un poco de miedo, catálogo Francisco Soto Mesa, Tercer Espacio, Madrid, 2003

Hoy las apariencias son volátiles, como un juguete, por eso no debe extrañar que el pintor tome sobre sí la tarea de recuperar el espesor de la materia, infinitamente más sutil que toda la complejidad de diseño que nos oferta la técnica. Siguiendo este dictamen, Soto Mesa ha escudriñado con atención la realidad y ha hecho el dibujo rápido de un esquema, pasando después ese boceto al lienzo. Que más tarde el resultado no sea fácilmente reconocible, o no se atenga a nuestras expectativas, no hace más que confirmar que el arte ha cumplido una vez más su extraño designio. A fin de cuentas, retorciendo el lenguaje, el pintor se ha esforzado por arrancar los sentidos de la opinión, lo cual es justamente su oficio. Además, ¿quién nos había asegurado que lo real, después de la bomba atómica y de la televisión, puede tener un criterio fácil?
En correspondencia con la naturaleza laberíntica de lo inmediato, el pintor ensaya un trenzado de intimidad y exterioridad, de acercamiento y alejamiento. La arquitectura de los planos, el régimen del color. Para rozar siquiera las marismas primitivas de la vida, se requiere empezar una y otra vez partiendo de cero, construyendo un mínimo ante el vacío. Cualquier sensación se compone con el desierto, un vacío coloreado, coloreante. Por muy lleno que esté, un lienzo conserva el vacío, una llanura tan vasta que (como dice el pintor chino) permite que retocen caballos[1].

En ningún caso, nada se ha tomado como referente literal. Por el contrario, para Soto Mesa se trata ahora, después de periodos más ingenuos o dubitativos, de asumir la autoría, la afirmación del universo autónomo de la pintura. Ésta sería un lenguaje primero, la manifestación de la pintura que es el propio mundo, obra de arte que se da a luz a sí misma. En su intrincada articulación, la pintura debe preservar lo inarticulado, el caos central que le amenaza y donde debe reconocer una forma. A diferencia del lenguaje discursivo, lo pictórico no se separa del grito del inicio, del espíritu de la geografía y de sus misteriosos habitantes. Tal vez por ello puede lograr una extraña comunidad. Lo plástico es un lenguaje, de ahí sus cualidades pedagógicas, que sigue hablando a los sordomudos, a los tarados y a los niños, a cualquier humanidad iletrada. Se trata de un álgebra de la sensación, como el delirio de los girasoles en la cabeza de Van Gogh. No es extraño que el doctor se sienta ahí más incómodo que el inculto.

Francisco Soto Mesa se somete al riesgo de lo no narrativo. Plasmando un compuesto de sensaciones que ya no necesita a nadie, da libre curso a la energía de una narración que no tiene sujeto y rehace la identidad del pintor. Suponemos que él también ha experimentado, en el culmen de un esfuerzo, la milagrosa experiencia de ser mediador de fuerzas puras, apenas vislumbradas y ajenas a la voluntad de todos los planes. La espontaneidad, como el instinto, es un resultado que exige mucho trabajo[2]. Y sólo el arte completa este círculo: destruir con el pensamiento el obstáculo que es el pensamiento. Todo ello para lograr no pensar y fluir con el orden mudo de las cosas. Dicho de otro modo, para lograr que la mano piense más que el cerebro, forjando esa sintaxis sensorial que hace tartamudear el lenguaje corriente.

Convertirse en vidente, en alguien que deviene y hace devenir a los demás, obliga a aceptar que el pensamiento es una «enfermedad» que sólo se supera anulándola desde dentro. La historia del arte es la de intentar vencer a la razón con el pensamiento, utilizando la materia plástica de los sentidos como camino de vuelta, para desandar día a día la tendencia a la separación que está incrustada en todo lo que llamamos cultura[3]. Permítaseme decir que este imperativo salvaje de cura, y no ninguna obra por sí misma inteligible, es lo que explica el denodado esfuerzo de un arte que con frecuencia es despreciado por la sociedad bienpensante.

No es improbable que Soto Mesa haya tenido que revivir sin maestros toda la historia de la pintura hasta poder regresar con el pensamiento al presente, una presencia espectral, que tiembla sin mediaciones. La huella de la abstracción queda en esta recuperación expresionista de la naturaleza. Después del paso del pintor por lo geométrico, vino la conquista de la pulsión cuántica de lo real, esta reconstrucción tortuosa. Nos sugiere una naturaleza que sufre, que no puede descansar en el orden mecánico y no deja de inventar, entre vapores de cambio.

Plano de inmanencia sostenido por una trascendencia meramente sensitiva, eternidad que coexiste con una breve duración. A veces se insinúan las cuadrículas de una heredad, el ajedrezado de un horizonte de cultivo. Así como la recurrencia del negro, sombra de los muros que marcan, hieren, surcan el territorio de la pintura. Predominan los colores apagados, como de secano. El amarillo de la tierra abrasada por el estiaje, el rosado de la carne y el ocre de unos predios imposibles. Entre ellos reaparecen las heridas del negro, jalonando, construyendo una trama que matiza los otros colores. Por encima de todo, el encuentro de los colores los redefine sin cesar en una insinuación nueva. Vemos cómo el amarillo pone a vivir al blanco, el negro al morado, al naranja, al rojo en tránsito… Como dice Rilke: «la pintura acontece en los colores; cómo hay que dejarlos solos para que se expliquen recíprocamente. Su trato mutuo: esto es toda la pintura»[4].

Soto Mesa querría entrar en los intersticios de lo fijado, en los nódulos de la nervadura superficial. Desde aquellos delicados óleos de 1973, la pasión por el secreto de lo real es la misma, aunque haya atravesado etapas muy distintas. Siempre persiste el misterio de la encarnación, una mezcla de sensualidad y religión. Hay una liturgia de lo latente, lo aún no manifiesto. Podríamos decir que es esta una pintura visceral, con una atávica alusión a los intestinos de la superficie. Soto Mesa se demora en meandros, apuesta por una posibilidad más alta que toda realidad. Pone en escena la mutación subterránea que mina las pretensiones de toda objetividad, de toda historia última. De ahí esta convivencia constante de la ambiguo y lo explícito.

En esta exposición parece que hubiera siempre que obedecer al esquema de algo ya visto, plegándose a los detalles de un mapa invisible. Visiones de pájaro y de lagarto alimentan el zoom (lo macro y lo micro a la vez) que rompe la comodidad de las magnitudes reconocibles. La realidad es recompuesta una y otra vez por el deseo, por una sed de verdad que esboza la lenta incubación de lo que va a venir, el cumplimiento de una profecía presentida al comienzo. Estamos hablando, en resumen, de fe en las apariencias, en la rebelión infinita del material pululante que puebla el universo. Y todo esto dentro de un estilo que actualmente podría ser deudor de una cierta herencia expresionista, coloreando las mil callejas que siguen ocupando el centro de nuestras obsesiones. Lo cual es compatible con un trato incansable con la tradición y sus posibilidades inexploradas, desde Tiziano a Tintoretto o Franz Halls.

Todo en esta pintura se despliega y se repliega, se percibe en pliegues. El mundo entero está legado en cada esquina, con estos fragmentos de suelo que despliegan tal o cual de sus regiones[5]. El Barroco, dice Deleuze, eleva al infinito el pliegue, como vemos en los cuadros de El Greco. Es la situación paradójica a la que la singularidad real nos remite, como en una capilla barroca «sin puertas ni ventanas», en la que todo es interior. Una proposición acorde con esta exposición podría ser esta: cada mónada de realidad está enteramente cerrada, sin puertas ni ventanas, porque contiene el mundo entero brotando desde un fondo sombrío (¿esas arterias del negro?) que esclarece sólo una parte de este mundo, variable para cada cual. El mundo entero está, pues, plegado en cada cuadro, en cada retazo de dibujo o de color.

Sin la desaparición, nos recuerda Berger, no existiría el impulso de pintar, pues entonces se poseería de antemano la seguridad, la permanencia que la pintura lucha por encontrar. La pintura es, más directamente que cualquier otro arte, una afirmación de lo existente, del mundo físico al que ha sido lanzada la humanidad[6]. La pintura celebra el enigma de la visibilidad, de una luz que no es más que el tránsito de la oscuridad, como una finitud infinitamente variada. De ahí la pertinencia de rendir testimonio de las líneas oscuras que fortalecen la composición, esta movilidad vacilante de una matriz hecha añicos.

Ocurre como si el artista intentase en todo momento encontrar el hilo de una incertidumbre dada, un umbral de indeterminación al que hay que volver. Paradójicamente, esa región central, terca en su ambigüedad, ha de conservarse con un nomadismo perpetuo, traicionando el triunfalismo de todos los estadios alcanzados[7]. Debido a esta libertad profana que ha de recuperar el estremecimiento de nuestro suelo, el artista (no el personaje civil, sino el creador atormentado de sus horas furtivas) está bastante lejos de nuestro llamado mundo libre, de una obra que no se sometiese al juego infinito de la necesidad, a la ley del azar[8].

¿Se aparta alguien realmente de su origen, supera su mito o prejuicio fundacional? A juzgar por el implacable encono que nos envuelve, eso no parece probable. Pero nuestra cultura, con su tradicional hipocresía y su ideal feroz de superación, vive de mentir en este punto clave. Los occidentales odiamos lo dado, el «principio de indeterminación» que nos hace iguales[9]. Nosotros queremos vivir en el nihilismo de un mundo libre…. libre, a la postre, de todo punto de partida absoluto que nos obligue a volver, a aceptar que no se va a ninguna parte, que el Progreso es una quimera y la vida es un círculo que gira en torno a una única experiencia. Más allá de toda desdicha, el arte es la rara forma de pensamiento que completa ese círculo. El esfuerzo ímprobo de cualquier pintor que merezca la pena avala esta historia de apego al suelo, a una problemática escena primitiva que es imposible dejar atrás. Ella nos recuerda que el único destino posible del hombre es convertir su maldición en viñedo.

1. Cfr. Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Barcelona, 1993, pp. 166 ss.

2. «Para todo, sin embargo, se requiere mucho, muchísimo tiempo (…) hasta que, de improviso, tienes la visión justa (…) Todos los recursos se han borrado, se han disuelto en la consecución: tanto es así que parecen no existir (…) Pero este milagro, sin excepciones, sólo es válido para uno, para el santo al que le ocurre». Rainer M. Rilke, Cartas sobre Cézanne, Paidós, Barcelona, 1985, p. 38.

3. «El punto ciego de la singularidad sólo se puede abordar de una manera singular. Esto es antitético respecto al sistema de la cultura, que es un sistema de tránsito, de transición, de transparencia. Y la cultura es algo que me deja frío. Todo lo malo que le pueda ocurrir a la cultura me parece bien». Jean Baudrillard, «La comedia del arte», revista Lápiz, nº 128-129, Madrid, febrero de 1997, p. 56.

4. Rainer M. Rilke, Cartas sobre Cézanne, op. cit., p. 56.

5. Hay más verdad, necesariamente hermanada con la muerte, en los rincones apartados, inobservados, que en el ruidoso espectáculo donde se refugia el mundo contemporáneo. Por eso nuestra sociedad busca todas las formas posibles de aplastar el silencio del tiempo. El mensaje es el medio: todo la atracción de la comunicación se basa en una sucesión de impactos que nos libre del «tiempo muerto», de una indefinida existencia que amenaza con tomar la palabra. ¿La gente no le tiene miedo al silencio del ocio (o al del paro) justamente por eso?

6. John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Árdora, Madrid, 1997, p. 36.

7. «Hasta cierto punto, la experiencia de Pasolini recuerda los trabajos de Sísifo, pues cada libertad alcanzada engendra por otra parte su propia servidumbre, de la que hay que liberarse de nuevo. Este agotamiento eterno, sin testigos, surca el rostro del poeta». Ignacio Castro, «Lodo y teología», revista Sileno, nº 7, Madrid, diciembre de 1999, p. 62.

8. Esto nos sitúa a años luz de algunas afirmaciones pintorescas de uno de los críticos de moda: «El nuestro es un mundo de profundo pluralismo y total tolerancia, al menos (y tal vez sólo) en el arte. No hay reglas». Arthur C. Danto, Después del fin del arte, Paidós, Barcelona, 1999, p. 20.

9. «La ilusión moderna en relación al arte (una ilusión que la Posmodernidad no ha hecho nada por corregir) es que el artista es un creador. Más bien es un receptor. Lo que parece una creación no es sino el acto de dar forma a lo que se ha recibido». John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, op. cit., p. 44.

Ignacio Castro Rey. Madrid, 11 de septiembre 2003

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algunos minutos del mundo, Galerie Die Backfabrik, Berlin, 2003

Estamos ante una muestra del sur que tal vez nunca será «grande», ni espectacular. Si estas obras son significativas diría incluso que el hombre nunca se apartará de una impotencia que tiene estrecha relación con el imperativo de la creación. Frente a la lógica de un mercado que vincula a los individuos por fuera, el arte nos hace una propuesta de comunidad que brota de la sombra de la más simple existencia. Se trata siempre de una indagación en los límites del conocimiento, mostrando en primer plano lo aún no decidido. En el margen de las ruidosas vías de comunicación, lo más extraño es ahí lo inmediato. Está pasando un minuto del mundo y sólo podemos conservarlo al precio de volvernos él mismo.

La creación no depende tanto de estar bien informado como de ser capaz de propiciar un encuentro con la exterioridad. En última instancia, sólo cuenta el coraje de darle forma a una crisis fundamental en la condición humana. En virtud de una legendaria «temporada en el infierno» el artista es al mismo tiempo el más maduro y el más inmaduro de los seres humanos. Como imperativo ético, se negó a crecer en un momento clave. Atendiendo a un crónico «atraso» que une a los humanos, decidió permanecer abierto a una pregunta que impide que su labor sea integrada por la especialización.

Estos cinco artistas no parecen guardar sus percepciones en una vida privada, oculta bajo la coraza de las profesiones, sino más bien convertir directamente la turbulencia de lo cercano en una deriva del sentido. En este punto, tal vez estamos en lo cierto al pensar que el pintor no inventa nada, sino que más bien despierta algo que ya estaba en nosotros. Crear sería así encontrar la espalda de las horas, dando testimonio de un tiempo que remata en cada instante. Es cierto que, en secreto, esto le ocurre a todos los hombres, pero de una manera abierta el arte tiene en esa paradoja su oficio, un mensaje del que no puede apartarse. Bajo los planes sociales, la operación formal del arte nos recuerda un destino del que ningún progreso nos libra.

Cada una de estas obras trastoca nuestra percepción y pone en suspenso el sentido. Con distintos contrapuntos de geometría y caos, estos cinco trabajos se asoman a una experiencia que no admite acercamiento teóricos, resolviéndose en un tipo de pensamiento más cercano a los afectos que al concepto. No se trata en ningún caso de añorar un pasado idílico, sino de resucitar una posibilidad distinta del presente, despertando una variación más fuerte que cualquier realidad ya efectuada.

Mariano de Blas (Madrid, 1958) toma los fragmentos de nuestra iconografía como punto de partida. Como un mosaico de piezas arrancadas de distintas procedencias, grecas de tela, motivos de heráldica, hojas y siluetas de plantas (enebro, jengibre, pino) giran en ciudades irreales donde el sol declina. Hay huellas de cadáveres y del paso del tiempo, estampaciones fósiles en un relicario que atesora figuras vencidas. El conjunto es punteado con unos emblemas en latín que resultan igual de enigmáticos para todos. De Blas parece percibir el mundo desde el lecho de una lengua muerta, entre el jeroglífico de sus residuos. Todo lo que era venerable, desde el coraje de legionarios desaparecidos a definiciones y recuerdos de escuela, yace como un resto que la marea del tiempo arroja a la arena. Pero no se trata de un regusto por lo morboso, por la mera cita, sino que parece indagarse en otra verosimilitud. Después de la riada de una época sin piedad, el pintor realiza un esfuerzo de ternura para rescatar todos los moldes. Nada de tabula rasa entonces, sino la apuesta por una luz que brote del suelo humeante. Los juegos de la semejanza y la desemejanza, del atar y el desatar, componen la danza de la memoria, el deber de un recuento de las pérdidas. Con la incorporación de la fotocopia en el collage del cuadro, Mariano de Blas envuelve también nuestro afán reproductivo en el aura de una recolección barroca.

En un ámbito muy distinto, las estampaciones digitales de José Manuel Ciria (Manchester, 1960) recrean una abstracción que no elude el reto de la ambigüedad real. Entre el juego de la necesidad y la ley del azar, en la obra de Ciria resuena, de un lado, una tierra cuántica, libre de todo mecanicismo; de otro, una humanidad que no teme a las sombras. Se ha hablado en él de una desbordante vitalidad, de la pugna de tumulto y geometría, de un desgarro que sólo pueden soportar los fuertes. Glosa líquida rescata rastros tenues, la música de los hilos de agua. Una naturaleza que llora o sangra, empañando le tersura de las superficies, enseña las entrañas cuasi animales del sentido. Lo ínfimo levanta sus monumentos, un templo de estalactitas que provoca el contraste entre la limpia superficie ortogonal y la tortura del líquido que se derrama. Ciria convoca las flores imposibles del dolor, un lirismo sin sentimentalidad ni preocupación ornamental. El conjunto tiene el aire de las cosas en peligro: como una rosa enferma, dice el poeta, indecisa entre el perfume y la muerte. El cuerpo lechoso de la melancolía, los meandros del sentimiento. Se nos ofrece un duelo del exceso y la continencia, la lujuria y la castidad. En este trabajo, soporte y pintura son reunidos por la energía del gesto, que parece brotar de las cosas mismas, como si éstas pidieran otra mirada al hombre. En el vigor de la resolución plástica no escuchamos un metalenguaje (esa pintura que «habla» de la pintura), sino una obra volcada directamente sobre lo exterior. ¿Es esta fortaleza lo que nos detiene ante las imágenes, lo que produce esa impresión súbita?

Se ha destacado en la pintura de Luis Fega (Asturias, 1952) el golpe largo que marca la tela, entendida como frontera donde se dilucidan encuentros cruciales. Lento y desconfiado ante sus propios logros, Fega cultivaba un expresionismo más sombrío, con paisajes de desolación y norte en ruinas. Todo esto parece ahora atemperado, pues es patente que el pintor se esfuerza (en el esquema del dibujo, en los colores limpios que embalsaman a los cuerpos) en busca de una expresión despojada. Siguen siendo cuadros atormentados, llenos de dudas y acción, pero apunta además una poética capaz de entrar en los niveles más turbios. A menudo la cálida película del rojo o del amarillo amortigua la dureza de las siluetas, como un fondo mítico que suavizase esa inquietud que traza en el cuadro sus planes, sus caprichos de conquista. Las zonas densas alternan con otras licuadas, oscilando el cuadro entre lo coriáceo y lo acuoso. Los colores filtran la violencia del gesto, la nervadura de las siluetas mudas. Por doquier pululan formas orgánicas de resistencia a nuestro orbe tecnológico, pues la composición dibujística es sólo un marco para la impenetrabilidad de cada figura. Es a veces un trabajo tan lábil, tan aguado, que resulta hipersensible al trazo de la mano, calcando el pulso exacto del movimiento muscular. El gesto impone así una impronta de instantaneidad: el brazo y su temblor han estado allí, grabando la superficie segundo a segundo. Por lo demás, el cansancio muscular, tan inevitable en una pintura de este tipo, colabora en la labor de síntesis, pues el agotamiento elimina lo superfluo, depura teorías, manierismos, adherencias del momento. Solamente aguanta en el cuadro aquello que ha sido digerido y transformado en carne, lo que resiste el aguacero de la duda.

Con su propia combinación de cortes geométricos y entropía orgánica, Pablo Maojo (Asturias, 1961) abre el volumen inaugurando nuevas superficies. El escultor levanta caprichos de aire en lo pesado y lento de la madera. Descarta, elimina materia y después tiñe de rojo y azul la herida. En distintas angulaciones, Maojo persigue la vida furtiva de las sombras, estructura un orden de notas labradas, la soledad sonora de los cuerpos ciegos. Heredero de un cierto constructivismo, con las huellas del trabajo industrial resalta la potencia natural, una physis que persiste tras cualquier incursión del hombre. Como algunos otros escultores, Maojo parece absorto en una experiencia local de la naturaleza. La sierra mecánica hiere el crecimiento lento del árbol, pero para encontrar en la materia prima la forma que dormita. Su trabajo nos enseña que también la levedad, el capricho, el misterio de la notación musical estaban en la madera. Aunque en este caso huye de la escala monumental, cosa que no siempre ocurre en su obra, el artista resalta un espacio transitable en medio del peso de los huecos.

Finalmente, con un frenético aluvión de sugerencias en la piel de lo existente, la pintura de Felicidad Moreno parece canturrear en torno a un centro impronunciable. Dándole forma sensual a la ausencia, los cuadros tejen su ficción con plumas, cables, brillos procedentes de una alcurnia borrosa. Sin embargo, en esta tela natal donde todo germina, también el trenzado de vértigo y sosiego, lo negro vuelve una y otra vez, como si no pudiéramos olvidar el agujero oscuro en torno al que giramos. Hay un obsesivo deslumbre solar, pero latiendo sobre un fondo oscuro. Un dédalo de franjas encendidas, de irisados filamentos, alterna con la opacidad, con la cesura que habita el ojo. La pintora cuida también los seres pequeños, la duración de lo frágil, los partos de lo precario: como si se quisiera celebrar, no los cuerpos, sino su vibración, el enigma de su visibilidad (alguien ha dicho que lo imperceptible es la eternidad que coexiste con la más breve duración). Los cuadros son a veces recorridos por un cordón umbilical que querría atar la senda perdida de nuestros recuerdos, el jardín de unos tormentos que se bifurcan. En una matriz hecha añicos, la movilidad vacilante, las alusiones a órganos, a entrañas y motivos vegetales (¿un homenaje a Luis Gordillo?). Y constantemente un mensaje: no olvidéis la noche vacía que suma todas nuestras posibilidades. Sin dejar de fijar imágenes, los cuadros de Felicidad Moreno son apuntes que captan el tránsito de las cosas, su anhelo. Como si amaran los bordes, los pliegues, una silueta que es anterior al cuerpo.

Quizá para corresponder a estos cinco trabajos deberíamos intentar un acercamiento a lo que en cada pieza, por muy recargada que esté de influencias, hay de orfandad, de obediencia a un núcleo de desamparo. Ciertamente, el arte no vive al margen de la superficie social del presente. Pero ello porque, a la manera de algunas luchas orientales que aprovechan el impulso del rival para vencerle, el artista utiliza los signos de la actualidad, incluso el determinismo de la mayoría histórica, para liberar la ley suprema de la contingencia.

Ignacio Castro Rey, 14 de febrero, 2003

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metrópolis, catálogo Mutación, galería Begoña Malone, Madrid, 2002 Ignacio Castro Rey. Madrid, 4 de diciembre 2001

«En la sociedad del capitalismo tardío, una ‘vida social real’ adquiere en sí misma características
de una farsa, con nuestros vecinos comportándose en la vida ‘real’ como actores y figurinistas.
La verdad final del universo capitalista utilitario y desespiritualizado es la desmaterialización de
la propia ‘vida real’, su transformación en un espectáculo espectral». 

Slavoj Zizek.

Es cierto que la normalización económico-técnica refuerza la necesidad de que el trabajo del arte, incluso el de la poesía, se haga consciente, enlazándose a la teoría y a la filosofía. Sin embargo, con un sello inconfundiblemente angloamericano (el imperio es el imperio) nos ha caído encima una edificante primacía de lo sociológico, de lo crítico-político, incluso de lo «divertido», en detrimento de todo lo que huela a ontológico, que ahora pasa por «aburrido». El resultado es que nuestro autosatisfecho orden de la comunicación global huye de los espacios de silencio como si representaran la peste del atraso. Sólo así se explica en el arte tal fascinación mayoritaria por las nuevas tecnologías, por los paisajes mediáticos, por el ruido de las «estrategias» y la huida a cualquier precio del simple estar-ahí de una forma. Cuando, sin embargo, el papel político de lo impolítico sería clave en un momento en que la coartada del poder, este poder microfísico que denunciaba Foucault, estriba en su fusión con las emociones «juveniles» de la individualidad.

En complicidad con esta radicalidad de lo impolítico podemos leer la exposición que nos ocupa. A diferencia de un arte que se recrea en la narrativa de un metalenguaje específico, Martínez del Río usa el ensamblaje de materiales para insinuar una y otra vez una ambigüedad original, una poética de la zona cero que sería necesario asumir, como eje de la condición humana, para conjurar futuras catástrofes. Con la imaginación de nuestros horrores de la paz el artista nos invita a que pensemos de nuevo la amenaza que se cierne sobre los humanos, incluso sobre los sometidos al beneficio del confort. Es cierto que ahora, en esta etapa «negra», la poética es menos expresa y lo que aparece en primer plano es una arqueología tenebrosa del maquinismo industrial. Pero en los dos últimos estadios, éste y el de Las cosas blancas[1], la idea es básicamente la misma: una reconstrucción monstruosa de nuestra normalidad para, al mismo tiempo, señalar la posibilidad que quedó atrás. Y esto no tanto quizá para añorar nada, un paraíso perdido antes de esta gigantesca alienación, como para bosquejar un estado de indefinición que sería consustancial a la especie.

Si acaso, actualmente se acentúa la desolación de la metamorfosis. Lo que antes eran raros seres, ahora son despojos casi en putrefacción; lo que se reconocían como larvas, hoy son muñones. Quizá, después de todo, persista un imperativo rilkeano: el de descender al horror, esperando que allí, donde todo se hace ley, se produzca un remonte[2].

La función ética del arte es reivindicar una posibilidad más alta que la realidad, que toda reificación social, con su masiva seguridad organizada. No obstante, nos defendíamos fácilmente de la biela, de las máquinas simples de metal. No ocurre lo mismo con estos constructos de función variable que operan dentro de un plexo cada vez más complejo de relaciones. De manera que, en una sociedad cuyo ideal es una neurótica seguridad, el arte ha de ser con frecuencia «terrorista», casi suicida, para poder llegar a las conciencias. Una colectividad superprotegida como ésta, con su lógica nihilista del cero muertos, además de provocar posiblemente la «venganza» de la entropía elemental, exige del arte el linaje de Kafka y Artaud, de Celan y Nauman. En suma, un poética que sólo puede donar alguna calma al otro lado de una catástrofe.

En este sentido, cada una en su registro, las actuales «cosas blancas» y las «cosas negras» dialogan tensamente, hablando unas y otras de su mutua pertenencia a un angustioso ámbito de transfiguración. En las piezas blancas que se muestran aquí, a partir de trozos caídos de nuestra marcha triunfal por los reinos del acero y el silicio, se vuelven a reanimar seres deformes que sufren, que insinúan esperar algo, reduplicando la zozobra que hemos querido dejar atrás. Tales despojos, monumentos a la descomposición, figuran en frágiles estructuras que semejan recintos de experimentación, separando dos mundos inconciliables (el de ellas, el nuestro). Separación que nos preserva, o las preserva, de una atmósfera dañina. Los materiales son actuales y leves, incluso «postmodernos», pero están comprometidos con una relación que alude a una carne lacerada. Como si estos cuerpos, crueles caricaturas clónicas de nuestro propio ideal de ligereza, estuvieran mutilados por la voracidad de la mundial transparencia.

Las cosas blancas resultan así de la cirugía radical que practica la claridad de esta época, logrando una combinación de autismo y comunicación asistida. Inexpresivas y al mismo tiempo hipercomunicadas, en la extraña estancia que habitan han perdido la integridad de sus vidas, quedando reducidas, en esta época de la comunicación global, a una queja muda. No hay aquí un trabajo puritanamente «conceptual», pues el peso, el enigma de la materia se recupera en la violencia del conjunto.

Esta exposición sería inconcebible sin el «accidente general» del que Virilio habla, resultado del choque de nuestras veloces sociedades contra el ritmo irrebasable de la existencia. Víctimas blancas de una violencia espantosamente correcta, estas cosas poseen la palidez de aquello que ha perdido la sustancia como resultado de una transfusión generalizada. Los plásticos, las rejillas envuelven una mutación que se ha convertido en crónica. De ahí que estas víctimas asistidas (¿asistidas para normalizar su sufrimiento?) yazcan sin melancolía ni expresión. Suspendidas sobre el silencio, una suerte de bebés acéfalos, larvas de nuestro insomnio, reposan en limbos de dolor amortiguado. Son despojos colgantes, latiendo en el estado intermedio donde querríamos modular la vieja tragedia de vivir, exiliados de la sucia tierra donde aún era posible, en la más extrema de las derrotas, la comunidad de la mirada y del lenguaje. Irrecuperables, sumergidos en un coma anterior al uso de la razón y al bautismo de la palabra: ¿no es algo así nuestro ideal de seguridad, aislado de la tierra mortal e hiperconectado con una suerte de eternidad social?

Junto a delicadas flores de plástico, como un jardín que florece del escombro nuclear, y árboles con pájaros helados, hay una especie de lirismo atroz en estas piezas. Inclusohaikus de lo siniestro puntean aquí y allá el paso de una estación que se adivina desolada. Al mismo tiempo, es difícil no sentir la maldición de las máquinas que se preparan para su propia supervivencia, al margen de su creador humano (como todo ese linaje de ingenios que se rebelan, hasta llegar al sufrimiento de la autómata de Solaris). Quisimos ser como dioses, creando zombis a nuestro servicio. Pues bien, ahora es evidente que algún día nos arrancarán los ojos.

Pero no todo es sutil en esta exposición, pues su autor combina el paisaje de confort autista con el terror de las máquinas negras que hemos destinado a los condenados, a los desheredados de nuestra luminosa promesa. Martínez del Río practica también una suerte de regreso a la primera fase industrial, una vuelta simulada al hierro y al hollín del comienzo. El artista vuelve así a sus orígenes «metalúrgicos», al trabajo con el simulacro de materiales pesados, que pueden cortar la carne. Como en una genealogía retrospectiva del delirio afelpado de las cosas blancas, ahora se trata de remontarse hacia atrás, a las primeras maquinaciones que diseñaron nuestro mundo separado, cuyas versiones bélicas aún lanzamos sobre las colinas peladas del Tercer Mundo.

Con todo esto se nos ahorra la tentación fácil de creer en un poder «acéfalo», sin centro geopolítico y sin víctimas marcadas en los nuevos campos de encierro (al estilo delImperio de Negri). Lo cual no impide tomar en serio, todo lo contrario, el carácter profundamente metafísico de nuestro orden occidental, aquello que desde Marx a Nietzsche se ha puesto en el eje de su funcionamiento. Ciertamente, la esencia de la economía no es económica, la esencia de la técnica no es técnica. Nuestra sociedad funciona primero con una reacción profundamente espiritual, y es esta separación del mundo de la finitud lo que nos permite después dominar a sangre y fuego el planeta.

La visión coherente de Martínez del Río se manifiesta en que incluso las máquinas negras, infernales, están acopladas a una utilidad inquietantemente indefinida (¿hornos crematorios en busca de víctimas voluntarias?). Como en los dibujos del artista, hay una resolución sólida en los perfiles, pero al servicio de un instrumento absurdo, que a veces recuerda a las maquinaciones imposibles de un Da Vinci psicótico. El resultado es una suerte de barroco perverso, una convulsión a la que le cuesta la belleza.

Es además omnipresente en estas piezas la referencia arquitectónica, la alusión a los grandes centros fabriles y silos que constituyen nuestro paisaje urbano. El negro, las sombras, el expresionismo alemán, la melancolía de los edificios vacíos. Parece evidente que no se nos oculta un viejo miedo humanista a la automatización, al delirio de la línea recta. Miedo sin duda nostálgico de una humanidad no sometida a esta dinámica global que parece querer consumir la misma existencia. ¿Es este miedo necesariamente «reaccionario», aun suponiendo que esta palabra tenga algún sentido unívoco después de toda la implicación bélica del actual progresismo multinacional?

El peligro aquí sería tal vez la ingenuidad de una añoranza de lo perdido, un «estado de naturaleza» inmaculado. Pero Martínez del Río se guarda bien de positivar su sueño, lo que daría lugar a otra pesadilla de coerciones, limitándose a seguir, con una cierta ironía, los perfiles abstractos de esta coacción actual. Y parece obvio que Kafka sigue siendo en este territorio un maestro de ceremonias, con su pesadilla de una Metamorfosis imprevista y una Ley que funciona sin ejercerse, como una pura forma que se abstiene de ejecutar nada[3].

Al querer la liquidación de toda singularidad, de toda sombra de existencia, el capitalismo global fuerza, como un estado durmiente, un doble fondo terrorífico que le acompaña por doquier, en cada punto (ese que resucita constantemente en el imaginario cinematográfico). Un poder microfísico, dividual, que ataca la esencia misma del individuo, presiente al mismo tiempo un peligro potencial en todas partes. La misma vida singular, para nuestra lógica, es terrorífica, al menos en estado latente[4]. Al eliminar el Mal de la finitud, nuestro Bien global y transparente no puede evitar duplicar un fondo letal en cada punto de luminosidad (que ya aparecía tras los rostros saturados de Hitchcock). Y el sistema quiere así las cosas, pues prefiere un exterior letal a un interior mortal: así exorciza el malestar constantemente hacia fuera[5]. De ahí la complicidad profunda entre el régimen global de la comunicación y el terrorismo, complicidad ya anunciada en el sensacionalismo feroz con el que los mismos medios mantienen la pasividad de la opinión pública.

Ahora bien, el terror que está a la vuelta de la esquina no siempre tiene protagonistas humanos. El sistema de lo artificial es tan gigantesco que basta un pequeña interrupción en un punto para desencadenar (en una versión dantesca del «efecto mariposa») un resultado catastrófico, como ocurre en los accidentes fulminantes de aviación, en las oscilaciones brutales de la bolsa, en los apagones de luz en las grandes ciudades o los virus que corroen la red informática. Día tras día, entenderemos mejor a Virilio cuando decía que todo lo que multiplica su tamaño multiplica su fragilidad. ¿Y cómo evitar esto, si Occidente entero está refugiado en el tamaño, en una masiva complejidad?[6] Una ambición global exige un accidente también global. No se trata de una nueva guerra mundial: la guerra ya está aquí, pues lo mundial es en sí mismo la guerra, la que Occidente lanza sobre el mundo.

Frente este integrismo, frente a esta nueva idea de la pureza en versión tecnológica, el arte siempre ha defendido una huida, una fuga viral a la impureza, a la indefinición de la existencia. En este sentido, la definición de estas máquinas que dibuja Martínez del Río, en la ambigüedad de su función, blanca o negra, insinúa siempre la indefinición de la existencia (una metamorfosis que siempre ha sido inminente). Por compromiso estético y ético, el artista busca en esa indefinición un envite de alta definición, el medio supremo de lo inmediable. Desde él, sobre toda la estupidez social y su religión de la mediación, se mantiene la ironía que nos resulta imprescindible para poder respirar fuera, escrutando los signos.

Debemos leer en este trabajo un acercamiento desnudo a la obra sola, es decir, a lo que en cada pieza (por muy recargada que esté de influencias) hay de orfandad, de mensaje que obedece a un núcleo de inconfesable necesidad. Hay en estas esculturas una configuración de nuestro vacío, como si no surgieran de otra posibilidad de expresión que la de erguir la singularidad de algo ilegible. Hablamos por tanto de un arte que no podía no ser hecho, pues cumple una función anímica de supervivencia, dándole forma a lo informe que amenaza a la condición humana[7].

En cada obra, naturalmente, hay mil ecos circunstanciales, pero lo importante es la síntesis no social que realiza, la demoníaca soledad con la que esas influencias se funden en una muda presencia, irreductible a ninguna representación externa. En otras palabras, entendemos estas piezas como emblema de ese empuñar la íntima impropiedad que constituye la posibilidad más extrema de la existencia[8].

1. Título de las exposiciones que el artista realizó en el espacio Cruce y en la galería Malone en los años 1999 y 2000, respectivamente.

2. La crítica contemporánea pasa frecuentemente por alto una diferencia clave: después de la «caída del referente» (experiencia que ya aparece en la figura nietzscheana de el camello) el paso consecuente del nihilismo es la caída como referente, un desvanecimiento referencial del que regresa algo aurático, sin representación posible en el campo de lo universal. En realidad, existe una tesis de filiación nietzscheana que resulta inadmisible para la filosofía universitaria, tal vez porque le arrebata la exclusiva del saber: hay un sentido de lo imposible, un estar-desamparados vuelto a la existencia que conforma su única «autenticidad» posible. Cfr. Martin Heidegger: «¿Y para qué poetas?», en Caminos de bosque, Alianza, Madrid 1995, p. 273. Seguidor atento de Heidegger, podemos encontrar en el último Lacan ecos de esta «inversión» extrema del nihilismo. Por ejemplo, en Jacques Lacan: «Introducción a la edición alemana de un primer volumen de los Escritos«, Uno por Uno, otoño 1995, nº 42, pp. 9-10.

3. Algo parecido a esto constituye el paisaje de fondo de una novela sobre la que Borges nos había insistido cien veces. Dino Buzzati: El desierto de los tártaros, Alianza, Madrid 1976.

4. Jean Baudrillard: «L’esprit du terrorisme», Le Monde, 2 de noviembre de 2001.

5. Según Zizek, el sueño de una esfera aislada de la finitud real, cuyo escenario ideal es el paraíso consumista californiano, genera monstruos, la larga y paranoica lista de enemigos que necesita el imaginario norteamericano. Slavoj Zizek: «The Matrix, o las dos caras de la perversión», Acción Paralela, nº 5, enero del 2000, pp. 163-187.

6. «Por lo pronto nuestra técnica, nuestra arquitectura, nuestras ciudades se revelan como gigantescas ratoneras, concentraciones de gente dispuesta para el matadero (en las grandes urbes, hasta el crimen es en serie). Nos gustaría poder no pensar que cuando ocurre una catástrofe de este tipo se produce la muerte masiva que resulta de esquivar la terrenalidad de la muerte. Una voluntad gregaria de huida ante ella es lo que ha llevado a multitudes, a veces contra toda lógica, a hacinarse en las metrópolis. Desde hace tiempo, es la humanidad elegida, los guardianes del mundo libre, la que se concentravoluntariamente. Y es esa concentración la que facilita la labor de la catástrofe, sea azarosa o provocada. Al haber perdido la muerte su sentido afirmativo, sencillamente humano, sólo puede ser masiva, tomar la forma de esa masacre enloquecida de la gente que se arroja desde 300 metros de altura. Las personas que se lanzan al vacío eligen al menos en el último momento el modo de morir, es cierto, pero también expresan a su manera la inhumanidad que está implícita en el rascacielos». Ignacio Castro: «En torno a la destrucción de un símbolo», Microfisuras, octubre de 2001.

7. En este aspecto, la obra brota siempre del peligro de un mundo elemental, pre-democrático: «No consume nada que no le pertenezca, nace de su propia asfixia». Antonin Artaud: Carta a la vidente, Tusquets, Barcelona 1971 (2ª ed.), p. 49. Por el contrario, nunca entenderemos afirmaciones como la siguiente, sobre todo si se dicen desde la nación que practica la normativa social más salvaje: «El nuestro es un mundo de profundo pluralismo y total tolerancia, al menos (y tal vez sólo) en el arte. No hay reglas». Arthur C. Danto: Después del fin del arte, Paidós, Barcelona 1999, p. 20.

8. Martin Heidegger: El ser y el tiempo, FCE, México 1951, § 9. Sólo después de él, Sartre, Blanchot o Bataille han podido hacer cierta clase de afirmaciones. Por ejemplo: «La poesía, en un primer impulso, destruye los objetos que aprehende, los restituye, mediante esa destrucción, a la inasible fluidez de la existencia del poeta, y a ese precio espera encontrar la identidad del mundo y del hombre. Pero al mismo tiempo que realiza un desasimiento, intenta asir ese desasimiento«. Georges Bataille: «Baudelaire», en La literatura y el mal, Taurus, Madrid 1977, p. 43.

Ignacio Castro Rey, 4 de diciembre, 2001

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oikos, Cruce, Madrid, 1998

Bajo cualquier expectativa, todavía el arte consigue romper (puntualmente, pero eso basta) con lo autobiográfico y personal, con el narcisismo, también con el hoy por hoy casi omnipresente discurso comunicacional. Aquí y allá, la obra alcanza una rara fulguración que es más participación en lo común irrodeable que mero intercambio de noticias. Aquélla siempre ha «comunicado», pero a partir de una matriz singular, intensificando hasta la violencia la soledad de sus límites. Desde la incomunicabilidad a la que le daba forma, logrando que la utopía tomase cuerpo, resucitando esa leyenda de lo informe que hila la condición humana, el arte sigue logrando sus momentos[1]. Y ello para que lo milenario se convierta de nuevo en lo que es, no estática presencia segura sino tiempo en estado puro, viento, flexibilidad. Nada es más turbador que esas constantes vueltas secretas de lo ancestral. Tal vez incluso lo más problemático de la muerte de Dios, un tema viejo en la religión, es la resurrección que procura.

1. Trabajos

El arte se limita a escuchar y recibir, como un don, la fluidez de lo pétreo, un rumor de corrientes que conspira por doquier. El artista imita la incesante metamorfosis de lo oscuro, el caosmos de todo en todo. La poesía y la pintura se coagulan del mismo modo que los ríos y las plantas acaban convertidos en roca. Del mismo modo que después la piedra revive en el volcán, en el polvo. Se cumple así entre los humanos el ciclo insomne en el que lo irreparable, el lento sueño de las raíces, verdea en ramajes, estación tras estación. En este sentido, la operación poética se mantiene en los bordes de la civilización: impugna la idea normativa de «cultura», como sistema de mediaciones complejas, haciéndole un lugar en la inteligencia a la soberanía de lo inmediable, algo propio de la más básica experiencia popular. De ahí surge la idea de pueblo como oleada imprevista de lo social, comunidad inquieta, más cercana a la fiebre creadora de las minorías que a la mayoría estadística integrada en las superestructuras[2]. Hay, efectivamente, una fabulación convergente entre arte y masas, una común apuesta, opaca e incierta, a favor del vacío, de un porvenir que aún carece de lenguaje.

La creación señala que vivimos en la «prehistoria» desde siempre, para siempre. La historia es el conjunto de condiciones, prácticamente negativas, que hace posible experimentar algo que escapa a la historia. La vida no es histórica: una época (su misma idea, sin más, es mucho menos neutra de lo que parece) designa únicamente el conjunto de trabas de las que hay que desprenderse para devenir, es decir, para crear algo nuevo, permitiendo la irrupción intempestiva de lo no previsto. No hay por tanto ninguna necesidad radical de la institución Arte, puesto que la obra forzosamente se produce allí donde cada actividad logra abrir la intensidad de una línea de fuga, de retorno a lo desconocido. Hay que escapar de la Cultura, hacer cualquier cosa para crear desde fuera[3]. De hecho, la escritura, la pintura no tienen otra finalidad que el viento, la de liberar a la vida de las coagulaciones que la cercan. Es totalmente cierto que únicamente se escribe para los analfabetos, para los que no leen, o al menos no nos leerán. Se escribe para los animales, incluso para volver a la mudez de lo mineral[4]. Por eso el mejor arte siempre está a un paso del abandono del Arte, aunque sólo sea porque la intensidad de la obra abraza lo enigmático, dándole cuerpo a lo invisible. Tal abandono, entonces, no tiene por qué tomar la forma trágica de Rimbaud o Hölderlin. Con frecuencia no es más que el instantáneo regreso poético, que la obra facilita, a algo desde antiguo ya visto, que estaba perpetuamente ahí, pegado al magisterio no intelectual de la materia. En cualquier caso, la creación respira más cerca de la gente que no tiene obra (públicamente expuesta, catalogada) que ese producir a medias propio del elitista supermercado del arte.

Muy particularmente, la incomodidad de la pintura radica en que alude a una escandalosa simplicidad, fulgurando en los tonos de sus superficies tensadas. Sin duda, frente a la instalación, el lienzo es signo de superficie, evoca la limitación de la piel telúrica como insoslayable espacio de encuentro. La misma llaneza del cuadro alude al destino de una errancia legendaria en las planicies. La tela parece insistir por sí misma en la tentativa de una síntesis de la complejidad reinante, hasta insinúa la vocación de un sistema, de una geometría de nuestras pasiones. Pero el cuadro levanta además la vertical de la horizontalidad, una vidriera de contacto con lo sacro. El fulgor de su pátina parece convocar el aquí de la trascendencia. Como la llama, la pintura santifica un lugar precipitando la presencia de lo ausente en todas partes. Lámina, película, tabla, lienzo son metáforas de la fragilidad del escenario de relación entre hombre y cosmos, lo interior y lo exterior. Imagen del entre, la frontera, el limes: en todas partes, en ninguna.

La potencia de lo pictórico, por otra parte, se basa en la antigüedad mítica del color, de la marca y la aparición de un símbolo. En última instancia, brota de la infancia de la especie, de la indefensión de una humanidad que sufre y juega bajo los climas. Desbordada por la desmesura que la habita, la vida necesita dejar huellas, grabar, imprimir, fijar el paraje y la memoria del asombro. Sin el dibujo o la muesca, el mamífero erguido no reconoce su territorio, no religa su vivencia bajo la desmesura del cielo. De manera que acontece en esa tensión superficial, que junta el adentro y el afuera, el presente activo y el pasado enterrado, la deriva lenta de los continentes, la memoria de migraciones y de caza. La pintura es una representación del suelo y del cielo cuarteado, de la precipitación que los une. La misma entropía, la gravedad que actúa sobre las ondas en el agua, o rebajando montañas, empuja hacia la llanura, al silencio de un tiempo mineral.

Toparse con un límite, tocarlo, palparlo, dibujarlo: ¿no es éste es el sentido de la palabra ex-posición? Se pinta siempre la frontera. Y además de un modo en el que nada puede aparecer como simplemente negativo. ¿No está toda pintura, por su propia resolución plástica, contra el «nihilismo» funcional que caracteriza al tiempo técnico? Tal vez, como se ha sugerido, eso ocurre a partir de la gratuidad extrema que proviene del duro «interés» que mueve a la economía trascendental del ojo. Con ese gesto de trazar el grafo primordial, que la pintura contiene y rememora, se testimonia un sobresalto remoto y profundo. Pintar saca continuamente a flote las capas subterráneas del pasado. El lienzo habla, en este sentido, de la imposibilidad de la evolución. Hace un trabajo de alquimia con el color que, después de dos mil años, insinúa que estamos donde estábamos (es obvio que, como ayer, esto no es hoy fácilmente admisible). Pone toda hondura en acto, recogiendo esa vieja sabiduría según la cual lo más profundo requiere una máscara, en la cual lo más abisal es la piel. La pintura, pues, como medicina de las superficies. Y éstas no se contraponen a la profundidad, que retorna incesantemente arriba, sino al pensamiento «abstracto» que escapa de las superficies para interpretar su sentido desde otra parte, desde una ilusión suprasensible.

Con toda esa carga inmanente la pintura es lenta, tanto en su génesis como en su contemplación. No puede ser consumida sin que ella a su vez consuma a quien la mira (consume al individuo consumidor, para hacerlo devenir cualquiera, desconocido). De ahí que sea incómoda y a la par fácilmente orillada por la velocidad segura de la telecomunicación. Frente a la ambigüedad de un cuadro, la compleja instalación con manual de instrucciones, la imagen tecnológica o las pantallas tienen con frecuencia la ventaja del mensaje social, del autoservicio, de la interactividad. Comparado con el lienzo, podríamos decir, la instalación forma parte de la lógica televisiva: entra en el espacio del espectador, divierte, impresiona, escandaliza, remite al entorno mediático. Tal incitación a «participar» es, de hecho, intrínsecamente gregaria. En el fondo, incluso con su carga de ironía y crítica perversa, muy edificante, pues pulveriza el silencio de la existencia (del que la obra daba cuenta), el enigma de la materia, de su irreparable finitud.

Es evidente que todo aquello, en tiempos tan espectaculares como los actuales, es cuando menos incómodo. Comparada con la tecnología audiovisual, la imagen pictórica no es rápida, ni cambiante, ni está conectada, sino más bien sola, cargada de reposo (una quietud que condensa todo movimiento) y misterio. No oferta la posibilidad combinatoria de lo múltiple encadenado, sino más bien el peligro de lo que ocurre, sin programa. Incluso la pintura consagra humildemente un lugar, aunque éste sea ambiguo: ¿el lugar, el ahí (Da) de toda existencia? No es global, ni nítida, ni comunicativa. En realidad, para el pintor no hay nada que hacer, nada que criticar, nada que señalar: todo está bien, con tal de que pueda ser pintado (incluso esa niña que va a ser violada ante los ojos de Kirilov). Pintar redime al dolor de su parcialidad, lo pone más allá del bien y del mal. Pero además, por si todo esto fuera poco, hay otra dificultad: a diferencia de las costosas y complejas instalaciones técnicas, que mantienen la exclusiva creativa en quienes dominan los últimos metalenguajes (en definitiva, en el Norte), pintar es algo que puede hacer cualquiera. Y no sólo cualquier ciudadano occidental. Con simples pigmentos de la tierra, el nativo (de hecho, la inmensa mayoría de la humanidad) aún adorna la casa, la barca, el cuerpo para el día de fiesta, los instrumentos de la ceremonia.

2. Ortodoxia

Por supuesto, los caminos del Ereignis son inescrutables y el arte puede, debe incluso aparecer en cualquier medio, sea o no convencional. De hecho, cuando ocurre, la irrupción de la obra borra todas las convenciones, incluidas las de su supuesto lenguaje específico. En cualquier arte hay materia si hay el silencio que constituye la matriz de su presencia nuda. Una instalación que, más allá de toda propuesta expresa, logra romper con el misterio de su ensamblaje el tiempo social, facilitando así el regreso poético a un espacio pre-social de sentido (ni crítico, ni político ni informativo), a una vastedad que evoca el enigma de la materia, es en definitiva escultura. Una en la que no hay ni un adarme de ese silencio no social de la obra, es discurso, finalmente, periodismo disfrazado. Pero estamos justamente criticando una intolerancia social; hacia la exterioridad que se abre en el aura de la belleza, que ha inundado a parte del mundo del arte y prima constantemente unos medios sobre otros. La presión contra la ambigüedad asocial de una obra de arte que se presente desnuda, sin gran aparataje escénico y textual, no puede cesar en una sociedad que odia todo lo que huela a existencia singular, en suma, a soberanía de la finitud. Este es el significado de la preferencia hoy sistemática hacia la obra más o menos discursiva, cargada de «propuestas», frente a la simplemente «estética», tratada con el desdén que se reserva para lo insulso o acrítico. Como si en la simple belleza no hubiera sentido, y una fuerte crítica de la vida, aunque ciertamente no interpretable de inmediato, ni reducible a propuestas unívocas.

En esta misma línea, el disparate de señalar en la pintura una intrínseca «vuelta al orden» provino no sólo de una manera pueril y acartonada de entender el desorden, sino también de una ofensiva incesante del poder comunicacional. Para empezar, éste sostiene siempre una visión mecanicista de la cercanía, un típico empirismo de origen norteño que (no sólo en la versión angloamericana) se alimenta de, y a su vez alimenta, el poder del consenso social. Así como la obsesión por la catedral-sexo se da solamente en una sociedad de palurdos ante el secreto, ahora nos encontramos con un Arte que funciona contando únicamente con el previo encierro del consumidor, en suma, con la ablación de su sensibilidad en una vorágine de guiños de supuesto saber. Al respecto, la proliferación del letrero ST, además de reflejar la ausencia de ninguna experiencia singular (a cambio, se presume de la relación con los textos[5]), se da en un marco de hipertitulación constante: el catálogo, el crítico, la prensa, el museo, la marca de la galería, del coleccionista, del artista, etc.

El apuntalamiento de los resortes espectaculares y referenciales en el arte atiende y estimula los intereses de una estirpe que no mira, que se ha prohibido la contemplación, la relación con la alteridad del exterior. Aquélla, que era el techo de cierto mundo, es efectivamente antieconómica, como la misma quietud de la que se nutre. Aunque, frente a USA, Europa representó durante mucho tiempo un oído para ese asombro ante la proximidad de lo trascendente, aquello que el capitalismo prohíbe desde el comienzo, actualmente lo «espectacular» (¿comienza ya con el tamaño y la movilidad de nuestra querida Norteamérica?) triunfa convirtiendo lo social en referente, el medio en fin. Tal proliferación, lo cual es muy consolador, tapa el mensaje poético de la materia, de la finitud. Bajo este prisma, desde luego, es normal que se prefiera la performance, con su narcisismo individualista que complementa una intensa socialización, al tejido pictórico y la autoridad de su presencia muda. Es normal, por otra parte, que nunca haya habido menos acción y más actividades. Incluso el arte «radical» busca encerrar la acción en el autismo de espacios de lujo. Mientras antes se presuponía la acción libre y se buscaba su cúspide excepcional en la contemplación, ahora ésta está prohibida (casi como el mismo silencio) y se busca simplemente combatir el peligro de atrofia muscular estimulando una incansable interactividad.

El «sistema del arte» contemporáneo intenta alcanzar la comunicación por fuera, en una línea de huida ante la pobreza de la finitud, ante el enigma de la nuda materia, enganchada a la cháchara social del discurso. Con un finalismo típicamente protestante, manifestado en su constante palabrería (la estupidez nunca es muda, ha dicho Deleuze), carga de referencias externas la supuesta independencia de cada pieza[6]. Ciertamente, una vez separados del hálito de la cercanía, del espíritu de la materia (esto es esencial aldesencantamiento que acompaña al origen del capitalismo), parece que sólo con esa inflación discursiva puede tener lugar algo parecido a la obra de arte. ¿Por qué hoy la vanguardia conceptual del arte suele estar sistemáticamente contra la forma y su acabamiento, contra la simple idea de belleza? Acaso porque en aquella experiencia latía un sentido que la sociedad mediática teme: el sentido del sinsentido, de aquellas afueras que conforman la comunitario frente toda «asociación» particular[7]. Antes la contemplación culminaba la actividad, del mismo modo que el ethos natal se entregaba después de un largo esfuerzo. Pero como en nuestra época el consumidor no se arriesga en ninguna decisión libre, no conectada, tampoco puede gozar del otium de la contemplación, que sería para él una parada disolvente, sin frutos. Tal lugar tendría incluso un tinte siniestro, pues se experimenta en él la zozobra de lo Otro sin la fortaleza de la seguridad social, de manera que ese afuera aparece como algo insoportablemente vacío.

Por el contrario, lo que quiere la religión técnica triunfante, de carácter neuróticamente social, es lo múltiple de las referencias y el consumo, la crítica focalizada, la ironía, en suma, un estruendo informativo que simule soldar fragmentos de vida previamente asegurados por el aislamiento. En efecto, al no afrontar la desmesura asocial de lo exterior, el arte contemporáneo se vuelve correctamente conservador en su movimiento, gregario, previsible. En vez de abrirse en solitario a una irrupción violenta que sea autónoma, libre justamente en su relación con lo irremediable, suspendiendo en ese punto clave el orden de las mediaciones y fundando comunidad, ha de solicitar la complicidad social del rehén-espectador, que debe conocer el manual de instrucciones de la pieza, la historia crítica del artista y del movimiento que representa, los guiños informativos que le dirige la red de museos y galerías.

En este punto, la modernidad querría simplemente sucederse a sí misma, perpetuándose en un registro más lúdico. Apoyándose en la infausta vanguardia del maldito, como su reactiva moraleja social, al genio atormentado de otras épocas le sigue la resaca postmoderna, con su cínica asunción del mercado. Esto funciona casi a la perfección con la doble estrategia de mercado y nihilismo, pretendiendo anular la diferencia entre creación y crítica, incluso entre la obra y la chapuza. La gigantesca maquinaria que rodea al arte, por puro instinto social, querría tapar esa especie de autocalado para la supervivencia que se da en toda poética, esa mala salud de hierro en la que el mismo peligro afrontado es lo que salva. Al asumir su mortalidad constitutiva, la obra continuamente resucita. Mitificante y desmitologizadora a la vez, encierra dentro de sí un mecanismo de autocorrección, una autocrítica desde y hacia la misma existencia. Frente a la inflación conceptual, la obra transgrede sus propios postulados teóricos o estéticos con un resultado que podríamos calificar de inconsciente. Con una terquedad irritante e inoportuna, saltando sobre constantes celadas mediáticas, el arte y la réplica espúrea tienen la misma intrincada relación de filosofía y sofística. La obra se presenta discretamente, el sucedáneo, con toda la vehemencia que puede brotar de la doxa de una época. Tal vez por eso el simulacro no resiste el paso del tiempo, ni le preocupa, instalado como está en la propia rapidez de su circunstancialidad, abundantemente avalada por documentos críticos (que además se encargan de relativizar toda obra independiente que pudiera servir de referente). Y todo esto dentro de esos escenarios para la exhibición de lo correcto donde la creación muere prácticamente de éxito, envuelta por el sacramento del consumo que administra el nuevo clero, el cuarto poder que dicta la legitimidad[8].

En tal universo telemático, amenazado en realidad de aburrimiento terminal al haber cortado el lazo con una singularidad para la que no hay «concepto», se reproduce la apresurada voluntad de impacto que conocemos. Esa búsqueda de un efecto de hipnosis por sobredosis, la cultura del shock, del ruido ensordecedor y la amplificación, son el resultado de una falta de vínculo con la exterioridad. Con frecuencia, se quiere escandalizar a la más estúpida derecha (preferiblemente norteamericana) para después vender como «radical» una producción que en realidad, ante una existencia que tiene en su propia indeterminación su esencia, es completamente puritana, no pasa de ser periodismo extremo. Buscando instalarse como la minoría perversa de una mayoría radicalmente incuestionada, no suele haber ahí ni una gota de sentido que no esté polarizado tontamente por un enemigo diseñado, que salva de la incómoda ambigüedad de la finitud común. Sólo el aura tradicional del «arte» libra a todo eso (que a veces ni siquiera tiene reparos en presentarse como un «metalenguaje para especialistas») de su escandalosa connivencia elitista con el poder del que depende directamente. Como máximo, cubriendo más o menos su ala izquierda, justo lo que el poder actual necesita para, si ello fuera posible, eternizarse.

Sin embargo, no es más libre la palabra que la cosa. Cuando el artista renuncia a la autoridad del objeto, a fijar algo insobornable que representa la imperiosa necesidad de nuestras elecciones, ha de someterse a la autoridad de la opinión pública. Así, el supuesto «no estilo» de la ortodoxia contemporánea (híbrido, crítico, multicultural) es perfectamente identificable por una variopinta diversidad que debe tapar el imperativo de la supervivencia. Casi nunca se trata de escultura pues, propiamente hablando, no debe tener materia ni forma. Ni solidez, pues, en general, esas piezas huyen de lo pesado, lo macizo, lo elemental. Proliferan colores desvaídos, mates, y superficies asignificantes (a veces con los colores chillones de los ordenadores). Cables, bombillas, vómitos en primer plano, pantallas complejas, fotografías. Rostros tapados que aluden a seres clónicos, sin interior ni expresión, sin rostro. Y sobre todo, ni una sola esquina de silencio, que es el demonio de esta ortodoxia, pues hay grabaciones o textos por todas partes.

Frente al misterioso balbuceo de lo que aún llamamos obra de arte, la producción media de la postmodernidad está poseída de un dogmatismo enfermizo. En el fondo, vive de un mensaje perfectamente cómplice del mundo de los medios: la inexistencia del referente existencia, es decir, de un sentido de la violencia de su sinsentido, de lo exterior a nuestra endogamia social y a su voluntad de dominio[9]. El halo de todo ese «multiculturalismo» es falso, pues bajo él la cultura es la de siempre, típicamente occidental y suprasensible, aunque ahora conformada por una estructura «compleja» que se ajusta a los perfiles microfísicos de los nuevos terrenos a conquistar. En un plano complementario al del deporte y espectáculo, al de la misma televisión, con el sistema del arte contemporáneo se trata de contribuir a organizar el tiempo social. Es un mecanismo vanguardista de entretenimiento que debe disolver cualquier asomo del afuera que amenaza, a pesar de todo, con irrumpir entre los hombres[10]. Todo ello suele llevar el calificativo de «divertido». ¿En efecto, no es significativo que le encante a los niños, también a esos niños grandes que son los adultos «perversos»? Aunque se presenta como el no va más de la ironía, ese entramado no perviviría sin una infantilización social sin precedentes y el consiguiente retroceso ante lo trágico, esto es, ante la jovialidad en el vacío que caracteriza a la creación.

En algún lugar se ha dicho que hay toda una inercia de ocupación que se pretende «conceptual», cuando en realidad su objetivo es muy primitivo. Paradójicamente, ocupa con el concepto el lugar de la materialidad, de su matriz irreductible. Tal maniobra reproduce finalmente el viejo beneficio de la vida eterna. La razón tecno-instrumental secuestra el «no concepto» que hace original a la obra de arte, que la hace nueva y efímera, como la mañana que viene de la noche. A cambio, nos hace sentirnos contemporáneos, lo cual es ahora un consistente premio. Si se habla fácilmente de «fin de la filosofía» o de «muerte del arte» es en la seguridad de que nos quedan los medios, tan globalizados que hacen aparentemente innecesario el roce con lo inhumano del exterior y la extraña operación poética de la forma. Cierto, la creación únicamente es vital, una cuestión de supervivencia, mientras persista la amenaza de lo informe. Así, la muerte del arte resulta una noción muy edificante. Por una parte, nos convierte automáticamente en póstumos, en suma, en los primeros de un nuevo escenario que sigue marcando el norte de una nueva diferencia entre «civilizados» y «atrasados». Por otra, avala el imperio de la veloz mediación, el abrigo seguro que oferta, agigantando la sombra del crítico frente al creador y librándonos del demonio de la inmediatez, de la finitud que hace a los hombres iguales, con el narcótico elitista del comentario erudito[11]. El fragmento, la multiplicidad de un medio in-finito que se convierte en mensaje único tapando el sentido común del desamparo, hace tiempo que es el gran relato de esta época, la cobertura («multicultural», por supuesto) que hoy promete el poder. De otro modo, caídos en la intemperie, no nos atreveríamos a diagnosticar el término de aquello que, como arte, tiene precisamente en la violencia de un final su constante recomienzo.

3. Días

¿A quién se le escapa que toda esta lógica va esencialmente dirigida contra el viejo dolor de los humanos ante el límite que es condición de su independencia, su desconocida libertad? Los medios portan la promesa, en esa mediación sin fin que también caracteriza al sistema del arte, de proteger al hombre contra el dolor, articulando una fortaleza colectiva ante la presencia intransferible de la alteridad. Pero, ante todo, así protegen a la sociedad de lo que podría venir de fuera, de una existencia cuya singularidad no puede conocer descanso[12]. Precisamente la creación, como algo vital, brota de un defecto constitutivo de información en la naturaleza humana. Tal defecto, sin el cual ni siquiera podríamos ser comunitarios, que hace que lo informe siempre acabe arañando su pared y exigiendo un salto, un devenir distinto. Estar abierto al acontecimiento de la libertad, de la relación con un sí mismo que siempre se escapa, exige estar desconectado (en algún punto clave) de la red social, perdido, dispuesto al encuentro. De no ser por una herida así, tampoco podríamos sentir piedad hacia el sufrimiento del otro. El mundo de la conexión global, que ha de vivir «cableado» por temor a ese acontecer no homologable, a la incomunicación primera de la que brota lo nuevo, va así estrechamente unido al más sistemático aislamiento con respecto a la raíz de la existencia, separación que a su vez debe ser compensada con una dependencia espectacular redoblada.

Pero es que tampoco, sin la herida de la no forma, puede haber conocimiento, pues lo «diferido», el retraso propio de la receptividad, es la condición de una razón que inevitablemente piensa después del acontecimiento, subordinado a su imprevista emergencia. De hecho, cuando el pensar consigue una relación más directa con la inmediatez, en la poesía, es al precio de admitir lo imposible en el centro[13]. Por tanto, esa obsesión mediática por la instantaneidad trasluce la voluntad de sortear la lejanía, la alteridad que sostiene el presente, poniendo por medio una higiénica distancia. Los medios venden precisamente aislamiento frente a la soledad, que era un estar a solas con la proximidad intransferible de lo Otro. Sólo después de esa separación (ante al desgarro cardinal del sí mismo, ante la interioridad de los otros) pueden ofertar con éxito un sucedáneo de sociedad.

Se crea siempre desde la coacción de lo no comunicable, una suerte de estado de sitio. En este sentido, todo trabajo artístico es «negro», clandestino, con frecuencia inconfesable (así, es natural que quien está en la fiebre de la creación necesite un doble, un intérprete que le conecte con el cuerpo social). Mientras tanto, el artista aguanta el desprecio que sobre él vierte la época (en principio inevitable, puesto que la creación irrumpe con algo que se aparta del consenso establecido) viviendo la comunidad futura que emerge en la obra, un porvenir que aún carece de lenguaje. La libertad del arte es abrupta, vista desde lo social cristalizado, pues no puede tener equivalencia en ningún modelo general, por «democrático» que sea. Tal libertad es necesario alcanzarla una y otra vez, incesantemente, en formas que ni siquiera se prevén a sí mismas. Acaso por esa «inmadurez» insuperable el artista ha de estar frecuentemente rodeado de jóvenes, «marginales» con hambre de lo nuevo, de un devenir enigmático de las cosas. La libertad no tiene más fin que ella misma, es decir, mantener el sagrario de la vida singular, lo no sabido de sí, volviendo una y otra vez a ser desconocido.

El propio Kant vio la distinción entre administrar, incluso bien, contenidos ajenos y atreverse a ser libre[14]. Lo que Kant no podía saber es que ese atrevimiento tiene el precio de adentrarse en el bosque de lo inculto, dialogando con lo que para el público es locura, empujados por el imperativo casi animal de convertirla en algo adánico, parecido a la hierba. El caso del «genio», hoy en día tan denostado, tiene más que ver (así en el romanticismo) con una vida que necesita un esfuerzo mortal para recrearse, que con ninguna cuestión ligada a no se sabe qué privilegios aristocráticos. Por el contrario, la violencia carnal de la creación es, por principio, entrañablemente popular. Si cada hombre, para abrazar su existencia, ha de ser un artista es porque está sujeto por aquello que para toda civilización es inabordable[15]<.

Ante esta cuestión, más «política» que «estética», la modernidad se sucede a sí misma con la ideología postmoderna, si bien es cierto que acentuando el encierro en un parque que, como pocos, teme a las afueras. Buena parte de nuestras gloriosas conquistas técnicas, desde el sexo libre al fin de la Historia, desde la globalización informática a la clonación, tienen relación con el pánico cerval a lo heterogéneo, con esa pasión por lo uniforme que actualmente encuentra una versión casi lúdica en la fiebre del consumo. Al respecto, no está nada claro que no sigamos siendo primos hermanos de los nazis, por más que nuestro campo de concentración sea indudablemente de «geometría variable», más o menos adaptado al ritmo de cada cuerpo[16]. En efecto, es posible que en esta cuestión del poder la versión más inquietante sea la más ágil. Ejemplarmente, la que se encarna en la estampa del «amigo americano». No precisamente en la América de Whitman o Borges, sino en la potencia mundial que fascina a tantos intelectuales europeos. Tal «inmanencia» federada culmina la metafísica occidental, su teleología y su sueño de apartheid, en una movilidad que se expande sin complejos, con un estilo plenamente cinematográfico. Y es natural que esto atraiga, cerrando un modelo planetario, pues completa la vieja aspiración de seguridad occidental (el capitalismo es fundamentalmente eso) con la policromía del melting pot. Después de todo, se defiende lo «multicultural» una vez que la cultura no es más que un adorno: después de que la tabula rasa de la economía hace de cada hombre un punto emisor en la pantalla de la globalidad reinante. ¿La misma potencia espectacular de la imagen norteamericana (en el cine, en el pop, en la televisión) no resulta de juntar la higiene separadora de la economía con una fluidez elemental, sin nostalgia?

Ahora bien, es cierto que en el fondo no hay ningún problema. ¿Qué problema iba a haber que la vieja humanidad que lloró a todos los muertos no hubiese ya conocido? Tenemos nuestra zozobra, los segundos que fibrilan, el coraje y la muerte. Lo más escandaloso, para la ideología de esta época, es que finalmente no hemos perdido nada, pues seguimos viviendo en un mundo impulsado por la «irracionalidad » de los afectos. Hasta en nuestro tedio y miseria, desde luego en nuestro miedo, y en el odio, hay algo de esa grandeza. Por más que la religión del momento se esfuerce en convencernos de que podemos morir en la Red, y hasta nacer en ella, nosotros (que nos querríamos religiosos y humanistas a la manera de Pasolini) sabemos que eso es únicamente una broma, aunque macabra. Esta certeza nos permite, bajo el juego de la cólera, que tal vez utilizamos sin más fin que el de impedir que lo social se cierre sobre el pensamiento (evitando que «lo que es del César» inunde a «lo que es de Dios»), una serenidad de fondo, incluso despreocupada con la estupidez que amenaza y envuelve. Sólo nuestra inquietud, nuestra ajenidad central nos obliga a poner el no como condición del , el pesimismo en lo positivo como condición de la afirmación existencial. Aun comprometidos con la polis, esta filosofía nos libra de la metafísica de antaño, del politiqueo, del sectarismo partidista.

La cripta de nuestra soledad, generadora de encuentros y tan antigua como el polvo, nos aleja de la religión social de la época. Pero incluso en esta distancia, en la violencia que ha de ejercer sobre la cosificación del presente, ha de haber ironía, hasta la benevolencia. Como la propia vida, el arte y el pensamiento no pueden tener seriamente enemigos. Han de ser capaces de lidiarlos, rodeando la «nave» de la historia con el devenir que no tiene historia, mezclando el no y el sí, la ruptura con la reconciliación. El pensamiento y el arte (en definitiva, el amor a la existencia mortal) nos libran de un agotador cara a cara con el poder que, inundando otras décadas más ingenuas, quizás era parte del poder.

A pesar de todo, ¿se nos puede acusar de nostalgia? Naturalmente, pero sólo de lo Abierto. Mantenemos una añoranza sin objeto (el vacío no es ningún objeto), sin anhelo de retorno a ningún pasado de aldea, de salto a ninguna órbita prometida. Como dice un amigo, mañana no hará menos frío, ayer tampoco lo hizo. Las fulguraciones del pasado o del porvenir sólo son para nosotros una metáfora de la posibilidad que vivimos como presente, de la incertidumbre con residimos en el día a día. Distancia que, sin duda, tiene relación con nuestra incapacidad (cómo lo hemos intentado) para dejar de ser críticos, aunque no tengamos ya ningún puerto seguro donde amarrar el deseo. Por fortuna, la pesadilla de la Historia se limita igualmente con la certeza de que no podrá descansar nunca en ninguna plaza o mercado, por multicolor que sea. Nos basta, en nuestra pequeña guerra de guerrillas, con saber esto. Tal vez todo se reduce a ser capaces de volver una y otra vez del estruendo de la ciudad a la selva del sentido, durmiendo en su secreto.

1. Cfr. Martin Heidegger, «El origen de la obra de arte», Caminos de bosque, Alianza, Madrid 1995, pp. 38 ss.

2. Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas, Pre-Textos, Valencia, 1988, pp. 473-476. Hay además una impagable reflexión sobre el concepto de pueblo, en su relación con un nomadismo irreparable, en Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-Textos, Valencia, 1998, pp. 224-229.

3. Jean Baudrillard, «La comedia del arte», en la revista Lápiz, nº 128-129, febrero de 1997, pp. 53-57.

4. Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos, Pre-Textos, Valencia, 1980, p. 85.

5. Preferentemente en inglés (aunque el público al que se dirige sea español y el texto original sea de Foucault y escrito en francés), pues la mayoría de los artistas «emergentes», en correspondencia con su posición elitista-suprasensible, son activos embajadores de la espectacular globalización que sirve al Imperio.

6. Cfr. Ignacio Castro, «Impresiones sobre Nauman», revista Cruce, nº 1, Madrid, abril de 1994, p. 17-21.

7. Cfr. Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable, Vuelta, México, 1992, pp. 18-22.

8. Cfr. Eugenio Trías, «El criterio estético», en Vértigo y pasión, Taurus, Madrid, 1998, pp. 200-210.

9. Heidegger, siguiendo a Rilke en uno de sus trabajos más bellos, ha descrito la tarea del poeta en este tiempo de penuria como la de lograr un «estar-desamparados» vuelto hacia lo abierto, invirtiendo de este modo la separación. Martin Heidegger, ¿Y para qué poetas?», Caminos de bosque, op. cit., p. 287.

10. «Hay que mantener ocupados a los que esperan. La espera debe estar organizada de principio a fin». Gilles Deleuze, Crítica y clínica, Anagrama, Barcelona, 1996, p. 61.

11. Es parte de esta corriente consoladora, hoy mayoritaria, la colección de tópicos que Danto ha articulado en forma de libro. Arthur C. Danto, Después del fin del arte. El arte contemporáneo y el linde de la historia, Paidós, Barcelona, 1999, pp. 26-50.

12. «La esencia del Dasein está en su existencia». Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo, FCE, México 1951, § 9, p. 54.

13. Cfr. Jacques Lacan, «De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis», en Escritos II, Siglo XXI, México, 1975, pp. 233-238.

14. Immanuel Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid, 1995 (11ª ed.), p. 121.

15. La verdad es en última instancia arte, que es el valor supremo y la gran medicina. Crear es la gran redención del sufrimiento: «tenemos el arte para no hundirnos en la verdad», para que no se rompa el arco del pensamiento. Como no hay suelo «objetivo», causal-fenoménico que nos sostenga (eso es una ilusión óptico-moral), todo hombre ha de ser un creador para simplemente existir: » gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia» («Sobre v erdad y mentira en sentido extramoral», en Nietzsche, Barcelona, 1988, p. 47). En realidad, debido al enigma que es el suelo del hombre, no existe más que lucha, valoración, creación, perspectivismo. Por eso dice también Nietzsche que las verdades, incluidas las de la ciencia, son metáforas que han olvidado su condición. Efectivamente, la metáfora, como el mito, no es superable: envuelve al pensamiento, es su origen y su destino.

16. Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, op. cit., pp. 151-170

Ignacio Castro Rey, enero 1998

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luces en la sangre, otro marco para la creación, Ed. Complutense, Madrid, 1995

Basta partir de una idea común de la creación, arraigada en la potencia emanativa del dolor, para que buena parte de nuestras creencias se tambaleen. En general, se podía caracterizar a esa idea por su atención a la labor básica de supervivencia que cumple el arte, ligada al riesgo de la existencia y lejos de toda función de segundo grado, meramente ornamental o discursiva. Aunque esa noción común es ignorada por buena parte de la conciencia crítica que hoy rodea al arte (con los epítetos de «ingenua», «mítica», «romántica», incluso «reaccionaria»: todo vale para clasificar lo que no sabemos), sin embargo, ha tenido versiones occidentales y orientales, antiguas, clásicas, románticas y, sobre todo, muy específicamente modernas.
Por tomar a mi favor un ejemplo cercano, recuerdo que hace unos meses, para cimentar una conferencia valiente y llena de hallazgos formales, José Luis Pardo defendió que el arte era sobre todo una cuestión de supervivencia, ya que se limitaba a darle forma a un peligro extremo que rodeaba al espacio natal del hombre[1]. En aquel caso se emplearon las imágenes de un Afuera en el que cualquier monstruo se adivina, pálpito deformador de una noche sin fronteras, temporal del no-ser, para señalar esa violencia fundadora. A diferencia de cualquier función sólo suplementaria o complementaria, posterior a una supuesta fundamentación cognitiva que haría la ciencia, el arte aparecía allí poniendo un primer suelo para la vida del hombre y el conocimiento, haciendo subordinada y posterior toda elaboración teórica.

1.       Felizmente, podemos encontrar avales de esta interpretación a lo largo de suficientes testimonios creativos e incluso críticos de este siglo. En hombres tan dispares como Rilke, Lorca o Artaud, por poner ejemplos suficientemente consensuados, hay una esforzada convergencia hacia esa visión. Que en el caso de Rilke es constante; sin ir más lejos, y menciono una obra aparentemente menor, sus Cartas a un joven poeta giran en torno a la rotunda afirmación de que la creación debe brotar, como único modo de justificarse, y también de romper con toda dependencia exterior, con la misma necesidad con la que transcurre la existencia[2]. Dice Rilke que sólo si escribir se hace absolutamente necesario está justificado; entonces, también se prescinde de toda prisa en publicar o en recibir avales externos, puesto que la mirada del público, con su crítica, ya está dentro de ese borboteo en el que madura la obra. Basta que la labor de creación se pudiese abandonar para que se deba abandonar, y esto en nombre del arte, del que estaría más cerca la vida común que toda elaboración a medias.

Muy lejos de él en estilo y formación, hay algún texto de Federico García Lorca donde se establece la misma relación entre el nacimiento de una forma y la agitación casi animal de la carne. En Teoría y juego del duende, una conferencia leída en Montevideo en 1934, Lorca dice de una manera asombrosamente desenvuelta que la ascensión en la escala de la creación se hace luchando con un duende turbio que se despierta «en las últimas habitaciones de la sangre», duende que nos empujaría con un talante muy distinto al de «el ángel» o «la musa», con una violencia casi dionisíaca que exige cristalizarse en voces[3]. No hace falta insistir en que, entre otros, Artaud se encontraría muy cerca de este raro territorio. Por ejemplo, todo el cruce de cartas con Jacques Rivière tiene en ese punto uno de sus pivotes: escribir es una «cochinada», dice el autor de Le Pèse-Nerfs, si no tiene la urgencia del hambre, si no brota y se mantiene fiel a ese «hundimiento central del alma» que llena nuestro punto de partida[4]. En consonancia con Rilke, Artaud llega a decir: «tengo para curarme del juicio de los otros toda la distancia que me separa de mí mismo».

Así pues, en estos tres casos ejemplares de nuestro siglo, es un peligro envolvente, en el que la carne misma es la que ha de pensar, el que impulsa la obra. Toda conceptualización posterior no sólo no se despega sino que ha de limitarse a darle forma a esa experiencia primera en la que dolor y conocimiento se igualan. Pues bien, aunque fuerte para los hábitos de esta década, nos encontramos ahí en una esfera de comprensión que resulta casi familiar si hemos tomado en serio a gente como Bataille o Sartre, como Levinas, como María Zambrano. Aunque, sin duda, en este campo volcánico el maestro de ceremonias sería Nietzsche: el arte, ha dicho cien veces el pensador del retorno, es lamedicina para un mal radical, un vértigo que sólo se cura entregándose a su enigma. Tenemos el arte, dijo este hombre tímido que se vio obligado a gritar, para que no se rompa «el arco del pensamiento», para no hundirnos en la verdad.

2.       Lo cierto es que si el arte tiene su eje en esa experiencia receptora de lo dado, del dolor de su fluctuación, se podía preguntar entonces quién no tiene tal peligro mortal, toda vez que el sentimiento más íntimo nos susurra que ese norte es el que orienta a la raza. ¿No será eso lo que al mismo tiempo coloca al arte en el centro de nuestras preocupaciones? Al fin y al cabo, todos somos niños indefensos ante el temporal del no-ser, particularmente, en ese vértigo o angustia primordial que es el umbral de toda decisión[5]. Y esto no sólo antes de ser adultos, sino justo al mismo tiempo que lo somos: sabemos, y así ha sido reconocido, que un «asombro» o estupor fundamental cimenta el origen de todo preguntar, culmine o no en la obra de arte. Cada vez que el humano dialoga consigo mismo, en esos momentos claves que toman las riendas de una vida, tiene al abismo como interlocutor supremo, en un espacio de soledad donde nada externo puede socorrerle. Por eso la veta más profunda de la teoría y la crítica en este tiempo (pongamos en esa nómina a unos cuantos, pero después de Kierkegaard) afirma siempre que el Otro, el Extranjero, es la indominable dimensión de las propias vísceras. De ahí que, desde los románticos al existencialismo, el Otro sea un problema clave, así como la locura o el absurdo, en el drama de identidad de la conciencia moderna.

Buena parte del arte que nos importa, de Jünger a Valente, sigue poniendo en un peligro similar el fundamento de la creación, lo que significa reconocerle un lugar central a esacontradicción o paradoja irresoluble que en otros tiempos, aparentemente ingenuos, fue más o menos orillada. Sin embargo, debemos recordar que tal lucidez ocasional de nuestra cultura no hace más que reconocer una verdad elemental que siempre ha estado ahí. En todos los momentos claves la existencia del hombre (por no decir de todo ser vivo) se conforma por una relación con una inexpugnable exterioridad: la otredad corporal en el amor, el animal o vegetal sacrificado en la alimentación, la fluencia aleatoria de imágenes cósmicas en el sueño, donde la conciencia (por eso se descansa, sin memoria) se funde con la opacidad corporal.

En conjunto, si tomamos en serio la violencia de la creación, artística o teórica (entendiendo por teoría algo menos castrado de lo que es habitual), hemos de recuperar para nuestra certeza esta idea: el problema del Otro está en la piel, en lo insondable de la propia diferencia, que rebasa cualquier previsión general. Esta verdad es tan incontestable, que el mismo Ortega decía que la forma más elemental de vida ya es con-vivencia, relación, discusión, pugna con una otra posibilidad que continuamente nos afecta. Podemos añadir que eso que llamamos «muerte» no es más que el rostro límite de esa otredad constitutiva que, siendo exactamente lo inimaginable (lo no presente), sin embargo, llena el fondo de la presencia, como silencioso interlocutor central.

Se puede aventurar que el papel central de la imagen en nuestra cultura, con esa extraña atracción con la que magnetiza al cuerpo social (incluso los niveles más bastardos de la publicidad dependen de ella) brota, en un plano más elemental que toda teoría, de darle una figura a esa lejanía que el hombre siente como su eje. Kafka dijo en algún lugar que el hombre sólo encuentra su morada ante el crepúsculo: pues bien, el arte es una condensación de ese hallazgo, de ese viaje. Está en el centro de nuestras preocupaciones urbanas (al menos desde Nietzsche, es el paradigma incluso para el sistema filosófico) porque hace retornar el concepto, lo construido, a esa experiencia primera que, en la mudez de las afueras, se constituye como suelo del hombre.

3.       Si esto es así, es inevitable reconocer que reina un equívoco total en cuanto a la naturaleza de la cercanía, de esa inmediatez común que nuestra conciencia crítica media, desoyendo la voz de los poetas, toma por evidente, como si fuese un ingenuo punto de partida a superar por la complejidad del concepto.

Frente a la comodidad de ese vicio conceptual, al menos desde Hölderlin, la línea más ardiente del pensamiento occidental (una vez más, por no hablar de un Oriente esencialmente superior en este punto) no deja de señalarnos que en la cercanía palpita cualquier cosa menos lo que sería una evidencia física, algo simplemente determinado o «dado» (mecánica, causalmente, etc). Frente a esa idea reductora, tópicamente ilustrada, el poeta de los Himnos canta un día que, justo en el cenit de su fiesta, es río de la Noche. Un día cuyo eje está en la otra orilla, el secreto que desciende impetuosamente desde el deshielo de la montaña. Y parece obligado recordar que Nietzsche se encarga después de destruir cualquier esperanza en que un suelo puramente «físico», susceptible de ser conocido objetiva o científicamente, nos salve del vértigo de todo instante: en el obsesivo reguero que recorre la obra del solitario de Sils-Maria, tanto el instinto, como una mítica intuición primera, como el sentido de la tierra sólo se revelan después del hundimiento en el ocaso, una vez que Zaratustra a atravesado todo el pantano del terror y reencontrado las metáforas del retorno[6]. Tal retorno toma los nombres de niñomediodíasuperhombre.

En fin, son estos (como la novena de las Elegías de Duino, donde se aventura la unidad de la tierra y lo invisible) hitos de nuestra tradición que se han intentado recordar siempre en momentos clave. Como esta preciosa idea: soñamos, decía poco más o menos el Goethe de Las afinidades electivas, para que algún día podamos llegar a ver. De este modo, como los surrealistas, también él insinuaba en lo sensible una hondura que nos exigiría toda la imaginación, la libertad de lo onírico. Así pues, en lugares culminantes de nuestro pensamiento, amarrado inevitablemente al crear poético, no hay nada parecido a la superstición de una naturaleza mecánica o naturalista. Hasta tal punto esta conquista se corresponde con un giro epistemológico de nuestra época, frente a la ingenuidad del mecanicismo del siglo XVIII, que incluso ha tenido síntomas en el campo limitado de la ciencia. Por si no es sabido, recuerdo que Max Planck se asustó tanto al descubrir una materia que no existía más que como emisión discontinua de energía (cualificada en «cuantos») que se esforzó cuarenta años en intentar demostrar que su descubrimiento era falso. Afortunadamente no lo consiguió y, después de la apasionada discusión que Bohr y Heisenberg sostuvieron con Einstein, la física cuántico-relativista nos ha legado un orden físico que no excluye la violencia de lo fortuito, lo no determinable. Se podría extender el mismo hallazgo, que erosiona profundamente el paradigma de la calculabilidad, al campo de la biología, incluso al de las matemáticas.

Pero mejor no extenderse más. Sólo quería recordar que la equívoca «muerte de Dios» nietzscheana, que ha inundado de un modo sospechosamente fácil el siglo del control y la tecnología, también supone la «muerte» de la Naturaleza mecánica. En «Historia de un error», uno de los capítulos claves de El ocaso de los ídolos, Nietzsche plantea que era el ideal de un mundo suprasensible la que mantenía la ficción de un mundo puramente «sensible» o material, físicamente mecánico. Una vez que ese mundo sobreterrenal ha muerto, también desaparece la firmeza de lo solamente «físico»: por eso el hombre ha de crear (como un superhombre) para alcanzar el sentido de una tierra que ahora tiembla en su sin fondo.

La antropología moderna, por boca de Malinovski o Lévi-Strauss, personajes en realidad poco proclives al «irracionalismo», ha insistido también en que el origen del sentimiento religioso (y es sabido que el indígena es sólo la metáfora de nuestro desvalimiento constituyente) está en la irrebasable soberanía que el hombre siente en la existencia física, en el misterio de la vida vegetal y animal, del amor, la muerte, la procreación. Tomemos como queramos esa lección; si la oímos junto con otros eslabones del pensamiento contemporáneo nos impone olvidar de una vez por todas afanes edificantes para aceptar la Cultura como un intento de retorno, de adaptación al sentido latente en la tierra inculta. Me parece que si entendemos la mentalidad ecologista en un sentido fuerte, no resulta del todo ajena a esa certeza. Y, por lo demás, parece obvio que en el arte hay múltiples concomitancias con esta idea que se abre paso incluso en el campo científico. Por citar otros ejemplos canónicos, es sabido que Joseph Beuys estaba obsesionado con una idea «ampliada» de arte que rescataba la forma más elemental del trabajo para la esfera chamánica de la creación. O Duchamp, insistiendo al final de su vida en que su máxima obra de arte había consistido en «respirar».

En fin, después de todos ellos, esa ya rancia contraposición entre lo «dado» y lo «construido», entre naturaleza y libertad, no tiene vigencia, pues lo heredado es en el fondo cualquier cosa menos un terreno firme, que no exija todo el esfuerzo del pensamiento para conquistarlo. En realidad, la libertad humana sólo es posible, y necesaria, si en la misma existencia común reina la indeterminación. Según insistía Schelling, la libertad es necesaria para rescatar lo originario de una necesidad que se manifiesta en una intransferible «revelación» singular, anterior e irreductible a todo raciocinio, a todo el orden de lo público[7]. Pero que conste que, en el fondo, no estoy señalando ninguna verdad que no sea sencillamente común: precisamente por «radical», era conocida por nuestras madres, que tenían la ventaja de carecer de una barrera erudita que les apartase de esa vitalidad de la sombra común, de una lucha a muerte por la vida.

4.       La experiencia cotidiana ha estado siempre amenazada por esa hendidura central, difícilmente confesable. Diría otra vez que (al menos para nosotros, los alienados por la «cultura») el arte convoca desde un lugar extrañamente magnético porque, con su emisión intermitente de figuras, rescata esa experiencia vertiginosa y fundacional de lo impalpable. Si tiene una función de comunicación extrema (incluso la filosofía y la religión recurren a ella) es porque sus imágenes hacen retornar toda la voluntad ordenadora del pensamiento al sentido interno del azar terrenal, ese enigma que gira con los días.

Para salir del atolladero habitual en el que encerramos nuestra memoria, acaso tendríamos que empezar por reconocer que el artista, con toda esa «rareza» externa que a menudo le caracteriza (indumentaria, costumbres, carácter), es el más común entre nosotros. Por emplear una dualidad vulgar, parece que no se trata de alguien que represente la «excepción», sino más bien el caso más cercano a lo inconmensurable de la «regla». En él se concentra un dolor tan intenso que pierde la esperanza en otra redención que no sea la de la propia crudeza de la herida, como si se tratase de curarse con un anticuerpo. Desde el vértigo de esa caída a plomo, se acaba donando la imagen que le da un lugar, en cualquieraquí y ahora, a ese no-lugar que hemos vivido como centro. Tan cercano a nosotros, Ezra Pound dijo que el arte ataca lo absoluto en el terreno de la vida singular, por eso logra una forma de comunicación extrema. De este modo, el artista se erige en «antena de la raza»: en cierto modo, la imagen de lo Otro que forja siempre es otro rostro del Hombre. De ahí quizá el halo silvestre, aislado, irónico o huidizo que le protege de la cultura (incluido el periodismo).

Qué duda cabe que si el arte rompe a veces con la mascarada cultural es porque también lo hace con la seguridad de su sistema inercial de oposiciones. Para empezar, el de la muerte a la vida, y todo lo que de ahí se deriva: lo «real» contra lo «irreal», lo «visible» contra lo «invisible», la «identidad» contra la famosa «alteridad». Si hay obra, rompe en bloque con ese reguero de claudicaciones ya viejas que Spinoza catalogó como «prejuicios»[8]. En particular, con esa edificante afirmación de que el conocimiento es algo en el fondo distinto a la más desnuda experiencia. Infancia, la de la obra, que toma el abismo como matriz (como Padre, como Verbo: las resonancias bíblicas son inevitables), curándonos así del terror, de la alienación, de la locura. Dándole la voz a la mudez de la materia, la cura del arte se ejerce desde abajo, un subsuelo que no conoce la compartimentación de las épocas, ni las de la clasificación erudita. En realidad, la experiencia artística es de una humildad casi inconfesable en el mundo del concepto: su órbita se cumple cuando un hombre, como Joyce, es capaz de entender que todo se resume en ser capaz, tañendo con la guitarra viejas baladas irlandesas, acunar a una niña que se está volviendo loca.

Hay aquí un fenómeno que desborda lo meramente psicológico. Y sólo si entramos en él podemos comprender el poder chamánico, fuertemente medicinal que tiene el parto de la obra. Poder que compensa incluso la inevitable ignorancia pública que rodea al artista. En efecto, desde ese abismamiento común, la obra de arte se yergue con tan violenta novedad que está condenada siempre a atravesar un desierto, por despierta que sea la época (¿para quien crea, hay épocas despiertas, no alienadas?). Esto es inevitable, pero, como dijo María Zambrano, todo un público (otra mirada: lo otro que mira) está ya en esa forma sola que tiembla, tensada en lo desconocido. Desde su soledad, la obra destella mundos: salva el aislamiento de la carne con ese fulgor que viene de abajo. Después, basta una sola mirada, un solo espectador, para que se renueve la esperanza de esa comunicación insólita. Si la obra se ha resuelto, con ese milagro inversor, tenemos que atrevernos a decir (aunque vaya en contra de las prisas de esta época y de su voluntad mediática): la comunidad está aquí, ya vendrá el público que la reconozca. Son múltiples los ejemplos de la paciencia de esa espera. Pessoa pudo subsistir como un humilde empleado, ignorado por la cultura de su tiempo (al parecer, Unamuno ni siquiera contestaba sus cartas) porque tenía entre las manos esa inmensidad de la creación. Y quizá, después de todo, no es tan lejano el aguante de Van Gogh, teniendo a su hermano casi como único interlocutor.

En el arte, es la violencia de la caída la que brinda un horizonte de recuperación, incluso la resistencia de esa extraña alegría, según Keats. Toda obra de arte está sola frente al precipicio, por eso funda un mundo, irradiando una multivocidad que vale para cualquiera. Del mismo modo que al artista ha tenido que ser el primer hombre, como Adán, para darle la palabra a la mudez de la existencia, por eso mismo es el último, alguien que toca a todos los hombres. Se abre, en esa experiencia que hermana al artista con cualquier posible observador, un instante que detiene el tiempo porque acumula, desde una imagen de lo inconceptualizable, toda posible variedad. Se abre, en realidad, una memoria que permite el olvido: al recordar, hasta el umbral de lo inimaginable, podemos volver otra vez a ser río, tierra, corriente. Intensificándola hasta una imagen, el arte cura haciendo comunicable nuestra más íntima dolencia. Comunica desde una raíz tan imposible como común, de ahí la fascinación social que crea, incluidos los fenómenos más groseros. El esnobismo, el frenesí estúpido de las modas, el mercadeo, están enganchados a esa incandescencia, a la memoria de su aparición y la promesa de su vuelta.

También aquí deberíamos prescindir de las relaciones habituales, ya que ese templum de la contemplación, que irrumpe con su perturbadora novedad, no acaece en el tiempo, como una excepción en su carrera contable, sino que, por el contrario, funda cualquier tiempo posible, envolviéndolo, haciéndolo recomenzar. En efecto, fechamos el tiempo desde lo ab-soluto (des-ligado) de esos momentos míticos. El mismo mito, su imparable tendencia a reproducirse es el retorno de una figura de lo intemporal a la forma del tiempo. En efecto, una sincronía profunda (según Nietzsche, cargada con el «vaho de lo ahistórico») recorre la obra de arte, rompiendo los diques culturales, sociales, cronológicos. Por eso es (o era, antes del desierto mediático de estas décadas) casi un lugar común admitir que en la esfera del arte no hay progreso: entre Altamira y Picasso, entre Hesíodo y Machado, entre Omar Khayyan y Rimbaud, sentimos reinar una con-temporaneidad esencial (quizá, la de los que han bajado al infierno). En el fondo, todos hemos pasado por la experiencia de contemplar una obra de arte «primitiva» y sentir ahí la hermandad originaria de la especie, más acá de cualquier frontera. La música de John Coltrane, la de los pigmeos africanos, los poemas de Wallace Stevens están, literalmente, llenos de acordes que no tienen tiempo. Es obvio, por lo demás, el mensaje político de esto para una sociedad que se pretende democrática, incluso abocada al mestizaje: todo estriba, creo, en que queramos integrar a los indígenas en nuestro castrado sistema de mediaciones tecno-racionales, o que nosotros (que sin duda somos el problema) nos atrevamos a volver a la ley común de la tierra. Francamente, creo que esta última opción es la que preconizaban Nietzsche, Rilke o Joseph Beuys.

5.       Claro está es necesario que contra esta densidad ética y política que representa el arte, la de una existencia individual que se levanta como esencia en lo intransferible de su finitud, vaya dirigida la lógica socio-económica contemporánea, quiero decir, lo que las formas actuales de la tecnología tienen de estructura racional. Y para el caso, es lo mismo que sea achacable al orden social contemporáneo un peligro nuevo y mortal para esa forma límite de comunidad que representa el arte, o simplemente una forma específica de la eterna resistencia mediadora intrínseca a todo orden social, a toda época. Sea como sea, es obvio que se trata, entre la comunidad existencial y lo gregario-espectacular, de dos órdenes irreductibles. Si además el primero está en peligro, como a menudo parece, es urgente realizar una crítica de esa racionalidad mediadora, aunque no sea más que para defender el espacio no económico de la creación, manteniendo abiertos los pasillos de su angosta resistencia. Más aún si en el propio «medio artístico» hay síntomas inquietantes de rendición: recuerdo que incluso se pone en duda que haya frontera entre el orden de la creación, que es el de la vida, y el de la instrumentación mediática.

No puedo extenderme mucho en este punto, pero es obvio que eso que hoy podemos llamar razón calculadora o instrumental (aún tomando distancias con el peligro nuevo y letal que Heidegger ve en la trama de la técnica[9]), está en las antípodas, por su lógica, de esa experiencia ético- estética que pertenece al pasado más constante de los hombres, al más presente. El poder del capitalismo, con esa feroz voluntad de acumulación y control que tiene en el dinero su símbolo, es evidente que nace de una razón que ha proscrito toda relación con lo real que no sea la de la calculabilidad. Poco importa que la ciencia, aquí o allá, haya puesto teóricamente en cuestión ese paradigma, pues lo que ha pasado a caldo de consumo, a través de la aplicación utilitaria y técnica, es una voluntad general de medición que, al exiliar lo no calculable (podíamos decir: lo numinoso), acaba viendo en el dinero el único testigo de riqueza. No quiero provocar gratuitamente a nadie, pero aseguro que podemos ver en cien pasajes de la Biblia una condena moral de esa reducción tecno-económica que ha operado en todas las épocas. Lo nuevo, si hacemos caso a algunas voces, es que ahora se ha racionalizado, convirtiéndose en peligrosamente normalizada. Para aproximarnos a la dimensión inquietante de ese peligro recomiendo encarecidamente la lectura de La sociedad del espectáculo, del recientemente suicidado Guy Debord, que en mi modesta opinión prolonga insólitamente la crítica al fetichismo universal de la mercancía, a su inmensa gratificación anímica, que Marx desarrolló en el libro primero de El capital[10].

Antes de contar la vida de las cosas como mercancía, es claro que el capitalismo tiene su base ontológica en la cuenta del tiempo; sólo desde ella se produce la conversión del trabajo humano en mercancía, o la tiranía del valor de cambio. Efectivamente, el capitalismo no es tanto un sistema determinado de producción económica como una cierta lógica cultural en relación con el dolor de la existencia. El capitalismo es ahora casi invisible (y pervivió fácilmente bajo el «socialismo») porque su «sistema» es sobre todo el sistema del tiempo, lo diacrónico-contable convertido en esencia. Contabilidad general que sólo se puede hacer si de alguna manera nos enganchamos, con toda las técnicas posibles de la socialización, a una expectativa de futuro que desatienda lo absoluto de la finitud presente, de cada vida, de cada minuto. En este sentido, es significativo que tal enganche a lo diacrónico funcione tanto con la lógica de la promesa (tal descubrimiento revolucionario, tal noticia), como con la amenaza de un apocalipsis (económico, ecológico, poblacional): ambos perfiles del Futuro debilitan la confianza en nuestro ser singular, en lo único de nuestro presente en la muerte. Al mismo tiempo, nos coaccionan con una promesa salvífica basada en el miedo. El carácter redentor de lo mediático arranca de ahí, así como la fascinación de lo gregario-espectacular, sabiamente combinado con una soledad y una esclavitud laboral que posiblemente jamás haya conocido el hombre.

Tengo que dejar para otro sitio una crítica pormenorizada al sentido último de esa lógica. Sólo remarco que el magnetismo de la oferta tecnológico-mediática radica en el espejismo de redimir el dolor de la vida individual, a la postre, su miedo a la muerte. Para facilitar es espejismo, ha de aislar planetariamente («espectacularmente», diría Debord) la vida de su raíz, de eso inexpugnable que, con distintos nombres, la hace autosuficiente y comunicada directamente con cualquiera, también con cualquier época. Por eso, en el oscurantismo del orden económico, la muerte debe aparecer cada vez más con un aire de fatalidad: accidente de tráfico o cardio-vascular, crimen casual, suicidio o desaparición inexplicables… No hace falta ser un lince para adivinar que detrás de la feroz y aséptica segregación de la que son víctimas los enfermos de sida se esconde ese mismo pánico gregario ante el sentido de la muerte, ante su posición fundacional en la vida, incomprensible ya para una sociedad que hace tiempo abandonó todo lo que huela a vida singular, a tierra, a soberanía. Sólo de paso, recuerdo que la cantidad insondable de suicidios o desapariciones «inexplicables» es paralela a los diagnósticos genéricos de «depresión», así como a los intentos de controlar biogenéticamente el nacimiento, o mecánicamente la muerte con eso que llamamos «eutanasia». Todo esto son síntomas de que el gran plan (dirigido exactamente por nadie) es que el hombre no viva lo absoluto de su finitud, no piense en ella: el valor, el fortalecimiento ante esa instancia límite le daría independencia frente al manágregario-mediático, haciendo su vida no intercambiable, ni socializable, ni productiva, ni sometible a estadística.

El escritor Rafael Sánchez Ferlosio recordaba hace poco que la rendición del hombre ante esa poderosa máquina de control y mediación que es el capitalismo contemporáneo (siempre estatal, aunque juegue con el mito de lo privado), tiene su base en el miedo al dolor, en el fondo a la muerte. Miedo frente al cual el sistema económico contemporáneo se levanta con una promesa de redención mediática, en la que todo se haría transferible, comunicable, almacenable, manipulable, en definitiva, potencialmente virtual. Es obvio que el mito de la Información se mantiene con la mentira de que la vida es cognoscible socialmente, sin un esfuerzo individual intransferible (que el sentido es transmisible, mediable, cuantificable: se compra a distancia) y esto tiene que ver con esa promesa telemática de liquidez y transparencia universal. (La palabra liquidez, a propósito del simbólico poder monetario, parece suficientemente expresiva). El mensaje fundamental de los medios, que por su actual eficacia desconcertaría al mismísimo Orwell, es efectivamente que la universalidad del Medio es el Mensaje, esto es: que la Noticia es la comunicabilidad universal de cualquier acontecimiento. Se trata, por tanto, del primado absoluto de lo público, vale decir, la universalización abstracta y espectacular de lo privado: el orden mediático convertido en fin (telos), horizonte, mundo. Se podía mostrar que la omnipresencia de la pantalla televisiva, que funciona también en habitaciones vacías, está cimentada en esto. Así como la constante alternancia de la noticia y el secreto: no sé si hace falta insistir en la complementariedad entre el aislamiento general y creciente de los humanos, esa horrorosa extensión de la privacidad, y el refuerzo imparable de los mecanismos de gregarización. Mecanismos que, de hecho, en nuestro primer mundo, hacen prácticamente innecesario el derramamiento directo de sangre; el hombre sigue muriendo, más que nunca, pero por dentro, o en los bordes accidentales del sistema. Insisto en que los titulares periodísticos de «depresión», «suicidio», «desaparición», «huida» o «accidente», señalan vagamente esa proximidad de un extraño sumidero universal.

6.       Necesariamente, cómo no, hay síntomas de contaminación en esa especie de reserva india, en ese espacio privilegiado de conocimiento que, dentro de la sociedad tecnológica, representa el arte. Éste no puede dejar de señalar que la verdad es indescriptiblemente común, forjada en la paradoja de lo imposible que sostiene la vida, pero, en un plano general, en la manera en que el arte se ordena socialmente, es normal que se retroceda ante la lógica redentora de la mediación. Comienzo por señalar que buena parte de lo que se produce(curiosa palabra) ya ni se presenta naciendo de la basicidad de una experiencia, sino de la eficacia de un discurso especializado, cuando no de un metalenguaje. Por eso mismo, la mayoría ruidosa de lo que se produce (que sistemáticamente privilegia el concepto de «investigación» al de «creación») ya ni intenta funcionar directamente, sin apoyaturas eruditas, periodísticas, comerciales, sociológicas. De ahí los ríos de crítica, el marco de la galería o la feria, el comisario, el valor conceptual de la firma del artista, el conocimiento de su historial y del movimiento en que se integra, etc. Es evidente, por ejemplo, que sólo dentro de ese marco de hipertitulación referencial funciona el omnipresente «Sin Título» (efectivamente, lo normal es que la obra no soporte una titulación terrenal). Se podía simplemente concluir: cuanta más impotencia para comunicar directamente, tanta más hipertrofia del marco referencial, de la dependencia superestructural, de instituciones.

En realidad, el tipo indigesto de producción de moda (hace poco, con su habitual soltura, Luis Gordillo la calificó de «corcho mezclado con polvos de talco») no sólo no nace de la vida, sino que ni siquiera nos la recuerda. Podíamos decir que buena parte de lo que se produce (y se «produce» mucho: se ha dicho más de una vez que hay ahora más «artistas» que en el resto de la historia) es un auténtico obstáculo para esa primera obra de arte que acaece espontáneamente en el ocaso, en los reflejos del charco en una calle, en el grito del vencejo. Y sin embargo, extrañamente, parece que esa era la primera preocupación de Cézanne, de Miró, de Trakl. Frente a ellos, nuestros colectivos de artistas parecen tener un dificultad genital para aceptar la llaneza común del abismo, para dejarse caer al ámbito de conocimiento radical que encarna la belleza. Claro, tal llaneza nos quitaría la exclusiva de ese vértigo originario que la mentalidad crítica llama «alteridad» o «diferencia» y encadena a la complejidad del concepto. En otras palabras: la impotencia artística actual es la de no poder aceptar que la eclosión perturbadora de lo nuevo, el sentido de la palabra «radical» o «vanguardia», es reactualizar un estupor común y muy antiguo, que no puede conocer progreso.

«Radical» viene de «raíz», pero poco o nada hay de eso en la mayoría de la producción culta. Y hay síntomas palpables: primero, esa pesada uniformidad, puesto que las obras se producen desde la escolástica imperante (el neón naumaniano, el urinario duchampiano, la grasa o el sombrero beusyanos, etc). Después, esa penosa dependencia de lo institucional: la galería de renombre, la crítica, la beca, el ministerio. Con ella, el sucursalismo cultural es también inevitable: puesto que se es incapaz de ahondar en el presente, de crear desde abajo, es necesario importar continuamente modelos… que ya están gastados cuando llegan. El retroceso de la obra individual en aras de la colectiva, de corrientes localizables sociológicamente, es otra consecuencia de esa falta.

Recuerdo además que esa cadena de compartimentaciones y ese tic del enfrentamiento que se reproduce constantemente (abstracción contra realismo, vanguardia contra tradición, instalación contra pintura, etc.) no hace más que confirmar la incapacidad colectiva para el espacio primero, anterior a toda división y sin nombre, de donde nace cualquier obra, sea un dibujo de Beuys o la anónima canción materna que consigue dormir a un niño. Frente a la humildad de ese lugar, ¿qué decir del constante privilegio de lo sofisticado, lo complejo y espectacular, tan caro a nuestra vanguardia? ¿No tiene esto algo que ver con una contaminación desde el periodismo, incluso desde el régimen de lo utilitario? Así como la obsesiva politización, la necesidad conceptual de crítica, discurso, ironía, queja. Esa manía, decía yo mismo en el texto de presentación, por encadenar el arte a propuestas sobre el presente sociológico. ¿No es todo esto tontamente edificante y circunstancial? De ser eso arte, sin más, nos sentiríamos obligados a reconocer como irremediable su carácter decomplemento lúdico de la economía, algo perteneciente inevitablemente al «sector servicios».

De la misma carencia de dolor y valor existenciales, viene también esa pretensión insultante, carente además de fe en la potencia de la obra, de «entrar en el espacio del espectador» para que éste participe en el acabado. Pretensión que, además, es completamente ingenua: es el silencio, la inanidad universal, que se supone que ha vivido el artista y puesto en el centro de su obra, la que debe provocar la atención del espectador, alguien que por naturaleza es desconocido y que nunca podrá confesar discursivamente cómo percibe, cómo acaba la obra. En realidad, la típica pretensión social de crítica y precisión es absurda para el arte, y otro producto más de la mentalidad dominante de lo instrumental, pues, por definición, aquella obra que rompa con la comodidad de lo establecido, no la veremos sino después, y aún así entre sombras, oscilando. Lo que ha pasado de un siglo a otro, en general, no ha sido visto por la crítica de su tiempo, y esto por una razón esencial: la perturbadora novedad con la que irrumpe la obra, cuando la hay, no se puede juzgar desde un conocimiento de lo que ya existe. La obra comunica cuando está sola, colgada de la inconsistencia común, por eso Steiner insiste en que es el arte el que hace la crítica[11]: lo que vale y lo que no lo decide el dolor de la creación, que también está en la mirada del espectador, o del crítico, y eso es incompatible con una pretensión normalizadora o canónica. En realidad, el crítico sólo acierta cuando reduplica la temblorosa soledad de la obra, desde la que llueve un mundo de imágenes.

Sólo otra cosa. Si hemos tomado una distancia crítica con la jerarquía del santoral católico no es, creo, para poner en su lugar otro santoral laico, además sensiblemente inferior en cuanto a su potencial imaginativo (de ahí que esta actitud mimética sea tan fácil presa de la crítica «conservadora»). Quiero decir que, en el campo del arte, puesto que hablamos de algo en definitiva irreductible al orden público (por no decir policial) del discurso, ningún nombre propio es imprescindible. Todo el microclima de la institución arte, queramos o no, vive tan enganchado a la droga de una comunidad elemental, una experiencia tan básica e indecible (en Presencias reales, Steiner casi balbucea cuando se acerca a ella), tan siempre ya vista, que se puede atravesar su discurrir con un mínimo bagaje erudito. Todo el arsenal que se necesita para esa travesía se reduce casi a un crepúsculo, visto ya hace mucho tiempo. Con él, fijada en la retina la agitación de su sincronía, podemos interpretar todos los nombre propios que importan. Para eso basta, dice Camus recordando a Rimbaud,cualquier Abisinia[12]: no sólo el silencio de Duchamp, o el que cuidó de Beuys, sino el desierto de cualquiera. Después de todo, insiste Camus, hasta los hombres sin Evangelio tienen su Monte de los Olivos.

7.       Vaya ahora por delante, como decía, que toda esta crítica no afecta un ápice a la fascinación primitiva que produce el arte, a su lugar fundacional en el conocimiento y en la liberación de toda presión externa. Simplemente intento mostrar cómo esa fascinación se realiza en conexión íntima con la dureza de la existencia, con la creación corriente, y a pesar del estado social del arte, del entramado burocrático-racional que le rodea. También el arte, como la filosofía, considerado socialmente, tiene un papel en la represión de esa «relación absoluta con la paradoja» que, según Kierkegaard, hace de la vida individual algo soberano, esencialmente superior a lo general[13]. Y sin embargo, esa función reaccionaria no es más que una anécdota dentro de la relación básica, inconfesablemente carnal, que facilita el arte más acá de todo el entramado social o económico. Bastaría que hubiese tres artistas por siglo, o tres obras, y parece que hay más, para que el resto de todo lo que se produce con motivaciones predeterminadas, quedase relegado al nivel de un experimento interesante.

Diría incluso que en lo más tontamente discursivo (supongo que también en el televisor) se puede producir ese parpadeo de una presencia inaudita, no determinable. Como el arte, en definitiva, funciona más por la fascinación irracional que suscita que por los productos que ofrece, toda esa trampa de la mediación discursiva desaparece cuando la obra, como por un milagro, consigue el efecto por definición inesperado de esa experiencia. Todo el orden de la mediación desaparece entonces como por ensalmo, cuando salta esa chispa y una imagen acuñada condensa mundos, confirmando lo indecible de cada existencia, toda su memoria de caras, briznas de hierba, dramas atravesados. Entonces vemos no tanto Arte como algo que ya estaba ahí, latiendo en callada espera. No tanto arte como ese instante «excepcional» que nos devuelve a una absoluta autonomía. Toda poética es la memoria de ese instante fundacional, un re-cuerdo que, por ir hasta el confín de lo imaginable, nos permite el olvido: volver al dios-río de la sangre, que corre con todo latido dentro.

La verdad obra, por doquier, y a veces delante de un testigo: alguien que es todo oídos ante el silencio de la tierra. En ese punto se cumple la labor de cura radical en esta sociedad endiabladamente mediadora de Occidente, puede ejercer el arte al devolvernos la unidad ante lo Otro, un rostro de la noche que nos salva de la alienación y hace de la mediación un juego, una travesía hacia ese lugar central y sin sitio que siempre ocupamos. La alienación no proviene de los medios, que son estrictamente necesarios, sino de la mediación sin retorno, desgajada de la inmediatez. Es también esa carencia la que la convierte en mito, en espectáculo. En realidad, si tomamos en serio el mensaje de ese instante sin tiempo, fuera de las épocas y sin embargo fundador de sus formas (en efecto, fechamos el tiempo por sus hitos), sería necesario, por encima del planetario de lo espectacular, tomar como modelo político la veneración, empezando por la de la infancia que extiende sus manos hacia un juguete. Esto significa, otra vez, escuchar la voz Política de ese modelo límite de exactitud que encarnan los poetas.

Anónima y cargada de nombres, perturbadora en la unicidad del temblor con que emerge, la obra confirma cualquier singularidad frente al imperio de lo general. Pone la ley moral dentro de cada hombre y de cada minuto, que así funde su latencia con la enormidad de un cielo estrellado. Claro que ese momento emergente es «peligroso», pues confirma la vida de cualquiera, incluido el criminal, pero sin él nuestra sociedad, que ha renunciado a tener una dirección, a los planes salvíficos, no tendría sentido. En este plano radical, sólo el arte (el arte por el arte) es Político. Ya vimos al comienzo que, no sólo para Lorca o Rilke, en esa entrega a lo minúsculo estribaba su grandeza.

En realidad, podemos decir en alto que hay más piedad por el dolor del hombre, por las víctimas de todos los sistemas sociales, allí donde el artista entra en un dolor sin objeto ni culpables, invirtiéndolo en la comunidad abierta de una forma poética, que en una referencia «política» o periodística, inevitablemente circunstancial, a un dolor concreto. Mientras en la obra no se vea tierra, mientras la pugna, la crítica, la decisión radical que es el obrar artístico no vuelva a la in-decisión de la tierra, dándole la palabra a la mudez de la materia, siempre estaremos a un paso (aprovechando además el espacio de extrema comunicación que, lo quiera o no, dibuja el arte) de reproducir la tentación de decidir por los otros, fundando una nueva República que expulse a alguien: algunos que, en el fondo, siempre representan el rostro del Otro.

Estoy hablando de llevar tan lejos nuestra soledad que podamos levantar una y otra vez un lazo comunitario que no sea sospechoso, ni mediado, ni discriminatorio, al sostenerse en la inanidad que pertenece a cualquiera. Esto, sin embargo, nos exige rescatar una antigua certeza, tapada hoy por la lógica económica: los hombres no son iguales sino hermanos, y encontrar la raíz de esa fraternidad, que excluye cualquier plano (por benéfico que sea) que pueda nivelar las diferencias individuales, exige admitir el abismo común sin ningún matiz negativo, como matriz de toda existencia. Sólo desde ahí se recupera una sociedad civil, una comunidad que, aunque no puede tener ninguna representación institucional estable, se sostiene con la libertad primigenia de cada cual. En realidad, por encima de versiones instrumentalizadoras, la democracia no tiene otro fin que mantener ese conflicto arcaico, esa apertura al peligro de la existencia. No es, en el fondo, ningún régimen particular frente a los otros, sino sólo el intento de subordinar la trama inevitable de mediaciones de todo orden social a ese espacio de libertad originario que vive en la selva de los corazones.

Y el arte llama a ese peligro apaciguador, a abrir lo político, su sistema de mediaciones, a ese bosque sincrónico en el que viven la sangre y las luces del hombre. Uno de los pensadores del siglo ha dicho: «Todo funciona. Ese es el problema». Ciertamente, la vida no es funcional, ni tiene ningún sentido determinado, sobrepuesto al «absurdo» de su discurrir y, por más que el sistema socio-económico se empeñe en desarrollar esa lógica, que siempre acabará en tortura, el arte clama por evadirse de tal maquinación. Clama por volver a una vida que no es Cultura, ni Concepto, ni Historia, sino fulguración de lo a-histórico. Quiero decir: no a desentenderse del curso de la historia sino más bien a practicar, con nuestra creación, un «intervencionismo» tan radical que perfore lo diacrónico, esa tiranía de la medición que empieza por la cuenta del tiempo.

Se trata, en efecto, de volver a un pensar no racionalista que sea capaz de consumar la síntesis entre lo heredado como necesario, con toda su «irracionalidad», y el ansia de libertad que embarga al hombre. Esa re-ligación entre lo moral y la naturaleza siempre es el eje del obrar artístico. Que llama, también, a combatir la esquizofrenia normalizada (ética/política, privado/público, etc.): no a laborar simplemente en el orden del concepto, sino más bien entender el mundo de las decisiones humanas, la cultura, como un viaje hacia el sentido inescrutable de la tierra, que siempre está al otro lado del crepúsculo. Lanzar una acción tan intensa que, a través de su pasión por cambiar el mundo, encuentre otra vez el mundo que no cambia. Vivir y pensar el espacio no epocal que sostiene todas las épocas, ese estruendo del tiempo contable. En efecto, sólo considerado social y externamente, lo privado está separado de lo público, o subordinado: nada esencial impide al individuo extender a lo general la ética de su existencia. Todo lo contrario, es una tarea vital intentarlo. La creación radical que es la vida corriente nos llama a aguantar en una inconmensurable singularidad para, desde ahí, utilizar lo público como medio, someterlo, tiranizarlo con lo sagrado que alienta en la inmediatez. Realmente, el peligro no está en lo público-mediático, sino en que esa trama se desarrolle sin retorno. Aunque seamos públicamente responsables, es medularmente necesario vivir al margen de lo público, solos frente a una vida que no tiene más soporte que lo intransferible de su íntima finitud. Esta tarea es difícil, pero en ella nos jugamos algo más que un objetivo determinado. Podemos estar en lo mediático, ocupar ahí un puesto, pero, si escuchamos la poiesis de la existencia, sólo es lícito utilizarlo como travesía para volver una y otra vez a una elementalidad que no tiene ni necesita remedio. Para esta tarea, con su bálsamo y su peligro, lo mediático está listo en todas partes, tanto en un pueblo de Colombia como en la red de Nueva York. Con esa decisión, cualquier camino vale; sin ella, todos prolongan el infierno.

El aspecto religioso de los campos al atardecer nos susurra que, en el fondo, no hay nada que hacer, ningún lugar a dónde ir, salvo estar en la tierra. O conseguimos, al otro lado de lo mediático, esa pacificación, o estamos trabajando para una guerra que nunca podremos ganar. Me parece que la paz que encarna la obra (siempre al otro lado de una guerra mundial), quiere de nosotros que seamos capaces, si no de «rezar», sí de llorar con el pálpito y la cercanía de todas las cosas. Quiere sostener una piedad, un amor que nunca se atreverá a decir su nombre y, sin embargo, ha de luchar por traer otra vez los dioses a la tierra, aunque eso sólo signifique enterrar a los perros muertos en el borde de las autopistas.

Madrid, abril de 1995.

1. Imágenes: ¿todavía el hombre? Cruce, Madrid, 1993, pág. 39.

2. R. M. Rilke, Cartas a un joven poeta, Alianza, Madrid, 1980.

3. Federico García Lorca, Conferencias, II, Alianza, Madrid, 1984.

4. A. Artaud, Carta a la vidente, Tusquets, Barcelona, 1971.

5. Por ejemplo, según J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, Ediciones del 80, BBAA, 1985, pp. 18 ss.

6. Échese simplemente una ojeada a F. Nietzsche, «Prólogo de Zaratustra», Así habló Zaratustra, Alianza, Madrid, 1972.

7. F. W. J. Schelling, Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana, Anthropos, Madrid, 1989, pp. 225 ss.

8. B. Spinoza, Ética, F.C.E., México, 1958, p. 43.

9. Véase M. Heidegger, «La pregunta por la técnica», en Conferencias y artículos, Serbal, Barcelona, 1994.

10. Además de la tercera parte de La edad del espíritu (Destino, Barcelona, 1994), tanto el texto de Trías «Exilio occidental y viaje a Oriente», en el volumen colectivo Otra mirada sobre la época (Colección de Arquilectura, Murcia, 1994), como el libro Análisis de la Sociedad del Bienestar (Lucina, Zamora, 1993), de Agustín García Calvo, hacen un pormenorizado estudio de esa sistemática represión que ejerce la racionalidad contemporánea.

11. G. Steiner, Presencias reales, Destino, Barcelona, 1991. En particular, toda la primera parte: «Una ciudad secundaria».

12. A. Camus, El mito de Sísifo, Alianza, Madrid, 1981, p. 130.

13. Véase el precioso texto de S. Kierkegaard «¿Existe una suspensión teleológica de lo ético?», en Temor y temblor, Tecnos, Madrid, 1987.

Ignacio Castro Rey. Madrid, Octubre 1995

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