninguna mugre terrenal es cercana. Es una ilusión puritana, pero doblemente eficaz porque actúa sobre lo más lábil de las vidas modernas, su temor a pararse en lo ahistórico que está bajo el cemento urbano. Que no hay alternativa, que la vida común no ofrece ninguna, es la idea fija del sistema, el nihilismo de fondo que une a todas las ideologías, haciéndolas a la vez obsoletas y convirtiéndolas en una farsa. Es el racismo contra la tierra y sus pueblos lo que une el espectro político occidental. Thatcher dijo a gritos lo que lo que hoy Trudeau dice con la dentadura correcta de una boca sonriente: es necesario apartarse de la jungla terrena y sus pueblos de mierda. Así es hoy nuestro apartheid, portátil y ecológico. Es obvio que Debord, al hacerse consciente de este odio democrático, no se puso la vida fácil.

 

  1. ¿Existe, a día de hoy, algún «teórico» del vuelo de Debord?

No es fácil tal intensidad estratégica, pero nunca debemos subestimar el papel generatriz de las humillaciones, que hoy se multiplican a través de nuestro dictado normativo. Para rebelarse contra este poder uterino, no basta hoy con una política. Hace falta una metafísica, una mezcla de desparpajo vital y cólera teórica que roza lo inconcebible. Por eso es normal que hoy las revelaciones nos vengan de gente de la que nadie ha oído hablar. En cuanto a nombres, muy distintos a Debord, al menos se podrían citar a cuatro pensadores vivos: Giorgio Agamben, Alain Badiou, Marcelo Barros y Julien Coupat. Desde el terror inclusivo que ejerce nuestro simulacro de inmanencia, estos cuatro agnósticos se hacen las preguntas teológicas más urgentes. Con muy distintos tonos, formación y referencias, los cuatro han intentado prolongar la llamarada de una insurrección que es tan impolítica como política. Seguro que hay otros nombres, que sería prolijo enumerar. Si repasamos el «Postscriptum» de Deleuze, siguiendo el rastro de un poder-surf de geometría variable, veremos que los ecos de Debord llegan lejos. Como él pilló al vuelo la ambición polimorfa de un odio que tiende a confundirse con nuestra forma de divertirnos, es de esperar que en el futuro vivan de Debord muchos otros pensadores. Tendrán que volver a firmar un pacto con el diablo y convertirse en serpientes, en agentes dobles que se infiltran en este mundo adormecido. Tendrán que ser ágiles, más rápidos que nuestro deslizamiento obligado, si quieren recuperar el poder mítico del ser lento que somos.

 

  1. ¿Comparte la afirmación de Debord según la cual el patrimonio artístico ha de ser usado con fines de propaganda?

Como él tenía un humor endiablado, con frecuencia no sabemos a qué estaba jugando. Disparaba en direcciones imprevistas. A veces parecía ceder al sectarismo de consignas vanguardistas que le precedieron. Sin embargo, como él tomaba el arte como primera forma de una verdad común y escondida, quién sabe, quizá quería librar el patrimonio artístico de la siesta del museo y expandirlo como forma de vida. Es la estrategia de conservar dejando ser, dejando caer: buscando una especie de eternidad infraleve, una caducidad incorruptible que también interesó a Duchamp y Cage.

 

  1. Le devuelvo una pregunta que se hace también el filósofo: ¿Por qué los medios existentes, que permitirían vivir bajo el signo del deseo y del juego, sirven para crear nuevas y peores alienaciones?

No hay avance sin retroceso. Un despegue global ha de esconder un sótano inusitado. Para defendernos, en el sentido reactivo de la palabra, la idolatría siempre vuelve. Encerrada en mil prótesis de lejanía, la humanidad actual tiene miedo al devenir, a este envolvente azar real que amenaza con rehacernos. De ahí que hayamos derribado un dios para cambiarlo por otro, más actual y mortífero. La cólera de Dios se ha posado en la sonrisa de un Yo deslizante, en un prójimo endiosado e inescrutable. Nuestra masificación espectacular sólo suelda átomos mutilados, profundamente enmudecidos. Nick Cave dijo que París, por poner un ejemplo clásico, es una de las ciudades más fúnebres y eclesiásticas del mundo. Sabía de lo que hablaba, y creo que Debord sonreiría con esa idea.

 

  1. ¿Qué importancia tienen los conceptos de «azar» y «juego» en el pensamiento de Debord?

Son capitales. El dios de Debord no hace más que jugar a los dados. Lo imagino, en este sentido, más cerca de Heisenberg o Shrödinger que de un Einstein todavía demasiado newtoniano. No siento a Debord demasiado lejano del dios-niño que pedía Nietzsche, muy similar a cierta inocencia afrodisíaca a la que Heráclito rendía culto. Sólo otra inocencia, que se atreva a jugar incluso con la muerte, puede librarnos de esta oferta enfermiza de salvación social que nos asfixia.

 

  1. A juicio de Debord, ¿qué cosas nos esclavizan?

El miedo a vivir, a darle forma al acontecimiento de una alteridad que nos atraviesa y no cabe en ninguna identidad, por minoritaria que esta sea. Con la deriva, con la psicogeografía o una relación amorosa, «construir una situación» es abrirla a su acontecimiento potencial, a un encuentro que espera. Esto da miedo, pues pone en riesgo el narcisismo identitario que nos salva. Ahora bien, si cedemos en nuestra más íntima indeterminación, que no tolera reconocimiento, cedemos también en el primer territorio existencial desde el cual podemos ejercer una fuerza. Creo que Debord pensaba que los amos externos que nos dominan se arraigan en esa primera concesión a la oferta envenenada de nuestro estatismo continuo.

 

  1. Si atendiéramos a las propuestas de la psicogeografía, ¿de qué modo mejoraría nuestra vida?

Sería una manera de dejar entrar la medicina de lo impersonal, la tormenta abstracta de un afuera que expande nuestros cuerpos y nuestras mentes. Por paradójico que parezca, a la manera de Machado, nos curaríamos del miedo continuamente inyectado con el vértigo de existir. Un miedo invertido, transformado en una potencia de finitud. Esto nos libraría del temor a la opinión pública, que hoy nos atenaza y, a la vez, del patético narcisismo de nuestra pequeña diferencia, este ilusión de culto exclusivo donde hemos encontrado el sedante para el maltrato mayoritario que hemos consentido. La verdad, recordado a Debord no sé si soy pesimista o ingenuo. Como él mismo, tal vez hay que ser las dos cosas, aunque con hemisferios corporales distintos.


Obediencia en red

Cogido desde hace días entre varios fuegos que se turnan en la rabia, Rubiales nunca fue un ejemplo. Tampoco su comportamiento en Sidney, él mismo lo ha reconocido ampliamente, fue ejemplar. Sin embargo, la jauría que pide ver rodar su cabeza es lo que da más miedo. No olvidemos que el miedo sigue siendo lo que lleva a mucha gente normal a participar, en plena democracia vegetariana, en auténticas carnicerías medievales. Entre muchos otras, recordemos la de Dolores Vázquez. Son dos personajes muy distintos una y otro, pero asediados por similar infamia, la misma horda de fondo.

¿Quién dijo que la democracia no necesita sacrificios humanos? Ninguna sociedad deja de ser represiva. Menos que ninguna, aquella que ha depositado el riesgo de vivir en consigna, en el trastorno bipolar del Estado-mercado. Con una mano mayoritaria nos maltrata y convierte en inválidos; con la otra, minoritaria, nos consiente una obscena libertad de expresión y nuevas formas de sangre. La misma sociedad que, dirigida por la furia puritana del norte, bombardea cada día lejanos países y revienta los cuerpos –mujeres y niños primero-, se escandaliza ahora por un «pico» robado. Si eso es violencia, ¿cómo le llamamos  a la cotidiana caza del hombre que decretan los medios? Todo ello en una sociedad post-patriarcal en la que un feminismo vigilante avanza mientras los feminicidios crecen, aunque en estos días la barbarie real haya sido tapada por una ficción unánime de justicia vengadora.

¿Alguien duda que, si los sexos de este psicodrama nacional estuvieran invertidos y la presidenta de la Real Federación hubiera besado de igual modo a un jugador, el tema no habría suscitado ningún escándalo? Da vergüenza decir que ello se debe a una histeria justiciera basada en una imagen mariana de la mujer, supuestamente incapaz de ningún deseo turbio. Es humillante para el feminismo esta victimización purificadora, pero así están las cosas.

La actual orgía taurina española, sobre un hombre impulsivo que ha facilitado su acoso, no se explicaría además si esta sociedad no tuviera la necesidad ansiosa de buscar un suplemento de inocencia que alivie la frustración general. Encontrando un chivo expiatorio, la tribu exorciza el malestar que provoca una democrática mutilación diaria, esta servidumbre interactiva en la que todos hemos caído. De paso que se purifica, un país turístico que siempre está pendiente de cómo le miran los otros cree limpiar la imagen de la marca España a los ojos del mundo.

El tradicional auto-odio hispano tiene esta capacidad fabulosa, que encanta a quienes en Occidente nos desprecian, de convertir una victoria en derrota clamorosa. España ya no es campeona mundial del fútbol femenino, sino del abuso masculino y los gestos groseros. Y además, igual que en la pandemia, durante días y días no habrá otro tema, pues el periodismo encuentra una amplia franja horaria servida de titulares baratos. Es tal la presión ambiental que la víctima oficial de esta telenovela puede cambiar de versión en tres días, mientras los anteriores amigos y empleados del monstruo se arrepienten en público de su tibieza inicial.

¿Se acabó la espontaneidad, la amistad y la seducción, la alegría de vivir sin consentimiento? Tal solución final a la incorrección es un triunfo inquisitorial, aunque dirigido por una elitista vigilancia horizontal nacida en el estreñimiento Wasp. Muchos intelectuales progresistas se plegarán al conductismo vociferante, que al fin y al cabo nos brinda la posibilidad de poder odiar democráticamente. De manera que el haz –fascio– igualitario del rencor nos vuelve a unir, pero guiado esta vez por una multitud de víctimas puras. Sin necesidad de ningún Führer visible, un solo rebaño se vuelca en red contra una interminable hilera de enemigos de diseño. Después de muchos otros, le tocó el turno a Rubiales, que sin duda llevaba un tiempo de aspirante. Con su sacrificio, la sociedad de lisiados que somos se sentirá por un momento aliviada. Y Europa volverá a respirar tranquila al ver que esta nación vicaria vuelve a su sitio, arrepintiéndose de sus gestos eufóricos y castigando al culpable.

Todos contentos. No pasarán, se repite. Pero para ocultar que la bestia –como en el primer Alien– ya está dentro, en el cerebro de un sistema que, sin resto alguno de corazón, no puede tolerar una existencia opaca y distinta. El estalinismo de Estado, consintiendo la interactividad del linchamiento, logra tapar la depredadora desigualdad del mercado. Mientras la izquierda virtual blanquea la mayoritaria crueldad con conquistas minoritarias, convierte de paso el capitalismo en cultura, fingiendo un sistema al fin orgullosamente despierto e inclusivo.

Ignacio Castro Rey. Santiago, 6 de septiembre de 2023


Serpientes de fuego, Raúl Gómez-Zurdo. Ed. Huso, 2023

Serpientes de fuego

Ando disgustado por senderos cercanos, bajo árboles infestados de desdén. El bosque está callado después de la batalla, agotado. El agua del río corre espesa, no me había fijado antes, gruesa como un guiso, arrastrando grasa, pedazos de soledad, huesos, pezuñas, todo casi humano.

Mientras la ficción debe acompañar a la buena ciudadanía, sin dañar sus convicciones y sirviendo un suplemento de emociones envasadas, esto no es ficción. Ha sido vivido y desde su aspereza rehace la vida, pero sólo después de amenazarla. Ambientado en los últimos años del conflicto guatemalteco y en el posterior armisticio, con un incesante debate moral que no juzga, Gómez-Zurdo nos adentra en una selva tras otra, allí donde no hay sombra sin signo ni bendición sin tiniebla. Clarea en el exterior, un día más. «Esto es lo que me distrae y me perturba finalmente, que no siento nada, que obedezco a una voz extinguida». Entramos entonces en una tristeza cargada con esa dignidad que tiene un espesor que respira, sin librarse de nada ni dejarlo fuera. Tanto en las anteriores matanzas como en la posterior redención en un orfanato, donde cuida de niños abandonados y reaprende a vivir, Arnaldo Elías vive en cada momento el horror y la gracia, en medio de una galería de ecos que giran. Hay algo del incesante monólogo interior de Joyce y Rulfo, difícil y tortuoso, pero preciso, con consistencia real. La jungla vegetal se enlaza con la de los cuerpos y las palabras. Arnaldo tiene dentro algo así como el cuerpo de Cristo, donde todo se junta: «Bebo y no me cuezo, ya ando cocido de nacimiento». El mal y el bien, la dulzura y la ira, el llanto, el amor, la tortura. También la obligación moral de pensar cada minuto como si fuera el último. Esto resulta más bien estresante, pero nos prepara para cualquier cosa que venga.

Si hubiera libros todavía peligrosos, este sería uno de ellos. Enseguida remueve las entrañas. No porque haya violencia, que hoy está en todas partes y con efectos especiales. Lo impresionante en estas páginas es un tormento indescriptiblemente humano, el de una humanidad que también anda en la dulzura, en los gestos de piedad. Vivimos en el cuerpo de un hombre que no para de darle vueltas a la intensidad de su presente, tanto si está matando como platicando o amando. Una ética que separe el bien del mal no es la especialidad de este escritor que hoy nos sorprende. Tampoco cuando Arnaldo juega con la alimaña que es su teniente, inmediato superior en la unidad militar encargada de limpiar aldeas recónditas. Probidad y sevicia se juntan como serpientes enlazadas. Esto es lo agotador. Se puede hacer una lectura erudita y cultural de estas cuatrocientas páginas, pero es difícil que Arnaldo no sea en nuestras cabezas un ángel temible, a la vez que un demonio que llora. Más el laberinto inextricable de los bosques, los jaguares y los hombres. Estos últimos todavía más temibles que las bestias, ya que a veces los hombres tienen buenas intenciones. Lo peor de la novela de Gómez-Zurdo, también lo mejor, es que nunca llegas a ese lugar seguro en el que puedas conciliar un sueño que aleje las sombras. Tampoco tranquiliza que la penumbra sea ocasionalmente mansa y te quiera querer.

El limbo donde todos los senderos se bifurcan. Y esos hijos de un dios menor que saben por igual del amanecer y las matanzas. Arnaldo mira al frente y, de todo ese mundo de cuya eternidad ha sido excluido, reconoce un rostro y piensa: «He de vomitar en soledad. No pueden verme hacerlo, me respetan». Este hombre posee una memoria animal que rememora cada detalle, como si la cronología apenas existiera y la muerte estuviera dentro, viva. Él vive en un tiempo que surge dentro de los hábitos y las convenciones, de ahí que todos le respeten o le teman. Mientras tanto, Arnaldo sigue muy solo. Ayer es hoy y hoy es todos los días, sin poder apartar nada por bueno ni por malo. ¿Un hombre bueno metido en malas veredas? ¿Un mal hombre en vías de arrepentimiento y resurrección? Qué mas da en esta historia, que sigue llena de vida y de muerte. Avanzamos lentamente en ella, mientras cada escena remueve las vísceras. «Le miro a los ojos y siento ganas de llorar por su suerte, por haberme conocido».

Tal vez el paraíso es así de escarpado. Si la palabra cabal se repite como un sueño, un deseo difícil de mantener en este orbe boscoso, es porque en medio del infierno persiste algo bueno. Curiosamente, en Serpientes de fuego la gente aún se sonroja. Y llora, como si tuviera alma. En medio de tal viveza nos sentimos a años luz de este decorado de zombis y derechos humanos que hoy nos rodea. «Los huesos ya no duelen. Kilómetros de rutas verdes o quemadas, ríos que bajan con prisa, nerviosos, colinas repentinas como en los sueños, cielos abultados, enojados siempre, de difícil trato». Al fondo, un viejo rencor en el protagonista. Este universo parece nuestro, pero es de otros. «Nos lo roban todo los que vienen de lejos… Lentamente, sin alma, sin culpa». Para nada trasunto del narrador de esta historia, Arnaldo no puede dejar de sentir nostalgia de la inocencia que algún día tuvieron los que viven de la selva, incluso entre balaceras cainitas.

En Serpientes de fuego una memoria terrenal obliga al lector a recapitular, a volver atrás y retomar el hilo, de paso que imagina las variaciones imprevistas de cada personajes y otros mundos posibles. Siempre cerca de la oscura personalidad de los ríos, tragando historias. Las corrientes de agua vienen de una fuente oscura y remota, se perderán en el mar con su flujo imantado: «No sé qué me ocurre que salgo a los ríos como viciado. Veo uno y siento que el alma se me pone en él». Bajo cualquier luna del mundo, en su babélica confusión, los ríos bajan con pedazos de misterio, mientras la gente vierte en ellos sus pesares. Con una especie de envidia del amor que nos ataba a algo, Arnaldo se desenvuelve en un lugar de turismo y de muerte.

Siempre el diablo en nosotros, mientras el cielo cae con todas sus horas. Nos creó un demonio que anidó en el corazón de un viajero inocente que transporta la maldad hacia tierras puras. «Yo soy la noche, de mí han de temer, de un tiburón viejo y desdentado que aún causa destrozas». Un anciano odio, un amor antiguo y naciente. Todo ello mezclado. Y creer en Dios cuando ya apenas queda nada de esperanza. O tantas, que cuesta hacer la media aritmética para saber dónde estamos. Por en medio la dignidad ética de la tristeza, la de los pobres, esa que puede envolver cualquier ansiedad de clase media, subyugando a las turistas danesas. Serpientes de fuego canta la épica de una humanidad pegada a la furia y la mugre, capaz de sobrevivir en las peores circunstancias. Entre el enigma del tormento de los inocentes y la inutilidad de arrepentirse.

La soledad de los hombres cabales. Morales, pero no porque emprendan sólo buenas acciones, sino porque repiensan de cabo a cabo cada gota del universo. A diferencia del teniente, que bebe a solas y no cree en nada, hay humanos que han de trabajar todo el día, como si no tuvieran nada y partieran cada minuto desde cero. ¿Es eso Dios, el único? «Los más creen en Dios y en Jesús, aunque todos esos dioses coinciden en que somos lo mismo y que pertenecemos a la misma buena intención». Arnaldo anda siempre girando a la busca de alguna alta sensación. Todos le hablan con cuidado, como si fuera un rico. Pero él promete que jamás se aprovechó de ello y contestó bien a todo. Tal vez por eso sigue desamparado.

Una indita corre, ésa vale por diez comunistas. La persiguen, la montan después de ensartarla: «Ésta es mi tierra, hay que romperla para que viva libre». Algunas mujeres se entregan muertas a los vencedores del amanecer. «No eran seres humanos, eran pertenencias». Quien busque sólo incorrección, complementaria de nuestra seguridad, mejor que no se acerque a estas páginas. Pero no hay en ellas un regusto por el horror, pues el espanto vive entrecortado con momentos de amor santo. Igual que en la selva, cada cosa es enorme y densa: «¿Sabes? Es que vivimos como dormidos… nos falta siempre algo de cordura. Llegamos a eso sólo en ocasiones, a causa de un susto grande». Entonces el cuerpo sufriente le dice a la mente que busque. El autor ha pensado mucho, se ha estrujado las tripas. Quizá la novela de Gómez-Zurdo está hecha para tenerla ahí, a la vista, y beberla a pequeños sorbos. Sí, temiéndola, dejarla descansar en una estantería y probarla sólo de vez en cuando. «Dios nos mantiene unidos a todos los seres con lazos invisibles pero indestructibles», leemos. ¿Por qué tanto Dios? Tal vez es la palabra que une todos los polos, también lo inhumano con lo más piadoso. Sólo pueden permitirse el lujo de no creer en Algo o en Alguien quien no vive en las trincheras. Para los demás, ni siquiera hace falta creer en Él, pues ya es suficientemente increíble la intensidad que atravesamos en estas tierras letárgicas. La divinidad está incluso en los fantasmas de lo más nimio, como ocurre en Foster Wallace.

Necesitamos algo nuestro en esta región de tormentas, mientras perpetuamos una forma, la que sea, de guerra. «El dinero lo pudre todo. Asaltos, escaramuzas, aldeas arrasadas, una vida entera en cada tumulto. Manadas de bestias hambrientas. El divino quetzal que no ves nunca. Y hombres y mujeres moviéndose siempre de un lado a otro, enredando, procreando sin cesar». En este planeta rasgado, Arnaldo es un ser moral porque no para de debatir consigo mismo. En ese sentido, es un empleado de la inercia de los otros, que le respetan y temen: «Recuerdo que tengo madre, que la he querido… El teniente me ronda intrigado. Qué alimaña de persona». Dioses del día, dioses de la noche. El rugido de un animal abatido, el ruido de la claridad cuando ésta, después de mantenerse suspendida en el aire durante todo el día, se esfuma cansada de repente en unos pocos segundos, sumiéndolo todo en aquello desconocido, a la vez afilado y denso, que es la noche. «Somos ignorantes. Me da que Dios nos quiere así de momento, distraídos, resignados, pobres, creyentes de un milagro siempre esquivo». Pero milagro, al fin y al cabo: Arnaldo no abandona nunca la búsqueda.

En esta novela desfila sin cesar el amor, aunque en las figuras huérfanas de un pueblo golpeado: «Un verdadero padre. Él sólo sonreía cuando habíamos acabado la jornada. Era su manera de ser. Entonces, me miraba y su cara de repente se iluminaba por completo. Parecía llorar de alegría». Mientras, el día nunca está cuajado, pues los temblores del amanecer y del ocaso no se van a ninguna hora. Las formas existen antes de que las cosas empiecen a ser, como los rumores de un entresuelo. «La tropa duerme, les envidio porque saben dormir. Cuando acabe todo esto, me iré a un lugar a dormir, santo o condenado, no importa, adonde pueda descalzarme el cerebro y alargarme hasta el medio día del resto de mi vida».

Gómez-Zurdo resucita sin descanso una maravillosa jerga popular, potente en su imperfección: «Tendremos que morirlos a todos, no hay otra». En el camino tortuoso que algunos han elegido para ganarse el pan no hay nada, poco más que ilusión perdida. Sólo cansancio, cuerpos bajando peldaños hacia la cantina, un camino oscuro de tierra apestando a fuel. La noche a cubierto, los locos cuidando de los locos. No la duermo. Yo duermo poco, de siempre. «¿No es malo que me gustasen los niños desnudos entonces?» -pregunta Miguel. No, porque, como te digo, todo es sueño, responde Arnaldo. ¿Y qué es malo para ti entonces, Arnaldo? Nada, en realidad. Estoy perdonado, pues. Dios se ocupa de eso». Ya ven, en cierto modo podemos estar tranquilos. «Pues que soy muchos, no sé por dónde empezar», dice cualquiera de los dos.

Temprano, aún de noche. Ya en el orfanato posterior al conflicto armado, Arnaldo va por Lidia al alba, la devuelve de noche. Ése es su destino, llevar, traer, esperar, y debe aceptarlo como el mejor de los regalos. A veces, Miguel llega y se sienta a su lado. Hablan o no. «Sé que está luchando y un hombre que lucha, vence», piensa Arnaldo. Se cultiva en estas páginas la gracia que bendice a los que combaten, aunque sean derrotados. «Prendo una vela. Vivo en un rincón fuera del mundo, como en el alma de un dios antiguo. Cómo duele la vida. Es tan feliz esto que es como si estuviéramos muertos, ¿no te parece?».

En la mirada de él y de su protegido Miguel hay la tristeza que fascina a algunos elegidos. «Porque parece que todos andamos tras ella, para entenderla, sentirla como algo alegre y completo». Arnaldo musita, ata y desata: Feliz y moribundo, ése soy yo, todo el tiempo, sin momento de pensar en alzar un muro entre ambas sensaciones. Igual que otras novelas inolvidables, este es también un libro de filosofía, cargado de pensamientos que no nos dejarán fácilmente. Cuidado con ello, pues las almas las carga el diablo. «El corazón del hombre es como una habitación estanca, que hay que mantener cerrada al fuego del incendio, pues si la abres, éste prenderá en el limpio aire con violencia redoblada».

El lector se puede embriagar con los colores de unas enredaderas que son puro sueño. La tarde se terminaba en el camino a casa, y allí oíamos las pisadas de la gente que éramos, porque a esa hora todo es doble, hay franja de poder. Ocurre como si sentir lo que estás haciendo, darle mil vueltas, lo absolviera todo: «Y al terminar aquellos actos, ellas, pobrecitas, se removían sobre el viejo jergón, pardo, áspero, con gestos pequeños, imperceptibles, lo que fuera menos verte partir». Nada de esto es para un hombre cabal, susurra Arnaldo, y sin embargo cómo rechazarlo. El tiempo pasa y no hay respuestas. «No vimos nada. Seguimos con lo nuestro. Recobrando zonas, yendo y viniendo entre bosques impenetrables de caoba, cedros y cericotes, de ceibas y de banano, arrasando según nos decían. De vez en cuando veíamos horizontes y nos sentíamos algo mejor… Los hombres y las mujeres no se buscan, se encuentran. Donde sea, como sea, y lo que sale de ese encuentro no es más que desolación y tristeza. Después de aliviarnos, volvíamos todos al campamento como cuando coronamos una cota muy resistente, con una euforia triste y desolada».

La calma es a la oscuridad lo que el parto al llanto. «Los días iguales, amigo. Esto era vivir, la guerra cerca, esto era vivir. Guerra y paz, lo mismo, en el mismo aire». Por en medio, expresión de la fe de Arnaldo, mucha poesía encarnada. Encadenada, no ya a la prosa y el tedio del mundo, sino a la inocencia más corriente, la de los ríos: El miedo se había separado de la vida, se alejaba hacia el cielo rosado y verde de la tarde. «¿Sabes que no puedo olvidar casi nada? Tengo esa enfermedad. Veo el rosto de ese individuo. ¿Cómo olvidarlo?». Pocos soportan estar cerca de Arnaldo. Así sus soldados, que le admiran, pero le prefieren lejos. A la manera del extranjero, Arnaldo nunca está seguro de haber entendido las cosas: Igual fue mi cerebro lo que sonó. En este debate constante con uno mismo transita el personaje moral que representamos en el teatro amoral del mundo. ¿Es eso Dios? Mientras tanto, una vida inconcebible sigue. «Nos fuimos paseando por las calles, charlando de aquellos días de fuego».

 

Ignacio Castro Rey. Santiago, 26 de junio de 2023