la edad de la ignorancia, (L'Âge des Ténèbres, Denys Arcand, 2008)

Metáfora política y existencial del totalitarismo que viene, Arcand sigue ahora las andanzas de un
hombre en crisis que ya ha dejado de ser joven. Nos pasamos el día criticando a Irán, a Rusia, a China.
¿Cómo se cumple el oscurantismo entre nosotros, esa pesadilla de una historia de la que siempre
debemos despertar, según Joyce? Esta es la pregunta que Arcand no abandona desde hace años. Con
ella se zafa también de lo que nuestro catolicismo laico neutraliza con el título de "provocador". La regla
global y la excepción consentida. Saben ustedes de qué hablo, ¿verdad? Hasta las 7 de la tarde, trabajar
como un esclavo. A partir de ahí, cañas, cultura, televisión y efectos especiales. De noche podemos ir a
dormir con la convicción de que el tedio de nuestra normalidad nos salva de los horrores externos. Arcand
rompe este juego derramando su veneno en el centro. ¿Se le ve la tesis desde el comienzo? Claro, ataca
lo que por obvio pasa desapercibido. Por eso tiene que cargar las tintas hasta el esquematismo. Tiene la
honestidad, en cualquier caso, de no buscar el estatus de "excepción cultural" bajo nuestro sol medio. No
es en absoluto un provocador, sino un humanista que querría cambiar la percepción de lo diario. Tal vez
sólo querría que lo grande fuera usado como un juguete en manos de lo pequeño, una vida que dialoga
cara a cara con la muerte.

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sonar y pensar

¿La música amansa a las fieras? En todo caso, amansa la "fiereza" del pensamiento. Quiero decir que, cuando raramente ocurre, para el tiempo, borra la soberbia del concepto, nos cura de la enfermedad separadora -frente al tiempo- que es el pensamiento. Por eso cuando ocurre la música no "pasa" el tiempo, más bien se dilata, se acumula, no se puede contar. El tiempo deja de estar en el reloj y pasa a las venas. Cuando una música nos embarga, aunque todo gire en derredor, lo hace de pronto como sin sonido, a cámara lenta. Patti Smith tiene que parar el coche al escuchar por primera vez "Light my fire" de The Doors, igual que nos paró aquel tema de Steve Reich o nos paralizó la lentitud mágica de Einstein on the beach con la música de Philip Glass. Tampoco olvidaremos nunca aquel quejido sostenido por Antonio Molina mientras el travelling de la cámara se retiraba de los corredores de un cementerio andaluz. Hace ya veinte años, no recordamos cuál era el tema ni el programa televisivo, pero sí que de pronto se paró el mundo y que todo lo que sabíamos lloró ahí. Lo inolvidable es esta acumulación del tiempo en un punto, esa verdad que suspende el saber, como cuando Bernhard escuchó el Ave María de Bruckner en la iglesia de San Vito, en Pongau. Que esa experiencia parezca alegre o de una tristeza extenuante es secundario, con tal de que las notas y su clima afectivo ayuden a descender a cierta zona de encuentro.

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Lo que une estos ejemplos tan distintos, y otros que podrían usarse, es que se trata de obras que no podrían no ser hechas, pues en ellas la humanidad logra curarse del dolor de vivir, darle forma a la noche que pisamos. Y por "cura" debemos entender, si se trata de arte, un aprender a vivir con lo incurable, con la enfermedad que es vivir. Por curar no nos referimos a superar el dolor, sino a ayudarnos a empuñarlo, a convertirlo en tema. Cuando a pesar de todo ocurre, la sorpresa de la música brota de la necesidad suprema (Rilke) de hacer sonar el enigma que nos rodea, de usar la existencia -para soportar su silencio- como instrumento musical. La música como medicina: tenemos la música, decía Nietzsche, para que no se rompa el arco del pensamiento, para poder vivir lo que no se puede pensar. Hablamos incluso de la música como expresión de una enfermedad, la enfermedad de vivir, y como antídoto que esa misma enfermedad genera. Pulsamos las cuerdas del día: Tenemos la música para admitir lo que no se puede conocer. Es posible incluso que la continua banda sonora de nuestras vidas modernas intente compensar el estrés incrustado en esta época. El problema es si la música que suena es parte del tráfago urbano o se fuga de él hacia otro tiempo. Igual que la medicina se dedica mayoritariamente a desactivar la potencia del cuerpo, a veces parece que la banda sonora occidental se dedica a desactivar la música del tiempo primitivo, ese latente rumor de las afueras. Nunca sabremos bien dónde está la delgada línea que separa una cosa de otra.

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Pasar el tiempo, entretener, acompañar las faenas, acompasarse a las horas. Cantarle canciones a un niño para que se duerma. O bien las baladas irlandesas que Joyce le toca a la guitarra a su hija loca para estar junto a ella, para poder hablarle, para retenerla en la vida. Cantar acompaña porque al hacerlo conjuramos el temor de estar solos y le damos paso al coro que tenemos en cabeza. Cantar convoca el espíritu de los fantasmas, los muertos que siempre están aquí. En cada segundo, traemos de algún modo la voz de todos los hombres. Los canturreos del trabajo y los ritmos diarios de las labores, incluso cuando no existía "la música" como una actividad separada, indican que cantar es una forma de dejar de pensar, de descansar de las preocupaciones. El hombre canta -igual que charla y bebe- para fundirse con el momento, para ampliar la estrechez de la vida o suavizar la dureza del trabajo. De ahí las coplas de los obreros, los cantos de las minas, el canto de los monjes, los blues que nacen en las prisiones. ¿Convertimos así la fatalidad de las paredes en algo nuestro, elegido, llevadero? En el África precolonial la música, como una disciplina separada, no existía: simplemente, había ritmos para dulcificar y acompasar las distintas tareas. Tal vez por esta violencia espiritual de la supervivencia de unos hombres que saben de la muerte, los instrumentos mágico-religiosos aparecen al mismo tiempo que el sílex labrado y las puntas de flecha. En este punto lo que nosotros llamamos "materialismo" con frecuencia no entiende nada.

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¿Las notas son arrancadas al ruido, robadas a las "interferencias" que nos envuelven? Como si la vida emitiese en una frecuencia de onda llena de turbulencias -tal vez más que nunca hoy en día- y la música ajustase por un momento el dial, afinase ese magma en un código ritmado. Es quizá el arte más envolvente, el que más arrastra a los sentidos -el expresionismo llegó a hablar de un sonido amarillo. Al vencer nuestras defensas suprasensibles, la música facilita el reencuentro con una esencia -nuestra vieja voluntad de saber- que al fin fluye como existencia. Anula la separación que entraña el concepto, pone nuestra fiebre de universalidad en la particularidad sensible de un momento, un ansiado e inesperado "aquí y ahora". Por fin el invisible Tiempo es vivible, aquí. Y no olvidemos además que entendemos la cura por medio de la variación: conversar, pasear, ir al cine, trabajar, ir de compras, hacer un viaje. La música hace soportable la vida porque extrae de su trágica unidad una corriente de notas. La tonalidad afectiva, que el Stimmung sea tétrico o ligero, es de algún modo indiferente. Lo que importa es que nos arranque del programa gregario y nos libere a la emoción de una vida que no se sabe a sí misma. Esa repentina soledad, que puede ser terrible, permite de pronto una comunidad sin requisitos.

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Sonar, lo que se dice sonar, borra la distancia entre individuo y entorno, suceso y contexto, sustancia y accidente. La noche de Morton Feldman en el Auditorio, Sokolov en París interpretando a Prokofiev, las mil veladas de Camarón. El músico entra en trance, ignorando lo que ocurre en la sala. Cierra los ojos, hace gestos, canturrea, gime. Puede ignorar las mil personas de su entorno porque para él el peligro está ahí, cara a cara frente a él. Cuando interpreta el Precipitato de la Sonata nº 7 de Prokofiev, las frenéticas manos de Sokolovcavan literalmente en lo más intangible, el aire y el tiempo, para detener la fugacidad, para fijarla y rendirle homenaje. Así convoca lo común aquí, ahora, de manera que cualquier oposición intelectual es anulada. Precisamente, la sala resuena en ese instante como un pliegue del exterior, caja de resonancia de cualquier mundo posible. Nuestro sueño por fin fluye, ya no pasa el tiempo -¿quién mira el reloj?-, pues no hay nadie para contarlo, nadie sobre el tiempo para llevar la cuenta. La inmovilidad está dentro, concentrada en esa vibración, y ya no hay ninguna identidad frente al tiempo. Por eso el público, primero sometido a la coacción de la liturgia musical y a los buenos modales, también puede cerrar los ojos. Hasta las distracciones -llamar mañana a Luisa, comprar bombillas- bailan al son, se hacen parte de la variación. Pero eso, digámoslo otra vez, porque se está atravesado el infierno, el de una vida mortal sin cobertura, eso que hemos tenido apartado fuera del concierto. Lo que vibra, lengüeta o cuerda, es una insólita reconciliación con el peligro de vivir, un matrimonio de lo abstracto y lo concreto, lo universal y lo singular, el cielo y el infierno. Lo que sentimos como infinitud se precipita en acto: tal vez por eso se ha hablado de unindividuarse por indeterminación. Lo "universal" por fin vibra aquí, en la humilde vulgaridad de este momento. En política eso se llama Revolución, que siempre es visual y sonora -se dice que los revolucionarios franceses llegaron a disparar contra los relojes. La música hace su revolución sin cambiar nada, escuchando "lo que hay" de otra forma. Por eso puede fácilmente llegar a ser odiosa o ininteligible. La única persona que se atrevió a salir en aquel concierto de Morton Feldman lo hizo de puntillas y con los zapatos en la mano. No soportaba aquella dificultad, aquella variación al borde de lo inaudible, pero se daba cuenta de que allí estaba ocurriendo algo.

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Quiero decir que el intérprete, rodeado de cámaras y micrófonos, si consigue entrar en el espíritu del "tema" -suponiendo que haya tema- está por fin a solas de una manera inenarrable. Es posible que el intérprete necesite al público, su silencio expectante, para estar frente a la soledad de una obra de una manera insólita, de una manera que en la seguridad de lo privado -la formación del artista, su oficio- cuesta más. Tal vez incluso el público se reúne ante todo para ver cómo -en esta época de socialización forzosa- alguien puede estar a solas con algo, con un momento irrepetible de la vida. ¿Nos reunimos para ver, por una vez, qué es el tiempo, qué es el tiempo cuando no hay nadie que lo tape? ¿No es la naturaleza misma lo que suena ahí, la tierra entera como instrumento? El público espera, digamos, aquello que ocurre por primera vez, por última vez. Así más o menos respondía el torero Rafael de Paula a la típica pregunta del periodista: "¿Y usted cómo sabe lo que quiere el público?". "A mí no me importa lo que quiere el público -responde él. El público es brutal, está adocenado, pero en el fondo tiene la vaga esperanza de que ocurra algo, un pequeño milagro que le saque de su tedio. Después de unas horas de soledad indescriptible en el hotel, mi función es colarme por esa pequeña rendija para reinventar al público con mi faena". María Zambrano dijo una vez que si había obra, el público ya está en ella, en el murmullo que condensa.

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El tic-tac del tiempo no cuenta mientras suena la música, decíamos, porque está momentáneamente resuelta la distancia entre la cabeza y la movilidad, entre el dolor y la fluidez. Es anulado ese tranquilizador aislamiento antropocéntrico -sociocéntrico- de la identidad que permite contar, calcular, aburrirse, mirar el reloj. Se borra el tiempo social mayoritario, la cronología contada, y por la misma razón se anula lo sucesivo, lo diferido, como algo opuesto a la simultaneidad. Todo el tiempo acaece de pronto ahora, se acumula en un punto que vibra, un lugar que resuena con los ecos del exterior. Igual que el pintor, dice Berger, se atreve a veces a una peligrosa cercanía con su objeto, una cercanía en la que el objeto -como un animal- te puede pisar, así el músico arranca sonidos bebiendo en el infinito en acto de un instante asumido sin reservas. El tiempo se dilata, se acumula en un momento. La música es el acontecimiento posible de cada situación, el milagro -el diablo- que late bajo las reglas que nos retienen. Esta noche hay concierto: aunque el marco esté preparado, el evento de la música -si ocurre- siempre sorprende. El amor te llama por tu nombre, decía una canción de Leonard Cohen. Lo mismo hace la música. Por fin el tiempo, vaciado de narración, suena en directo desde su flexibilidad sin culpa. Si ocurre, la música produce una zona de encuentro impersonal que vale para cualquiera.

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Parar el tiempo, hacerlo visible, convertirlo en tema. De ahí que la letra no importe mucho e incluso -a veces sin entenderla- la convirtamos en parte de la melodía. Una vez que se ha logrado la deconstrucción de la cronología, de la narración que impide que algo suene, el tema es la variación. Conseguir que el tema varíe, delire, cante, es el horizonte de los músicos. Por eso lo musical puede también estar en una conversación, en una combinación de palabras, sin más instrumento que la voz. Se ha hablado del ritornelo como "forma a priori" del tiempo, territorialización del sueño, reflexión del tiempo sobre sí mismo. En ese momento todo es cantable, hasta sin tema, sin letra. La música es la ebriedad que no necesita sustancias externas, aquel trance cuya sustancia alucinógena es la crudeza del tiempo, una inmediatez que se puede alcanzar con un vaso de agua. Ebriedad que vive de la droga del instante -un instante amplificado, recorrido por fantasmas-, una crisis de Cronos por la cual pasamos a otro tiempo, no mensurable. No hace falta en ese momento moverse, o por el contrario, ese momento invita a bailar porque de pronto el ritmo fluye aquí, en este justo momento. A diferencia de la lógica informativa, en la música el lugar adecuado y el momento justo es cualquiera, con tal de que ahí nos atrevamos a escuchar la partitura del tiempo, ese raro "mirar escuchando" en el que vivimos la belleza de un instante. Junto con la poesía, la música es la sustancia sonora de cualquier accidente. Es la expresión perfecta del amor fati estoico, pues pone el pensamiento a la altura del accidente, quiere el accidente como monumento duradero. El músico entiende que la libertad es labrar, aquí y ahora, la fatalidad de estar donde sea, de ser cualsea. Es el accidente convertido en ley: apurar el dolor hasta hacerlo cantar. No es la superación del dolor, sino su conversión en danza, en letra que no tiene que decir nada. Todo el dolor del mundo, el de lo no realizado, es convertido por fin en tema. La música abre el dolor, hace sonar nuestro desamparado volviéndolo hacia lo abierto.

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Así pues, aunque ocurra normalmente a la caída de la tarde, la música no tendría nada que ver con un lujo ocioso, sino con un aspecto clave de lo que llamamos supervivencia, pues hace audible el Tiempo, descubre en su muda materia prima la Forma. Es la manera de extrema de ese legendario y santo decir sí, la eterna confirmación y sanción de cada vivencia. En este sentido, la música sería la vivencia inmediata del Eterno Retorno, esa experiencia tan difícil de explicar teóricamente. Liberarse de la venganza, devenir niño como forma extrema del "superhombre", lograr el anhelo de un ser que es devenir. "Yo sólo creería en un dios que supiese bailar", dice Nietzsche. En efecto, no es casual que él tenga que amar la música como eje de su filosofía, que adquiera en su pensamiento un estilo tan musical. Él poseía la fórmula mágica de un monismo que, como es en cada caso único, se convierte en pluralismo. Poseía la ciencia del ser único, del uno a uno: por eso sus aforismos tienden a encerrar un universo de sentido en un solo punto. Estamos por fin ante el  que cambia las cosas sin destruirlas, de la subversión del ser-así, del así sea. Sin embargo, que en el juego del niño -Cristo o Dionisos-, que acepta y no acepta las cosas tal como son, haya una manera extrema de subversión es algo que tal vez tenemos que dejar para cursos superiores.

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Bajo cualquier conceptualismo, que es indispensable como punto de partida, la música abre una línea de brujería, un pacto con el diablo del exterior que rasga la cortina audiovisual que nos protege. Hoy sabemos que el enemigo de la música no es el silencio, sino el estruendo -más o menos militar- con el que marcha la historia. La música programada para las 24 horas del día es hoy el primer enemigo del evento musical. Éste tiene más relación con el exterior no musical, con el ruido y el silencio de las afueras, que con el hilo musical que continuamente nos entretiene, nos retiene. No hay sociedad no autoritaria y la música es una salida, con frecuencia inocente, de esa infamia encadenada. La música nace de la desconexión con la banda sonora de lo social, de esta realidad subtitulada que nos envuelve. "Todo lo malo que le pase a la Cultura me parece bien", dijo con su habitual desparpajo Baudrillard. Y esto vale para la música, que sólo puede respirar en las grietas en la historia, en las crisis de la normalización. La historia, su programa cultural, es el conjunto de condiciones, solapadamente reactivas, que son necesarias para que ocurra algo que escapa a la historia, a su imperial orquestación. En todas las músicas que merece la pena escuchar hay algo de esta voluntad impertinente de romper con la banda triunfal que nos envuelve. Cada estilo popular -del tango a la psicodelia, del pop al rock, del fado al jazz, del blues al flamenco- es una estrategia, una escalinata para que ocurra eso. Y ello no necesariamente de forma grandiosa, sino con frecuencia discreta, incluso un poco idiota.

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El reto es abordar, con la operación poética de una forma que encuentre notas en la exterioridad informe, una conexión sonora con el silencio, con lo que jamás hablará. En esta época de formación global, la música puede romper una y otra vez lo general, quebrantar la información y permitir, por un momento, respirar en una vacuola libre del programa de la comunicación. Lo subversivo en nuestra realidad subtitulada es desconectar, callarse, pararse y oír ese rumor del afuera. La humanidad ya tiene reglas, obediencia, dolor, humillación y muerte. También necesita canciones. La infancia del mundo necesita canciones, su miedo necesita canciones. De ahí la importancia de la sordera -no sólo en Beethoven-, de la desconexión, de las vacuolas de no comunicación. No hay un solo artista que no cree bajo una campana de aislamiento, aunque ésta se logre en medio del estruendo. Para escribir, la fórmula de un amigo era muy simple: silencio, agua, cigarrillos. La página en blanco, la silenciosa zona ártica. De ahí que el músico que no puede exiliarse no escuche música mientras compone, mientras "oye voces". El primer paso para el compositor es escuchar la música que se cuela por las rendijas, la partitura que suena cuando nadie toca. Si esto falla, no hay nada que hacer. El segundo es formarse, estudiar febrilmente para darle forma eso apenas audible, levemente oído. El tercero, romper con el predominio de la información, con el virtuosismo técnico de la música -la erudición filológica sería lo equivalente en filosofía- y regresar a una simplicidad vivida. También la música es un círculo.

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Convulsa o no, la belleza siempre surgirá del exterior no musical y será culturalmente incorrecta. El arte busca conseguir una forma analógica del exterior sin dígito, sin código ni metalenguaje, algo fiel a eso que John Cage llama la no-forma. La tarea del músico es reconocer una partitura en el ruido urbano, en el aullido del viento, en las caras de la gente en el metro. Todo comienza por la escucha. Después, el músico responde a lo que ha oído, le forma a "las voces" que ha escuchado. En este punto se puede recordar que la juventud no es una edad, sino el temblor estructural de cualquier edad, su vacilación interna. La música -igual que las "apariciones"- nace de esa crisis epiléptica que permite salirse de la escena y oír sonidos por fuera. Quien no tiene ese don, ese accidente vírico, envejece irremediablemente, aunque sólo tenga treinta años. Es preciso saber vivir frente a esas crisis, sostener un rejuvenecimiento del deseo que sea capaz de alimentarse de la clandestinidad. Hay que saber desaparecer, residir en el agujero negro, en la docta ignorancia del silencio. Si el creador es joven, ha de tener un pathos trágico y saber de la muerte; si es viejo, ha de tener la impertinencia de cierta jovialidad, una especie de idiotez congénita. Sigue componiendo, sigue siendo músico solamente quien conserva oído para todo lo que fracasará en nuestras vidas -ni Scorsese ni los Stones saben ya nada de eso. Jamás olvidaré el aspecto earthyde Cage un vez que lo encontré en la Gran Vía. Una vacilación infinitamente adolescente en el umbral de cada decisión: esta es la condición que permite escuchar la tierra entera como un piano, tanto en Sokolov como en Sokurov. Escuchad la banda sonora de Madre e hijo: decidme de dónde sale ese magma, esa música sin letra, el rumor de ese bajo de fondo.

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En el extremo del saber técnico, el oído para lo simple es lo que suena, al borde mismo del susurro, del rumor. Sin este silencio entreverado ni siquiera Wagner sería nada, ni sus continuadores Mahler o Alban Berg. Aquel celebrado chiste de Woody Allen -"Cada vez que escucho a Wagner siento ganas de invadir Polonia"-, es el chiste de un mal músico, de alguien que tiene poco oído. De Schubert a Nick Cave, los románticos siempre han tenido razón en una cuestión clave: los espectros, la convulsión de lo anómalo, es neurálgica para la experiencia de lo real. Es preciso escuchar a Wagner con Satie, a Bach con Gould, a Sinatra desde Robert Wyatt. Lo que haya de vivo en lo mayoritario resuena en las rarezas, en los lapsus minoritarios. Es aconsejable incluso no fiarse mucho de estas distinciones, pues ni el éxito avala nada ni ninguna minoría estadística garantiza la calidad de una fuga perpetua. La garantía no está en ser marginal, sino en ser excéntrico permaneciendo en el centro, en lograr una mutación dentro mismo de lo mayoritario. La delicadeza romántica es la única forma posible de ser fiel a lo clásico, como una capilla barroca que recogiese los pliegues de cada catedral. Para tocar hace falta, sobre todo, mantener una relación con la no-música. Tocar el piano, como Gould o Cage, con la potencia de no tocar, a punto siempre de abandonar el prestigio de lo que en Europa llamamos Arte. Con esa duda perpetua, ese tormento vacilante, esa inmadurez. De ahí la importancia fundamental, además de atender a los autores que jamás tendrán éxito masivo -¿se ha escuchado en su momento a The Passage?-, de escuchar las caras b de los discos para entender a los músicos de éxito, precisamente en sus rarezas minoritarias. Going home en los Rolling, Tomorrow never knows en los Beatles, Daysleeper en Rem. El "ocaso" del ídolo Wagner es necesario para que en él pueda volver a sonar algo. Es preciso concederle una segunda oportunidad, minoritaria, a los autores que han triunfado, como si les diésemos la posibilidad de traicionar su cliché.

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La función de la música es lograr un impacto directo en el sistema nervioso, sin el tedio de ninguna historia que haya que entender. Lograr una punzada, una puntuación sin texto, una articulación que descienda a la inarticulado y recoja el grito del inicio. O punctuación, si queréis, siguiendo el "punctum" de Barthes: lo que nos punza y hiere bajo el studiummayoritario. Las pocas veces que ocurre en estos tiempos de banda sonora continua, la música toca lo que se pierde en la medida en que se encuentra, lo que no admite el metalenguaje de una partitura fija. Ocurre por primera vez, por última vez, en una singularidad que sólo es captada por la rareza poética de una forma nueva. Por eso Schumann, ante la pregunta de una dama que quería saber qué significaba cierta sonata, solamente puede tocarla otra vez. Lo que sólo se puede explicar repitiéndose. ¿Pesadilla o bendición? En todo caso, más cerca del milagro que de la ley. Ninguna partitura es garantía para ese evento, ese fenómeno de borde para el cual la mejor partitura es solamente una preparación, un punto de partida que hay que interpretar y experimentar. La mejor técnica es sólo un instrumento de algo que no es técnico, pues lo analógico del sentir ha de envolver el puritanismodigital del conocer.

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El hálito de la discontinuidad. Como soledad sonora, la música no puede sonar siempre, no la soportaríamos. Sonar, lo que se dice sonar, es siempre obra del silencio, de la sordera, el resultado de escuchar por el medio, entre las entrañas del ruido. La música es el acontecimiento de cada situación, el Jetztzeit del tiempo, el espectro de lo real que late bajo nuestra realidad dictada. Las notas nacen de escuchar la crisis, ese rumor que aparece y desaparece, como si fuera la Ley. La música está siempre más cerca del acontecimiento -lo que los antiguos llamaban Dios- que del tiempo regulado del imperio, del César. De ahí lo difícil de interpretar, de revivir, de hacer que suene algo otra vez, como lo hacen Pollini o María Joao Pires en el piano. No se trata de competencia técnica, que ya no es fácil, sino del valor físico y moral para lo que irrumpe, para el susurro de un viento exterior al palacio seguro donde siempre estamos. Por eso Lennon, con escasos estudios musicales y dotado de cierto ingenio, dice después de tocar con la Filarmónica de Londres: "es desolador, en cuanto das dos pasos fuera de las normas te sientes rodeado de inútiles". Con cierta sorna, recuerda que él no sabe tocar bien, simplemente tiene feeling -"soy un artista: dadme un jarrón y sacaré algo". Cierto, cualquier instrumento es bueno si se da esa relación con la magia del silencio. Es un poco lo que se dijo un día de Lola Flores: "Ni canta ni baila, pero no se la pierdan".

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Recrear en cada momento el espíritu del tiempo: no hay partitura que baste para eso. Y sin embargo, la notación, la escritura es una imprescindible pista de despegue para rebasar la estrategia personal y sus planes, para lograr algo que ocurre, o no ocurre, en tiempo real. La preparación técnica implacable es una escalinata necesaria, aunque haya que abandonarla en el momento clave. Por eso es tan difícil que el evento ocurra, tanto en la música culta como en la popular. De ahí la dificultad de mantenerse, de resistir al éxito. Pronto nos fatigaron Stockhausen y sus memeces familiares, Philip Glass y su manierista repetición de la misma fórmula. ¿No es parecido el caso de Laurie Anderson, de David Byrne, de Robert Wilson? El reto no es sólo aguantar la marginalidad, la pobreza, el silencio, sino sobre todo resistir al éxito. Ser "famoso" y seguir maltratando el cliché en el que siempre estamos encerrados, reventando la numeración informativa de nuestra identidad sonora. Es bastante patético, aprovechando la desmemoria y el aburrimiento general, el caso de todos los que vuelven, los que nunca se van. Parasitan el aura de la reproducción, el oscurantismo de la molicie informativa. Bajo ella, casi nadie asume lo crucial de la ruptura, la eternidad que linda con la muerte, con la desaparición. Eso que algunos se atreven a formular en una decisión cortante: se acabó, nunca más. Esa lección que en In a landscape Cage rescata una y otra vez al borde mismo del silencio, como un niño que no supiese nada del programa diario de los hombres.

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Se toca, se canta bajo la costra de la identidad, con lo más atrasado de nosotros mismos. La música nace de la errancia, del coraje para devenir, incluso aunque uno sea aparentemente sedentario. Los leñadores y su canto, los herreros, los afiladores orensanos y su música ambulante, los gitanos y sus palmas. Pero con esta manía global de la identidad, asistimos en cierto modo al fin de la errancia, al final de la errabundia. Hasta los recién nacidos, dice Bernhard, están hoy sindicados. Todo el mundo, incluso los judíos y los gitanos, quiere tener un trabajo, un carnet, un chalet, un Estado, una identidad reconocible. ¿Quién va a cantar si ya nadie hace el camino? Y para la música es imprescindible estar siempre en la carretera, mantener dentro de nosotros un vagabundo, un gitano, judío o gallego que no soporta el reconocimiento, la marca de las sedes. Lo cual es lo mismo que conservar un oído para el ritmo y el rostro de las cosas mudas, para el canto del agua que se ensortija en los petriles, pero sigue su camino. Aun cuando el músico no salga nunca de su pueblo, es inexcusable el nomadismo de su alma, la errancia de la mano sobre el teclado. Una mano que piensa más que la cabeza, viviendo cada segundo como si fuera el último, tomando decisiones todo el tiempo al borde de lo incierto, del desierto. Precisamente los años sesenta y setenta demuestran la importancia para la música de todo lo extramusical, de que haya una ruptura del pacto social, la ilusión de una exterioridad -entonces, hasta Paul McCartney o Jagger parecían listos. ¿Es lo que ahora falta, que todo el mundo está integrado en una identidad socialmente reconocible? Bajo el Estado de bienestar, falta la errancia del malestar. Como pedía Pasolini en este mundo auscultado y regulado: por favor, un poco de fiebre.

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La música cura porque calma el horror del pensamiento a la muerte, encuentra una eternidad que coexiste con la más mínima duración, una caducidad incorruptible. Borra el tiempo porque hace que el pensamiento, su vieja fascinación por lo estático, fluya en notas, se haga devenir, desvaríe. Los músicos tienden siempre una mano al afán ambulatorio de los espectros: desconfían -diría otra vez Nietzsche- de todo pensamiento que antes no haya sido caminado. El proceso, la deriva, el flujo es compatible, decíamos, con que el músico apenas viaje, apenas se mueva, pues tiene el espíritu ambulante incrustado en sus visiones. La obra sobrevive al tiempo haciéndose tiempo. ¿Cantar no es eso, tocar no es eso? Vencer a la muerte atravesando la muerte. Es posible que la música, tan vinculada a la religión y al ateísmo, sea la forma más extrema de fe en la resurrección de la carne. En cierto modo siempre dice: También aquí hay dioses. Para ella, como en Benjamin, cada momento debe ser la puerta por la que podría entrar el Mesías. La música es el ateísmo que genera toda religión, la religión que genera todo ateísmo. Como el poeta, el músico es el vidente que hace devenir, que ve el movimiento y la metamorfosis de las cosas. Introduce el virus de la vida en la orquesta de la historia, haciendo revivir el espíritu de la tradición pasada, aunque no necesariamente su letra. Oye en el ruido el silencio y en el silencio, el susurro de algo que quiere tomar la palabra, aunque no tenga traducción estable.

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La música idolatra lo impersonal del sentido, la exterioridad no narcisista ni antropocéntrica del lenguaje. Canta siempre por debajo de la identidad, que siempre es una maldición, para cambiar la identidad, corroerla, minarla, convertirla en un juguete de nuestro subdesarrollo constitutivo. Busca que lo grande (Studium), la banda sonora de la cronología identificadora, sea un juguete en manos de lo pequeño (Punctum). Toda esta obsesión actual por la identidad sólo da lugar a músicos que venden durante dos días el exotismo turístico y políticamente correcto de su minoría local. Siempre hay unos límites, una maldita configuración local en el punto de partida: eres mujer, serbio, tartamudo, bajito, negro, ruso, estudiante católico de Liverpool, gallego. Es inevitable que toda esa particular identidad coloree la forma, el timbre de lo que se hace. La cuestión clave es que haya además un salto desde todo eso, una deriva no autobiográfica del sentido. Lo clave es que el estilo personal, la corriente en la que uno se inscribe, sea una mediación para rozar la otredad común, para que suene otra vez lo no sabido de la existencia.

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Nunca se resaltará suficientemente -en contra de Kant- la importancia clave de la patología personal para que advenga lo impersonal, lo común que resuena. A diferencia del deporte, es posible que en música nada importante haya nacido en equipo, en grupo. La creación es una cosa por principio individual, individual y no individualista. Algo nacido de una experiencia singular e intransferible, no de una suma espectacular de medianías. Si los grupos musicales subsisten es por el peso, la tensión, el dictado -a veces insoportable- de las individualidades, de la pesadísima patología personal de Karajan, María Callas, Jim Morrison, Dylan o Coltrane. A veces la superioridad de la música angloamericana -al menos en la música pop- viene precisamente de ahí, de la feroz soledad del individuo en el páramo industrial. El duro desamparo de la gente, su falta de cobertura social, lo despiadado de la competencia entre las jerarquías wasp, impulsan esa magnífica relación con la exterioridad. Entran en tierra de nadie, como pioneros que no tienen otra ley que la que funda la aventura. Lo otro, nadar en torno a los padres, chapotear en el psicodrama familiar, sólo da lugar a melodías pegadizas, aunque tengan tinte de jazz.

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La partitura es una improvisación congelada, como aquel maravilloso rasgueo de guitarra de Neil Young en Dead man. Igual que cualquier institución -decía Emerson- es el eco del paso de un hombre. No hay ninguna generalidad, tampoco la Democracia, que nos libre de tener que inventar en cada caso la libertad, de interpretar en cada caso la fatalidad de la existencia como una caja de resonancia. El problema es que la lógica antiautoritaria de los años sesenta ha devenido una ortodoxia más. Al final la religión del éxito siempre triunfa... y el artista a veces se lo cree. No es seguro que Cage y cierta tradición alternativa, que se prolonga hasta la New Age, tenga claro hasta qué punto es necesaria la dictadura "alemana" de la disciplina, de la anotación, para romper con la tendencia al hábito y al manierismo. La molicie mayoritaria es un mueble que siempre tenemos que desplazar para abrir en él grietas. La improvisación, lo alternativo dejado a su suerte, sin afrontar el reto de la forma común, acaba en un juego narcisista, insulso, sectario. No hay libertad sin pared a derribar, no hay música sin muralla sonora a destruir. El anarquismo esencial al arte necesita columnas donde poner sus cargas. Igual que la libertad es solamente una efímera ruptura de las cadenas -condenada a convertirse otra vez en cadena-, la música es una momentánea liberación del sonido aprisionado por el sentido, por la información encadenada.

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Las paredes son necesarias, la disciplina es necesaria, aunque sólo sea para poner a prueba ese don de la huida, para torturar su mejor cliché. Quien es demasiado "libre" ha de inventarse un amo, un temible Superyó: por ejemplo, aprender a obedecer al silencio. No hay autoridad más temible que la del silencio. Y esto matiza, tal vez, el alcance de la revolución de Webern, Schönberg y lo que se deriva de la escuela de Viena. La abstracción, la serialidad dodecafónica, la ruptura fractal no pueden esquivar la figura, la necesidad de hacer cantaral sentido común. Nada hay más extraño que lo común. De hecho, lo abstracto, la desaparición -el amado silencio de Cage- es un efecto de lo sólido, una deriva de la figura, una forma de leerla. En todo arte, de Mozart a Velázquez, hay abstracción. De otro modo no se aproximaría a la vida individual, que es siempre una abstracción encarnada. De otra manera no se conquista lo imposible de lo real, su espectro. Cada vez que construimos un castillo, se puebla de fantasmas. Esta es la virtud de la forma: no puede evitar convocar a lo informe. El reto de la música es éste, buscar el virus que late en la opresiva y necesaria melodía mayoritaria.

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Pero lo que triunfa es esa molicie, la seguridad de lo general. Al final, la religión del canon se lleva el gato al agua y la historia la escriben los mediocres. El rodillo de lo mayoritario, la apisonadora de los best-sellers es la ley de la historia. Incluso Glenn Gould o Davis puede ser convertidos en una estrella. Y las estrellas se convierten en los peores enemigos de los creadores. La garantía del éxito crea extraordinarias dificultades para lo nuevo que quiere irrumpir, para lo lento y sutil. Si el artista no baja tanto con una mano, al rumor dionisíaco del tiempo, como sube con la otra al Apolo de la "operación triunfo" que siempre tenemos en la cabeza, la corrupción y el manierismo están servidos. Por eso Cage, que siempre es un niño, insiste en beber una y otra vez en el afuera, en acercarse a un Tao del silencio. De ahí que la música haya de atravesar, una y otra vez, lo marginal y semiclandestino. Lo triste, raro y minoritario, como los mejores sonidos de Brel, Soft Machine, Eyeless in Gaza o Tricky. De alguna manera, recuerda Bernhard, sólo la tristeza es musical. Tiene siempre algo de enfermizo, una mala salud de hierro, como dice Trías. Y es preciso, para no dejar el mundo en manos del estruendo, que esa tristeza se arme, sea capaz de mantenerse en la fuerza común del día. Es musicalmente obligatorio mantener un romanticismo del mediodía, de las 11 de la mañana. Ser capaces de hacer entrar en crisis el mármol del palacio, de abrir grietas en el espectacular becerro de oro. Cultivar una pequeña hierba que crezca en medio. Pues la hierba es el canto de las ruinas, lo que queda del sueño de los guerreros.

1. Debo agradecer a Catalina Ruíz y a Pablo Perera la invitación para desarrollar la exposición inicial de la que salió este texto, celebrada el jueves 7 de febrero en la Facultad de Bellas Artes de la U.C.M. dentro del curso "Los procesos creativos del arte contemporáneo". También son culpables Elena Garrido y Laurent Dif, sin cuya complicidad ni las ideas ni el material sonoro que acompañaron esa tarde habrían sido posibles. Finalmente, he de recordar que parte del contenido de este escrito surgió gracias a una pregunta impertinente de Javier Turnes.

Madrid, 27 de abril de 2008.

¿sueñan nuestros edificios con la muerte del hombre?[1]

(El temor inconsciente de la arquitectura contemporánea) 

En correspondencia con la vocación explícita del Proyecto de Investigación que hoy presentamos, (Inter)secciones, voy a intentar hablar desde una perspectiva interdisciplinar. Aunque esta palabra, precisamente hoy, se queda corta porque recuerda demasiado a la ortodoxia de una comunicación externa que deja a los distintos campos, blindados en su aislamiento. Intentaré más bien sostener un "travelling" arquitectónico desde un entre donde se anulan los discursos específicos, desde un cierto espacio desértico donde se interrumpen los metalenguajes profesionales. Esta zona de indiferencia es de alguna manera crucial, referencial, cuando se trata de recrear un campo, de deconstruir sus presupuestos. Intentaré dirigirme a ustedes desde una no-especialización que genera discurso, practicando a fondo lo que podría llamarse intrusismo. Debería recorrer el registro medio de la arquitectura actual con una idea central no-arquitectónica, de la misma manera que la idea central tendría que ser "no filosófica" si el discurso pretendiese ser "radicalmente" filosófico. Ser intruso, venir de la indefinición de un exterior de nadie parece ser hoy la única forma de dar cuenta de un presente amurallado en la especialización, de lo excluido que constituye la competencia de los diversos campos. 

         De alguna manera, en función del determinismo extremo al que estamos sujetos, toda crítica moderna ha de invocar lo inconsciente, lo latente. Pueden imaginarse que el título de esta conferencia alude a la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Remite, en cualquier caso, a varios niveles de nuestros miedos. En primer lugar, al temor de que nuestra complejas creaciones se rebelen algún día contra nosotros. Pero también a la esperanza vaga de que nuestras criaturas técnicas, generadas por lo más "alto" de nuestra invención, sean tan sofisticadas que algún día, para mayor gloria nuestra, puedan llegar a rivalizar con nosotros y disputarnos la hegemonía. Esto nos obligaría a darle un giro final a nuestra evolución, abandonando definitivamente el destino humano -cosa que tal vez siempre hemos deseado- en manos de seres superiores. Es posible que, desde los años cincuenta, toda la mitología extraterrestre especule con esa posibilidad. En cierto modo, las construcciones de las últimas décadas, esos colosales y luminosos edificios de Dubai, París, Shangai o Houston, hiperreales en su tamaño volátil, se erigen en guardianes de nuestro sueño. ¿El sueño de que nuestras más complejas criaturas nos ayuden adespegar de la tierra? Así al menos presenta Hannah Arendt la episteme oculta de la carrera espacial en La condición humana[2]. Aparentemente, la furia de esa carrera ha decrecido, pero tal vez porque su meta de ingravidez se ha logrado entre nosotros, poblando el entorno de esta curvatura de escape, esta circulación incansable, estas estructuras y vectores que huyen de la vieja tara de pesar en la tierra. 

         Además, de modo paralelo, tanto en los edificios públicos como en los privados, la vanguardia de nuestras construcciones actuales ha desplegado un acoso a la irregularidad terrenal que no tiene precedentes. Estamos rodeados de una histérica hipocondría frente a lo irregular, obsesionados con emplear un lenguaje correcto, hacer edificios inteligentes, copiar la realidad en un orden numérico, mantener el cuerpo en forma, cuidar las manchas en la piel, combatir la desigualdad de los sexos, perseguir la inmigración irregular, preservarnos frente a la inestabilidad climática... Todo lo exterior es un peligro, una letal fuente de riesgo. Como ninguna de nuestras superestructuras, más aún en función de su visible carácter público, la arquitectura difícilmente podría dejar de reflejar esta genérica mentalidad preventiva. Se trata de una aversión postmoderna a la irregularidad de las formas terrenales que supera con creces el sueño geométrico de la modernidad, que al fin y al cabo todavía era dual y tolerante con un resto exterior, una arquitectónica terrenal que tenía que mirar de frente. Del mismo modo que la medicina actual ha de dedicar su primer esfuerzo a una especie de la "filosofía de la sospecha" que desactive cualquier salud natural del cuerpo, inyectando desconfianza en los recursos espontáneos del hombre para sobrevivir -el negocio médico estriba en una técnica que pueda presentarse inmanente-, también la arquitectura dedica parte de su fuerza a extender la sospecha sobre las formas naturales del habitar. Quiero decir, contra la posibilidad extrema, que sin embargo la arquitectura siempre ha atendido ocasionalmente, de que sea la propia intemperie la que levante las primeras líneas de protección para el hombre. 

         No hay sin embargo, no tiene por qué haber ninguna nostalgia de las formas del pasado en un discurso crítico así. Aunque sí, a diferencia de la línea principal de los arquitectos actuales, una nostalgia de lo abierto que las ruinas del pasado sugieren, de la indefinición que nuestra espectacular postmodernidad intenta excluir por todos los medios[3]. Tal vez necesitamos siempre una distancia desértica, una nostalgia de aquello que muestra en sus grietas la huella de una intemperie que ha marcado el pasado, los bajíos de todo presente. Los puentes radiantes de Calatrava, las ciudades azules de Iñaki Ábalos son temibles si no se acompañan de las ironías pesimistas de Fernández Alba. 

         Intentaremos, pues, abrir grietas, las de la duda, en estas curvadas, puritanas y luminosas superficies que nos rodean en la gran urbe. Para ello vamos a servirnos de la vaga referencia de cuatro imaginarias excursiones locales, contrapunteadas a su vez con una antropología que toma distintos puntos de partida imaginarios. Se trataría de un viaje "rumano" a la escenografía de la terminal T-4 del aeropuerto de Barajas; una excursión "neoyorquina" a la ampliación del Prado por Rafael Moneo; una excursión "gallega" al mirador MVRDV de San Chinarro y una visita "madrileña" a la ampliación del Museo Reina Sofía hecha por Jean Nouvel. Las cuatro excursiones, tan imaginarias como reales, estarían guiadas por un obsesivo imperativo: pensar desde lo más atrasado de nosotros mismos, desde un subdesarrollo -una "subnormalidad"- que consideramos fundamental para la crítica en un mundo cuya normalización ha llegado a ser, como se dice, global. 

1. Trascendencia minimalista 

         Al comienzo de La condición humana Arendt recuerda que el despliegue espacial de las potencias mundiales en liza, EEUU y la URSS, parece expresar una voluntad titánica de escape. La pensadora presenta, como un motivo unificador de las dos potencias en el mundo moderno, una "doble huida" de la Tierra al Espacio y del Mundo a Yo. Arendt advierte al mismo tiempo, siguiendo de lejos las enseñanzas de Freud, el peligro letal que entraña este intento masivo de escapar de la condición mortal. Para empezar, tal intento supone que las democracias occidentales serán crecientemente dirigidas por una elite que, literalmente, no habla ningún lenguaje natural conocido[4]. 

         Y es conveniente destacar que ella todavía no había asistido, dado que entonces sólo se estaba ensayando el modelo, a la plenitud de este despliegue espacial de nuestra arquitectura pública, estos impresionantes edificios que con una extraña frecuencia semejan módulos planetarios de despegue. Vivimos en un escenario de vectores lanzados que invitan a habitar la velocidad, como si la huida de toda sede fuera la nueva "morada". A través de la velocidad y la grandeza, hoy el poder arquitectónico parece simplemente ignorar elethos de lo que se dice morar, el "aquí y ahora" de la existencia[5]. La velocidad es nuestra idea fija, dice Rilke en una de sus maravillosas cartas sobre Cézanne. Parece que corremos para darle la razón. Si lo inconsciente era una espacio de latencia ahistórico, en cuanto no pertenecía al poder de la época ni de los hombres, toda la actual imaginería urbana excluye tal espacio de encuentro en la medida en que la comunicación prohíbe la desconexión, que haya nada latente... salvo que sea terrorista. Si el inconsciente era un resto psíquico del pasado primitivo del hombre, un resultado de lo reprimido en el hombre por la civilización, ahora el poder no debe ser represivo y todo malestar -por supuesto, la "depresión"- debe superarse en la interactividad global. La comunicación es la cultura de antaño extirpada de malestar por una interacción individualista que, para drenar al individuo, debe descender a cualquier cotilleo. 

         En un escenario donde todo transita, atravesado por la velocidad del consumo, ¿qué lugar puede haber para la "zona cero" del encuentro, del acontecimiento? En un momento en que el hombre, gracias a las megaestructuras y la comunicación, consigue separarse de todo enclave local, se preocupa al mismo tiempo por el entorno y triunfa la mentalidad verde. ¿No es extraño? Incluso la aversión actual al humo del tabaco puede indicar hasta qué punto es sensible esta aversión postmoderna al secreto de lo latente, lo quieto, el resto que no circula. Consumir es sobre todo consumir cualquier registro de indefinición, cualquier esquina de reposo donde el rumor de lo no codificado pueda todavía hablar al hombre, rearmarlo desde su zona de sombra. Algún día habrá que volver sobre esto. 

         Mientras tanto debemos seguir con este despliegue aéreo, casi líquido, de nuestras construcciones. Comprobamos ahí una especie de obscenidad de lo visible, una "tolerancia cero" hacia todo lo que pueda haber de invisible en nuestros lugares, como si nuestra cultura padeciera de fe en cualquier existencia que no esté acotada, comprobada, medida espectacularmente. En la época digital de los soportes "inmateriales", cada vez hay menos margen para las inmaterialidades de la vida corriente. 

         Enseguida tropezamos con otra cuestión no menos grave. Heidegger recordaba en 1950, rodeado por el formidable despliegue aéreo posterior a la Segunda Guerra, que es en el aire donde las nuevas potencias de dominio asientan su distancia para imponer un poder planetario sobre la tierra. La globalidad planetaria -aunque tenga sedes estatales, casi racistas- no es nada fijo, sino el flujo perpetuo que generan las naciones hegemónicas. El satélite artificial, la estación espacial, el bombardero estratégico y el submarino atómico en perpetuo movimiento, repostando sobre la marcha y sin lugar fijo de localización, son las palancas técnicas y metafísicas para las iniciativas de vigilancia sobre la tierra. La religión de la distancia y la movilidad debe dominar a la religión de los enclaves terrenales, vigilar la cultura de los pueblos atrasados[6]. 

         Cabe ahora una pregunta un poco impertinente: ¿los arquitectos, como los políticos globales, ejercen su poder sobrevolando lo local, sobrevolando las zonas de catástrofe? ¿Igual que Bush sobrevolaba en el Air Force One las marismas que dejó tras sí el huracán Katrina? ¿Igual que Al Gore sobrevuela la tierra para demostrar el cambio climático? Con o sin Heidegger, es difícil no asociar la multimillonaria fuerza civil de la nueva arquitectura orgánica y aérea a la fuerza militar de las nuevas armas con las que, desde el aire, dominamos a los pueblos atrasados, los que permanecen confundidos con la tierra. ¿Se limitó el equipo de Philip Johnson a otra cosa que sobrevolar Madrid, sin pisarlo, para diseñar las llamadas Torres Kio? Y este esquema neocolonial, nos tememos, se repite con demasiada frecuencia. Por lo que sabemos, también en el diseño por Eisenman de la santiaguesa Cidade da Cultura. 

         Nos rodean formas blandas, flexibles, que imitan al mismo sujeto maleable que somos nosotros, materia prima del sector terciario. Grandes edificios coloreados y complejos, disimulando su aire imperial como si fueran juguetes o golosinas. ¿El perfil casi siempre agresivo de nuestros edificios incluye ya el bombardeo de lo no espectacular, lo atrasado, lo simplemente terrestre? ¿Incluye arrasar los edificios polvorientos de Irak, las chozas de Sudán, las cuevas de Afganistán? Una vez más, la intemperie reprimida aquí como mortal tendrá que instalarse allí como letal. A la vista de estas soberbias construcciones habría que inventar una tristeza que los envuelva, una nueva pobreza (Benjamin) de la experiencia para que estos edificios no sean indirectamente asesinos, cómplices del crimen masivo del que habla Lorca en Poeta en Nueva York

2. Luces perpetuas 

         Pasemos ahora al aspecto de las fachadas. El exterior de cualquier edificio siempre han sido significativo, una acumulación de señales culturales y políticas conectadas a los mitos de una época. Ahora sin embargo, a diferencia de ayer, no subsiste apenas ninguna fachada maciza, inerte, extática. Todo lo extático ha saltado en añicos, se ha liquidado en destellos. Las superficies están plegadas al maximalismo de un poder flexible, minimalista en su retórica. En una década a la que le repugna el humo, como signo de un resto, todo lo sólido se desvanece en el aire, en destellos de lejanía. El mensaje es el medio, por eso los contenidos informativos se simplifican. La arquitectura es espectáculo: ¿por eso todas las estructuras se adelgazan? Siguiendo la línea de una "liquidación" que, no sin cierta ambivalencia, ya anunciaba Marx en el Manifiesto, las construcciones actuales han de ser llamativamente luminosas, incansablemente expresivas, expansivas, significantes. Lo que publicitan es la potencia de la fluidez, prometiendo que la comunicación jamás se detendrá. La luz, el perfil fractal, los materiales reflectantes, el tamaño mutante, según dice Koolhaas: todo ello conspira para que el edificio sea espectacular, de cerca y a distancia. Esta vocación de impacto y ligereza se manifiesta en construcciones tan distintas como la ópera de Sidney, el Guggenheim de Bilbao o las torres Petronas de Kuala Lumpur. El exterior de las construcciones se parece cada día más a una pantalla plana que prescinde de cualquier solidez, de la pesadez y fijeza de lo limitado. Si algún material elemental aparece es como adorno integrado en una edificación que en su conjunto ha de ser rabiosamente diáfana, sintética. Nuestros edificios se conforman casi siempre como una superficie dinámica en ebullición, que emite continuamente. La exterioridad es total, hasta el punto de que del exterior no se puede deducir ningún interior. 

         Koolhaas recuerda que incluso lo desorbitado de la escala, bella en su simple tamaño "inmoral", hace casi innecesario la formación humanista del arquitecto y su intento de darle forma al edificio. Cualquier forma va a ser bella a esa escala irreal, extraterrestre, publicitaria de otro mundo. Baudrillard se ha hecho varias veces esta pregunta, que cada día se presenta más justificada: ¿somos religiosos, trascendentes, hasta el punto de que nuestro mundo sólo se justifica por la publicidad que de él se haría en otro mundo, que siempre está por llegar? Otro mundo es posible, el que nunca llega, y vivimos en función de él, igual que dentro de un anuncio. Como dice el conocido autor de éxitos Ken Follet: la ficción nos ayuda a escapar de aquí, a estar en ningún lado[7]. Misteriosamente, Follet no explica por qué en una sociedad democrática hay que escapar de "aquí". No recuerda que nosotros los elegidos, beneficiarios de esta interioridad global, hemos llegado a sentir lo real como un infierno y que esto justifica todos los blindajes, todas las huidas, el estrés de una velocidad constante que busca, más que llegar a algún sitio, conseguir flotar sin estar en ninguno. Buscamos huir de aquí, de allí, de donde sea, cualquier locus real que nos invite a habitar lo mortal, a convertir la muerte en morada. Esto, que es el abecé de lo que se llama existencia, hoy nos mataría. ¿Está libre de este simple imperativo de huida la arquitectura? Flotar, el parpadeo de las pantallas, la circulación perpetua, la comunicación sin fin. Nuestros edificios reverberan, haga o no haga sol. 

         En el fondo, necesitamos que una masa de desharrapados arribe sin cesar a nuestras opulentas costas. Ahora bien, el madrileño viaducto de Segovia ha de ser protegido con mamparas para que la gente no se arroje al vacío. ¿Alguien se ha tomado la molestia de asomarse a la estadística de suicidios, de depresiones, de misteriosas desapariciones? Igual que una masa de ciudadanos-lemmings huyen de la ciudad los fines de semana, una masa de humanos occidentales quiere huir de esta vida "democrática" para siempre. Las placas de cristal blindado del puente madrileño son toda una metáfora de la digitalizada lámina de protección -la imagen, la publicidad, el consumo- que debemos poner por doquier entre nosotros y la existencia. La complejidad, su espectáculo incluso brutal, nos protege de una simplicidad -la tecnología punta de la vida en la muerte- para la que ya no estamos preparados. Necesitamos protección, preservar nuestra burbuja artificial, pues el aire libre nos mataría. 

         Queda entonces otra cuestión más turbia, más directamente política. ¿Cómo soportar el infierno de coerciones en que hemos convertido la protectora vida social, la asfixiante red de obligaciones que nos cercan? La arquitectura se sumerge así en una lógica, extremadamente simple, que hace necesaria una ficción fantástica que prolongue en el ocio la ferocidad del tejido neoindustrial. ¿El espectáculo es una pragmática brutal que compensa en el ocio la brutalidad de la esclavitud laboral?: no parece una perspectiva demasiado halagüeña. La cultura del entretenimiento que hoy lo inunda todo, desde la información más seria hasta el arte más radical, busca que nada exterior -que al ser simplemente mortal, sería letal- se cuele en la vida de los hombres, perturbe el blindaje del orden productivo. Así, la ficción, de la cual forma parte intrínseca la arquitectura, complementa y oculta la feroz pragmática diaria. 

         Edificando ilusiones. La sociedad es asfixiante, por eso, para que la gente no explote, el ocio ha de ser explosivo. Nuestras vidas son miserables, normalizadas por un sinfín de reglas -políticas, laborales, fiscales, circulatorias- que no tienen precedentes. Están divorciadas además de cualquier reposo, de una independencia primaria, por una mediación social y técnica que ha llegado a ser omnipresente. El mensaje es el medio porque el contenido único de la comunicación es su omnipotencia, esto es, la prohibición de desconectar. Así, cuando visitamos los museos o los aeropuertos los edificios nos han de prometer un estallido, un fantástico vuelo. ¿Hacia dónde? No es tal vez pecar de maldad ligar esta fantasía espectacular del ocio, que nada tiene que ver con nuestras vidas ultranormalizadas, con lo que Marx llamaba ideología, la función básica de "falsear" nuestras condiciones reales de vida, de ocultar la infraestructura que día a día pisamos. ¿La arquitectura es, como el mito entero de la tecnología que la sirve, el nuevo opio del pueblo? 

3. Velocidad sin destino 

         Como si no creyeran en lo que se llama habitar, existir, y necesitasen un continuo reconocimiento de la opinión pública, nuestros últimos edificios pugnan por "salir del armario". ¿Buscan una expansión externa que elimine toda pregunta sobre el adentro, sobre un interior que pueda ser secreto, no directamente comunicable? Como nuestras admiradas top-model, los nuevos edificios son portadores de una anorexia que parece prometer que no hay nada de alma, un interior que repose y permanezca secreto, que se limite a residir en la tierra mortal. Debido a esta falta de fe en el núcleo de la existencia, todo ha de estar a la vista, en la superficie de exposición, a la luz del público mundial que viaja y lee revistas de arquitectura en los aviones. Como tantas veces en las manifestaciones públicas del poder, las realizaciones de la arquitectura moderna funcionan más, incluso en su eficacia local, desde la imagen y publicidad externa que emiten, que por su resolución local de un problema de uso real. ¿No es cierto que el Guggenheim de Bilbao es un genial recurso de la sociedad vasca para cambiar la imagen de una región y ligarla al destello del aluminio y el titanio, a la ligereza y velocidad de la expansión terciaria, que además no crea muertos? Es curioso que jamás haya sido blanco de ETA. ¿Tal vez porque nació con la explosión incorporada en su estructura flamígera, en la expansión turística y neoindustrial que genera? 

         El minimalismo esquemático de algunos elementos parciales, incluso en una estructura total que puede tener un aire de juguete, parece estar puesto al servicio del maximalismo de la expansión, del impacto, de la circulación. Las paredes reflectantes, las formas inestables, el perfil complejo. Todo en el nuevo edificio parece estar atravesado por la velocidad, el tránsito, la comunicación, la "libertad de expresión". Y en efecto, en el interior del edificio todo transita: pasillos, pantallas, salas, información, transeúntes. ¿Expresión de qué, velocidad hacia dónde, si se supone que cualquier referente ha caído y hemos prescindido de una meta externa y trascendente que justifique nuestro movimiento global? La lógica de la comunicación sólo tiene un mensaje, huir de la fijeza, de la sombra que late en cualquier enclave. La circulación incesante de la periferia, los sucesivos cinturones que circunvalan las ciudades -las radiales madrileñas M-30, M-40, M-50- son la expresión externa de una velocidad que sólo comunica la comunicación y deconstruye sin cesar cualquier gravidez interna en las ciudades, cualquier mensaje de solidez. Lo hemos deconstruido todo excepto la sacrosanta velocidad que es cemento de lo social, esto es, que conecta sin cesar el aislamiento. Todo ello en beneficio de una liquidez donde la comunicación es el mensaje mismo, aligerando los materiales, tensando las superficies, adelgazando los paneles. Como si, dice más de una vez Baudrillard, todo nuestro mundo estuviera erigido en función de la publicidad de otro mundo, fuera en realidad un anuncio de otro mundo, un lugar -no lugar- extraterrestre. ¿Queremos vivir dentro de un anuncio? En el fondo, la publicidad sólo publicita esto: La salvación está en el pluralismo, en el recambio perpetuo, sin parada. Corremos para no tener destino. Para que el mensaje del reposo -la vida es de la muerte- no nos alcance, para que el habitar en la muerte no nos toque. La cultura delzapping, estas curvas complejas de la nueva edificación, nos debe salvar de la cultura de la exterioridad, la de los sentidos. 

         La velocidad, su tensión, su esbeltez, esta cura de adelgazamiento que puebla nuestras construcciones, sólo tiene esta meta: desactivar el reposo allí donde pueda producirse, quiero decir, el "sentido de la tierra" (Nietzsche), el daimon de lo extático. La pura y simple existencia mortal es el fantasma, lo real, el nuevo "espectro" que hoy recorre los bajos del turbocapitalismo. De ahí todos los temores, esta interminable lista de enemigos que nos acosa desde la exterioridad intrínseca al habitar: el último es el cambio climático. El poder-surf que sucede en el tiempo al poder represivo de antaño, este poder que funciona con una geometría flexible y superando la coacción de los espacios cerrados, ha de mantener una tolerancia cero hacia lo extático, hacia el tiempo muerto donde puedan susurrar las sombras del habitar[8]. ¿La tierra misma debe cambiar, su clima debe cambiar para que no haya un referente extático, exterior a nuestra religión de la movilidad? De ahí la idea de que todos nuestros objetos, todos nuestros templos privilegiados -aeropuertos, museos, centros comerciales y de ocio-, emitan destellos las 24 horas del día. Incluso de noche y cerrados nuestros edificios deben velar para que la noche, el silencio, el rumor del reposo no se cuele por los intersticios. Los haces de luz perforan la noche igual que la tecnología atraviesa el cuerpo del hombre o el núcleo de la materia. De parte a parte debe reinar el poder escrutador de lo técnico, metáfora misma del imperio social. 

         Frente a la Cultura de ayer, que según Freud estaba habitada por un malestar latente, un resto de lo reprimido, la Comunicación de hoy ha de estar limpia de malestar, ha de queblanquear cualquier malestar en un destello sin fin, una curvatura sin fin, una complejidad si fin. Sin fin porque el fin es que no se vea el término. De ahí el aire cinematográfico, cegadoramente desenvuelto y explosivo de nuestros lugares favoritos. "No-lugares", en realidad, pues están expropiados del demonio del lugar, esa latencia de exterioridad. La complejidad informatizada, la curvatura veloz, el perfil imponente conspiran con el único fin -que no debe ser visible- de que no sea visible lo invisible, ningún término, el vacío de ninguna limitación externa. La deriva orgánica de esta penúltima arquitectura indica que el sistema técnico ha de clonar la vida misma, el tiempo mismo. 

         Si pensamos en cómo se ocupan actualmente los solares vacíos, cómo se rellenan de logos los huecos urbanos y se eliminan los lugares de cualquier parada, no es difícil deducir cuál es nuestra ideología, aunque carezca de lo que propiamente se llamaban "ideas". Incluso la aversión instintiva de nuestros escenarios postmodernos al tabaco, a la lentitud del humo y al espacio de conversación que genera, es difícil de separar de esta aversión a la detención, al tiempo muerto donde puedan encontrase mensajes no codificados. Un puritanismo maximalista guía el minimalismo existencial, deconstructivo, de nuestras construcciones. La luz despiadada de la geometría, la estructura inteligente persigue cualquier zona de sombra, de atraso, de solidez elemental. La incesante emisión especular de destellos esconde un puritanismo fúnebre. Hay razones para creer, en contra de lo que pensamos, que se da en la lógica social postmoderna una intolerancia hacia la exterioridad terrenal mayor todavía que la propia de la modernidad. Hasta el minimalismo angular de un Mies Van Der Rohe en el Pabellón de Barcelona parece indicar que la modernidad esa más atenta al reto de los límites que la actual curvatura infinita. La vibración digital de nuestras formas, su orgullosa "complejidad", tiene un trasfondo extremadamente simple. Se trata sólo de nuestra vieja obsesión por la recta, por la geometría que salve la irregularidad terrenal, complicada en un diagrama complejo, interrumpida continuamente con cambios de dirección. El imperativo es mantener el diseño global de una deconstrucción de cualquier exterioridad referencial, cualquier roce con lo irregular, lo no social. Es difícil también no concluir que la histeria actual con la inestabilidad climática obedece a esta misma intolerancia hacia lo no regulado, lo que funcione sin programa conocido. 

         Con razón se ha hablado en todo nuestro sistema social de una flexibilidad cadavérica, puesto que tal complejidad flexible nace de haber extirpado cualquier relación con el "tiempo muerto" de la singularidad vital, con la opacidad resistente de la que brota la vida. Ocurre igual que en nuestro orden social, donde todo se puede discutir porque nada importa, pues los temas solamente deben alimentar la dinamo del entretenimiento. El paisaje de nuestra pluralidad -objetos de consumo, edificios, aparatos y noticias- está cimentado en uncontinuum de nichos empaquetados que comienza con la santísima Trinidad trabajo-coche-casa. El apartamento, la oficina, el monitor del ordenador, los cascos del MP4 el recinto del automóvil, la pantalla del televisor son distintas metáforas de esta infinita interioridad que compone lo que llamamos sociedad global. El individuo conecta continuamente porque he de comunicar las formas de su aislamiento. Internet mismo no es otra cosa que la continuidad global de esta infinita compartimentación. La masividad se consigue sumando interiores aislados, átomos extirpados de cualquier raíz, del fondo sombrío de su singularidad. Solamente el ansia de vacío, de vaciar el ser mortal del habitar, puede dar lugar a la masividad de nuestros edificios, a esta visibilidad total, a esta interactividad global. La interpasividad, que vacía al individuo de nada que no sea expectación, es condición previa a cualquier interactividad. En este sentido, la cultura de la comunicación no tiene más mensaje que seguir comunicando, que cubrir -como saben, la palabra "cobertura" es importante- el tiempo entero de la vida para que no se cuele lo no regulado. 

         Del psicoanálisis sabemos que lo mortal reprimido en la cultura retorna como algo letal en lo real. De hecho, este acoso al que la curvatura muscular de nuestra edificación somete a cualquier ámbito de sombra, produce a su vez una peligrosa "zona cero" perpetuamente latente. El presentimiento de que va a ocurrir algo carga esos lugares desérticos que tan bien retratan fotógrafos como Aitor Ortiz, Casebere o Ballester. Sótanos, pasillos, salas vacías, columnas, aparcamientos inmensos. Lo que se revela en parte de la actual fotografía urbana es el terror de lo durmiente, el monstruo neutro que parece latir tras la geometría despiadada de nuestros grandes espacios. El vacío cría monstruos porque, aunque esté lleno de reglas, carece de una vía de comunicación con la sombra de la singularidad. Por lo tanto, todo se deforma en él y crece amorfo, sin ley. De algún modo, el género de terror que nos envuelve tiene razón. 

         Cuando Gus van Sant intenta captar en Elephant (2004) la atmósfera que rodea al joven torpe o discreto que mañana será un mass killer, lo hace filmando largos pasillos silenciosos, estudiantes estereotipados que acosan a los lentos, grandes salas vacías llenas de ecos, aglomeraciones de gente, reuniones estúpidas, jóvenes tímidos que sufren el estruendo... No hay elevación sin un sótano correspondiente, no hay despegue sin una sombra de accidente potencial que lo acompañe. Las premoniciones del 11 de septiembre parecen darle la razón a esa idea de que es la propia edificación, en su tamaño mutante, la que llama a la catástrofe. Igual que la velocidad del avión multiplica el impacto con el más pequeño obstáculo, la lógica expansiva de los edificios, cuando se junta con un pequeño pinchazo, produce un efecto multiplicado. La misma lógica de la expansión que sostiene al edificio se convierte en una trampa letal cuando en ella penetra un virus. Si un pequeño hacker filipino, recuerda Baudrillard, logra crear un daño masivo con el virus I Love You, así las Torres Gemelas parecen secundar el choque de los aviones, obedecer a su señal. Como si cada atentado supusiera una segunda explosión sobre la primera, sobre la "bomba informática" que ha generado cualquier figura espectacular de nuestra edificación[9]. 

4. Control 

         Nacida de una primera explosión vinculada a la potencia desintegradora y reintegradora de la informática, el edificio de la T-4 espera una segunda explosión. Cada ángulo está dinamizado con logos, formas orgánicas de la estructura, elementos tensados, metáforas de proyectil o ala. Todo simula la potencia del vuelo, del movimiento. Hasta las luces han de ser indirectas, para que no haya ningún punto fijo en el que apoyarse. Digamos que el conjunto de elementos se reparte entre dos modelos: el muscular y el anoréxico. Si la forma de las columnas, las instalaciones o los tensores no recuerda a un avión, a una figura poderosa de despegue, tiene una apariencia minimalista, transparente, anoréxica. No es extraño entonces que se imponga esa especie de jadeo obligatorio, ese estrés que es condición del consumo: 15 m. a la puerta 5, 20 m. a la puerta 7. Está prohibido el reposo, que nos roce el aliento de lo latente, que por lo demás es universal en este escenario. Además, el que reposa no consume. Así que todo debe estar protegido por el modelo del estrés. Sumemos estos elementos a otro bastante significativo: la ausencia casi total de bancos, asientos, lugares o esquinas donde pararse... salvo para los fumadores apestados o las salas Vip de los viajeros de la clase Business. Así pues, los humanos están empujados a la carrera para no detenerse a pensar, para que no se hagan preguntas incómodas. Por ejemplo: "¿Qué hago aquí?". Sería espectacular una performance de alguien parado, detenido, pensando desde un gesto congelado[10]. Pero lo que puede ocurrir en la Gran Vía sería completamente ilegal aquí. La velocidad es el dictado correcto de cualquier democracia, la dictadura cuyo continuo recambio impide ver la violencia que ejerce. Dado que cualquier artículo enseguida se vuelve obsoleto, dado que el mensaje es el medio, ¿consumir es otra cosa que consumir reemplazo, pluralidad, simulacro de tiempo? Consumir multiplicidad para que no se vea esa detención que nos aterra. 

         A la luz de nuestro demonio, el silencio de la existencia, la famosa complejidad tiene un envés muy sencillo. Es el instrumento de una voluntad muy simple de desactivar los recursos naturales del individuo y ocultar un poder que reina creando vacío, el miedo al vacío, y la neurótica hiperactividad consiguiente. La cultura del entretenimiento nace de un aburrimiento terminal en el centro, pues se ha prohibido el diálogo con lo que no circula, lo que carece de modelo. La ansiedad de la comunicación brota de esa incomunicación nuclear. 

         Si nuestras construcciones reflejan un divorcio generalizado de cualquier duración o permanencia, de cualquier similitud con la orientación terrenal, es en función de ese objetivo político de ocultar y controlar. En conjunto -igual que el medio es el mensaje- la simulación sigue la potencia de la separación, aunque aquí y allá se adorne con copias más o menos analógicas de las formas orgánicas de la naturaleza. La dimensión aplastante, la ruptura de líneas, la multiplicación de niveles, la huida de la continuidad, la complejidad entreverada, la desorientación programada, constituye la configuración casi espontánea del nuevo espacio. Además, tal como se ve en la terminal T-4, si el tamaño descomunal no se acompañase de una multiplicación compleja de señales, ofertas, obstáculos y detalles, el conjunto tendría el aspecto opresivo de un contenedor vacío, un hangar de aviones. Así pues, la multiplicación de logos, lo que llamamos cultura del entretenimiento, es el relleno natural del vacío masivo, del nihilismo programado. 

         ¿De qué se trata en estos radiantes escenarios, centros comerciales, museos o aeropuertos? De diseñar una arquitectura en la que sea difícil que el hombre de a pie, con sus instrumentos intuitivos, se baste para desenvolverse y hacer un mapa suficiente del terreno que transita. En efecto, si la gente viese el terreno donde pisa sentiría miedo, pues sentiría el vacío que pisa, donde late un peligro amorfo. Abigarrado de logos y restos, el espacio postmoderno está carcomido por la deconstrucción para lograr el efecto edificante de la aglomeración espectacular donde no puedes decidir nada, hacerte responsable de nada. ¿Nueva York delira? En absoluto, es extrema, militarmente cuerda. Nuestra complejidad tiene la función de sólo permitir atender a ofertas y señales, de seguir órdenes. Y esto funciona ya en el plano de la percepción: se trata de impedir que en los nuevos panópticos se haga posible la visión autónoma de un público que, se diga lo que se diga, debe permanecer cautivo. La complejidad es así un arma esotérica de las nuevas elites. Igual que en el automóvil, en la medicina o en la filosofía, se trata de conseguir que la gente sea correcta y se someta a la dependencia técnica, impidiendo que nadie piense por sí mismo. Lasociodependencia, representada por las omnipresentes pantallas, por una comunicación cuya emisión continua de complejidad constituye el único mensaje, se instala por doquier. Como está prohibido desconectar y es necesario permanecer atento a la información, la interpasividad es la condición previa de la interactividad. ¿Qué escenifican las nuevas series médicas, House y compañía? Escenifican la complejidad intrincada de los síndromes actuales, la impotencia del hombre común y sus instrumentos perceptivos ante esa complejidad, la ciencia esotérica de los nuevos especialistas. Sólo dentro de ese marco de poder encontramos un eventual humanismo, el drama humano de las emociones, la amargura del "todos mienten". Hasta en la filosofía se ha prohibido pensar de modo simple, sin pasar por el laberinto de la cita erudita que el nuevo mandarín controla. Igual en la arquitectura: el minimalismo de la simplicidad sólo se entrega tras una infinita mediación donde el ciudadano corriente -y a veces el arquitecto- no pinta nada. La complejidad de la ingeniería urbana -las leyes, las normas, la informática, la opinión - envuelve incluso el sueño del arquitecto, sus dibujos, su estética, su intención. De ahí esa "ponzoñosa" mezcla de impotencia y omnipotencia de la que con frecuencia habla Koolhaas. 

5. Exit 

         Es posible que a pesar de todo tengan razón los que insisten es que carece de sentido la resistencia melancólica a la globalización, a sus megaestructuras arquitectónicas. La auténtica, la más eficaz "resistencia cultural" quizás consista solamente en atreverse a cabalgar este despliegue luminoso. Quiero decir, dejarlo ser en su ambición imperial para poder duplicar ahí, junto a él, bajo él, los destellos para siempre minoritarios de otro habitar. Igual que algunas luchas orientales consisten solamente en usar la energía del contrario para hacerlo caer, quizás la única salida para pensar la arquitectura es aprovechar esa fuerza radiante para duplicar un derrape oscuro, un nuevo "románico" que acompañe como una sombra a este masivo neogótico. Trabajar en este sentido para el "choque de culturas", para preparar el reconocimiento de las culturas exteriores, de una cultura de la exterioridad. 

         Agamben ha recordado que sólo debemos aceptar una salvación que consista en empuñar nuestra irreparable perdición. En la línea de esta filosofía, la idea sería comprometerse con el determinismo mundial que representa la arquitectura para liberar desde ahí ese otro sentido de la contingencia, el de un acontecimiento que no admite réplica numérica, la digitalización. Precisamente porque la arquitectura contemporánea no deja de llevar al límite nuestra aversión postmoderna contra la ley de la finitud, contra un bien que sólo consista en el mal invertido, por eso mismo es necesario acompañarla hasta el final. Es preciso llevar hasta el final el desamparo para encontrar, en el cabo de nuestra ambición espectacular, un indicio de vuelta. 

         Hablamos, en suma, de desactivar la religión de la velocidad dentro de la religión del reposo. Que lo espectacular subsista como un juguete de lo pequeño, la infancia que tutea a la muerte. Bajo la religión de lo visible, la religión de lo espectral. Hablamos de deconstruir la trascendencia apolínea de los espacios diáfanos con una nueva relación con la ruina, un poco a la manera de lo que intenta cierta poética contemporánea que va de Aleksandr Sokurov a Nick Cave, de Bill Viola a Peter Handke. 

         No hay quizás nada que oponer a esta deriva espectacular de la arquitectura actual, ninguna "alternativa" que ofrecer a un nivel precisamente global. Tal vez solamente se trata de articular un "sí, pero" que permita acompañar esta fuerza mundial, esta deriva radiante de las cosas, con una zona de sombra, más fuerte y mundial aún que la anterior, que el pensamiento tiene hoy la tarea de duplicar. Y esto también para prevenir, para adelantarse a ese accidente potencial, ese peligro específico que acompaña fatalmente a cada nueva invención. Convertir nuestra maldición en la primera pared, la primera casa. Entre otros, Paul Virilio ha hablado de la urgencia de emprender, en medio del inevitable "colaboracionismo" de los intelectuales, una dramaturgia del presente que muestre la alteridad que generamos, la negatividad que acompaña a nuestro despegue. Tenemos dos manos, dos lados: al César lo que es del césar, a Dios lo que es de Dios. Y hoy cualquier dios -el del milagro fuera de la ley, el del acontecimiento- ha de estar del lado de lo inconsciente, lo minoritario, aquello que es casi clandestino porque se pliega a la singularidad de la finitud. Tal vez no estamos lejos de ese "Sí y no" simultáneos del que hablaba Heidegger con respecto a la técnica[11]. 

         La doble apuesta, pues, de favorecer la tensión global de nuestros edificios y el cuidado extremo de lo minúsculo, la atención taoísta al registro del silencio, eso que hace a las otras culturas -la islámica, la eslava, la china- superiores a nuestro nihilismo de origen judeo-cristiano. Tenemos dos manos, dos hemisferios cerebrales, una tradición muy compleja, así que no existe el problema. Todo estriba en qué lado gobierna. En este punto creemos necesario invertir un emblema que se ha empleado en otros ámbitos: actuar globalmente para pensar localmente, fieles a la ley de la singularidad, al aquí y ahora de la existencia. Todo ello para que el tiempo del acontecimiento envuelva al tiempo espectacular de la cronología, para que la existencia envuelva al estruendo de la historia. En suma, se trata de que la vida común rodee los dictámenes de las nuevas élites. No nos parece poco, desde el punto de vista de la arquitectura y la política, mantener filosóficamente esta primacía ontológica de lo pequeño, aquello que vive en una relación afirmativa con la muerte y bebe en la finitud real. 

         ¿Una estrategia apocalíptica integrada en los escenarios espectaculares? Sí, pero el mayor obstáculo para esto es que hoy no sea prácticamente visible el integrismo global, postideológico, de nuestra democracia sustantiva. Hace tiempo que funciona demasiado bien en Occidente un complot intelectual frente a eso real que siempre ocurre "por fuera". Precisamente lo que llamamos alternancia, el juego de conservadores y progresistas, tiene la función perversa de que no sea visible nunca nuestra profunda unidad frente a lo "asocial" de la existencia. Estamos rodeados de un relevo de escándalo y normalización, de Ello y Superyó, de deconstrucción y restauración -el juego de izquierda y derecha, de Europa y EEUU- que impide la distancia crítica en Occidente, aquello que permitiría comprender a las otras culturas que nos temen o nos odian. Esa alternancia incansable inyecta interpasividad en el individuo y permite "puentear" el yo, el eje inconsciente de la decisión autónoma. 

         Estamos muy lejos de esta dialéctica imperial que debe impedir que el hombre común decida y se limite a ser espectador de las manifestaciones de poder que la nueva elite elucubra en sus despachos de lujo. En este sentido, la arquitectura actual, por "compleja" que sea su presentación, debe caer bajo la crítica del más común de los sentidos. El sentido, el de la exterioridad, el de la simple existencia mortal, no deja de tener relación con una idea antropológica de la cultura que tiene la obligación de tomar en pie de igualdad muy diversas normativas culturales, incluso las ajenas a la nuestra. Todas ellas son estúpidamente "relativas" frente a un absoluto que se fuga de cualquier solución histórica que pretenda apresarlo. La historia, incluida esta historial fractal de las formas imperiales, representa sólo el conjunto de condiciones negativas que permiten la aparición de algo nuevo, algo que jamás pertenecerá a la historia. En contra de lo que pensamos desde el fin de la historia, la naturaleza lo es lo contrario a la historia, otro determinismo simétrico que se nos contrapone, sino el trabajo incesante de la exterioridad, la corrosión interna que padece toda configuración histórica. 

         Es preciso tomar a la poesía como la primera arquitectura, la única ciencia posible del ser único. Y esto implica lo que podríamos llamar una estrategia de la debilidad: acompañar la deriva de los objetos actuales para inyectarles continuamente el virus de la grieta, la duda, la sombra, la limitación que es imprescindible para que el mundo vuelva a ser humano. Creo que Sokurov o Houellebecq expresan bien la fuerza de esa ciencia, una especie de existencialismo postnuclear -o postdigital- sin el cual no podemos, no debemos seguir. Desde su territorio hablamos y a ellos querríamos rendir un pequeño homenaje esta mañana. ¿Quién sería el "Sokurov" de la arquitectura actual? Ante todo es pertinente esta pregunta: ¿qué es una arquitectura que no nos prepara para la muerte? Quizás sea saludable, también por amor a la arquitectura, mantener una pregunta así en el aire. 

         Resucitar un nuevo romanticismo de lo inmóvil, la luminosa ambigüedad que tutea a la muerte, pero un romanticismo que mantenga el pacto con el diablo de este despliegue global que tan bien se encarna en la mole de los últimos edificios, esas cuatro torres que "rompen la niebla" en la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid. Conseguir que lo espectacular sea un juguete en manos de lo pequeño, si se quiere, que lo analógico envuelva al despliegue digital. Analógico de lo más atrasado, lo para siempre minoritario, la singularidad sin equivalencia. La alternativa es reinventar una tecnología para pararnos, un reconocimiento de la singularidad de lo extática que evite que lo que no circula se haga terrorista. Envolver la pulcritud, el aislamiento digital con la común soledad de lo analógico. 

         Hace tiempo que esta tarea ingente se definió de manera extremadamente sencilla: Pensar en lo que hacemos. Todo está bien con tal de que el pensamiento envuelva a la pragmática de lo técnico. Todo está bien con tal de que seamos capaces de pensar en lo que hacemos. Ahora bien, ¿pensamos, lo hacemos? 

1. Este texto es la transcripción más fiel posible de la conferencia impartida en la Facultad de Arquitectura de la UEM el 16 de noviembre de 2007 con motivo de la presentación al pública del Proyecto de Investigación interdisciplinar (Inter)sección

2. Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1998, pp. 13-15. 

3. No se trata de imitar el pasado, decía Adorno, sino de intentar seguir su sueño tal como se nos transmite en la distancia. M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Trotta, Madrid, 1997 (2ª ed.), p. 21. 

4. Hannah Arendt, La condición humana, op. cit., p. 16. 

5. "Mientras la OMA (Oficina para la Arquitectura Metropolitana) se entregaba a la práctica, Koolhaas desarrolló su teoría de la Grandeza. 'A pesar de lo estúpido de su nombre, la Grandeza es un dominio teórico en este fin de siècle', escribió en 1994. 'En un paisaje de desorden, descomposición, disociación, rechazo, la atracción de la Grandeza es su potencial para reconstruir el Todo, resucitar lo Real, reinventar lo colectivo, reivindicar la máxima posibilidad". Con esta grandiosa retórica, 'la coexistencia con el núcleo histórico' [de París, Koolhaas habla de Euralille] ya no era una prioridad: Koolhaas elevó la Grandeza a 'la única arquitectura que puede sobrevivir, incluso explotar, la situación ahora global de tabula rasa'. En efecto, era manhattanismo sin Manhattan: lo mismo que el bloque de rascacielos se concentraba en un único edificio, estas nuevas megaestructuras permitirían una gran variedad de programas, y no estarían constreñidos por ninguna retícula. 'La Grandeza ya no forma parte de ningún tejido urbano'; más bien, como Euralille, podría servir como su propia miniciudad. 'Esta arquitectura se relaciona con la fuerza de la Grosstadt como un navegante con las olas', escribió Koolhaas a propósito del Manhattan de los rascacielos en Delirious New York". Hal Foster, "Arquitectura e imperio", Diseño y delito, Akal, Madrid, 2004, p. 51. 

6. Heidegger había adelantado la eficacia mundial en la negación de la proximidad: "La provocación total a la tierra para asegurarse su dominio tan sólo puede conseguirse ocupando una última posición fuera de la tierra desde la cual ejercer el control sobre ella". Martin Heidegger, De camino al habla, Serbal, Barcelona, 1990 (2ª ed.), p. 190. Asimismo, Deleuze y Guattari en Mil mesetas: "El fleet in being es la presencia permanente en el mar de una flota invisible que puede golpear al adversario en cualquier parte (...) El submarino estratégico no tiene necesidad de ir a ninguna parte, le basta con mantenerse invisible mientras navega (...) La localización geográfica parece haber pedido definitivamente su valor estratégico y, a la inversa, ese mismo valor se atribuye a la deslocalización del vector, de un vector en movimiento permanente". Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 1988, p. 427. 

7. Exactamente es lo mismo que dice Karl L. Holz, presidente de Disney en París: "Euro Disney ayuda a escapar de a vida real". El País, jueves 20 de diciembre de 2007. 

8. Gilles Deleuze, "Post-scriptum sobre las sociedades de control", Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), pp. 278-282. 

9. Paul Virilio, "Nueva York delira", Un paisaje de acontecimientos, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 53-58. Jean Baudrillard, "El espíritu del terrorismo", Power Inferno, Arena, Madrid, 2003, p. 11. 

10. Sobre el inmediato beneficio, ontológico y cognitivo, de atreverse a pararse, a detenerse, ver Michel Houellebecq, El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona, 2005, p. 72. 

11. Martin Heidegger, Serenidad, Serbal, Barcelona, 1988, p. 27. 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 20 de enero, 2008

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los restos de una huella, (Sleuth, Joseph L. Mankiewitz, 1972)

He visto la cinta de Kenneth Branagh cuatro días después de encontrar (no fue tan fácil) y ver con calma, en el dulce y clandestino hogar, La huella de Joseph L. Mankiewicz (Sleuth, 1972). La idea era en primer lugar revisitar, casi visitar por primera vez un mito del cine del siglo XX. Sobreañadida, la intención un poco perversa de comprobar otra vez la depresión postmoderna, la degradación que introduce la voracidad de la fiebre comunicativa, en qué sentido la tecno-ideología digital es puritana frente a la relativa tolerancia moderna. Desgraciadamente, este prejuicio tan conservador se vio espectacularmente confirmado mientras soportaba la versión cinematográfica de Branagh. De traductor a traidor, se dice, no hay ni un paso. De versión a aversión, ¿qué media, qué media cuando la mediación sin fin se ha adueñado del horizonte y no soporta ningún punto de referencia fijo, no corruptible, no deconstruible?

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Crónica de la voluntad y la derrota, (Half Nelson, Ryan Fleck, 2007)

Sin estridencias, con esa mezcla de piedad y dureza que sólo encontramos en las mejores obras, Half Nelson desgrana una desdicha a cámara lenta, una disección del tedio y la soledad en medio de nuestro holocausto diario de los ideales. Todo ello sazonado con cierto sentido del humor, con una tenue sonrisa que relampaguea aquí y allá. Aunque los turistas crean algo distinto, Nueva York es aquí como cualquier otro sitio. El miedo y la frustración abundan, son incluso la norma. Tras la opulencia del cristal y el acero, los derroteros del infortunio, la vieja zozobra de carne y hueso.

En la terminología de lucha libre "Half-Nelson" es una llave que inmoviliza al adversario y de la que es imposible salir. A pesar de ser un profesor brillante, Dan Dunne no deja de estar refugiado en la marginalidad de un instituto neoyorquino, sin atreverse a salir al pulmón abierto de la sociedad. Lo que le encierra es ambicionar toda la emoción, la intensidad, la libertad del mundo aquí y ahora. Mientras explica una lección imposible a unos pobres chicos que le siguen con simpatía y admiración, pero que apenas podrán realizar nada. Sin embargo, Drey y él están unidos porque no se limitan a sobrevivir, a ver pasar la vida, a pesar de estar un poco asustados ante lo que les rodea.

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