La moda de vaqueros rotos y medias desgarradas va en paralelo a unas vidas en exceso cosidas, también entre los jóvenes. Género de terror, piercing y tatuajes; parque de atracciones y deportes de riesgo; sexo salvaje y música electrónica a todo volumen se generan desde una existencia urbana espantosamente homologada, tanto física como -lo que es peor- psíquicamente. Por instinto, para encontrar algo de tierra por algún lado, el cuerpo y la mente necesitan líneas de resistencia, al menos algún tipo de simulacro de otredad que se nos enfrente. Habría que ver si el prestigio sistémico de lo juvenil y alternativo no tiene relación con un exceso canceroso de positividad en nuestra cultura, como si ésta tuviera que buscar un lábil mecanismo compensatorio de esa cohorte de servicios socio-técnicos que desembarca, no solo «a domicilio», sino integrada en nuestro orden perceptivo, cerebral y neuronal.
Germanwings no ha caído de un cielo sereno. El avión tiene su efecto secundario, así como el ascensor o el preservativo. Cada avance técnico -o social, que es lo mismo- tiene su accidente potencial específico, una sombra nueva que sigue a ese progreso. Resulta incómodo tan solo imaginarlo, pero algún día habrá que indagar si hasta la llamada «violencia machista», sobre todo virulenta en los ordenados países norteños, no es también parte -por caminos intrincados que no restan nada de una personal responsabilidad criminal- de un cierto efecto de rebote, como una reaparición letal de la alteridad rechazada en nuestra cultura. Parte, en este caso, de un accidente global asociado a una domesticación antropológica monstruosa.
Para empezar, es imposible entender el negocio planetario de la información, inseparable de lo que se ha llamado espectáculo –Good news, no news-, sin una necesidad de blanqueo anímico que todos sentimos en el orbe desarrollado. Debido ante todo a la religión de la seguridad, nuestra vida es en extremo dudosa. Y no por exceso de riesgo, sino por falta en ella de cualquier peligro real. Nada debe ocurrir entre nosotros; nada ha ocurrido, nada ocurrirá nunca: esta falsa seguridad provoca una lasitud -una depresión- difícilmente disimulable. Pero enseguida, para tranquilizar esa depresión larvada, vemos que a los otros les va peor. Nada más ojear la pantalla cercana comprobamos en qué se ha convertido la vida de la humanidad que no se ha clonado digitalmente. De hecho, para confirmar lo envidiable que es nuestro dudoso bienestar democrático, día a día arriban a nuestras fronteras miles de llorosos y oscuros seres humanos que escapan de la peste del atraso. Les recogemos con mascarillas, mientras sus imágenes se convierten en virales y, por dentro, seguimos pensando que somos los elegidos y es natural que nos envidien. Xenofobia y solidaridad son dos caras, todo lo distintas que se quieran, de un racismo democrático hacia la humanidad atrasada que subsiste en las afueras. Pobre Tercer Mundo si necesitase realmente la ayuda del Primero; de nosotros, que ni siquiera -por falta de relación con los límites- podemos ayudarnos a nosotros mismos.
Dejando al margen muchos otros factores, ¿formará también parte la preocupación ecológica de esta búsqueda, más o menos controlada, de un simulacro de riesgo y alteridad? Hablamos de nuestra necesidad, presentida y a la vez renegada, de otra humanidad, de un referente terrenal que alivie la integración numérica de las poblaciones.
Qué curioso -no lo negarán- que el imperativo planetario del ecologismo y la preocupación mediática del poder por el cambio climático -Al Gore no era exactamente un estadounidense de a pie- coincidan con una humanidad que se retira a una vida ultra-urbana, nativo digital, a la omnipresencia parpadeante de sus pantallas planas. La incansable -y un poco contaminante, hay que decirlo- preocupación verde coincide con el hecho de que cualquier ciudadano normal, para saber el tiempo que va hacer esta misma tarde, mira la imagen última de la información antes que asomarse fuera de la ventana, arriesgarse a oler el viento y o enfriarse escrutando el aspecto rugoso del cielo.
No me negarán también que resulta un poco sospechoso que toda la incesante campaña ecológica, de la que ya ni la derecha europea puede librarse, concluya siempre, indefectiblemente, en la sacralización de una nueva elite de expertos, estrellas elegidas por la transparencia global. Los nuevos sacerdotes han medido la capa de ozono, han estado en los Polos y calculado el adelgazamiento de los hielos, así como la temperatura media del planeta -igual que si de una sala climatizada se tratara- y la evolución de las poblaciones de osos blancos y pingüinos. Así pues, están autorizados a proponernos la solución al problema que -casualmente- ellos mismos se preocupan día a día de realimentar. El resultado es que todos nosotros, para saber cómo nos sientan las lentejas -o qué debemos hacer con el alcohol, las vacaciones y nuestra vida sexual-, debemos tener cada día una pequeña sesión de psicodrama con datos y gurús caídos preferentemente de la universidad de Stanford, modélica en procesos de reciclado.
Naturalmente, este mismo experto ha aterrizado en nuestra provincia bajándose de un asiento Business Class, conduce un automóvil de 85.000 dólares y viste muy bien. Pero, precisamente por eso, la cosa funciona. Igual que en la antigua hipocresía católica o protestante, ellos son los caballeros o damas que nos invita a matar el gusanillo de la mala conciencia. Es la elite que también nos ayuda, entre franja y franja laboral, a entretener la espera. Y todos nosotros esperamos. Aunque ya nadie recuerde qué, de puro interminables que se han vuelto el aplazamiento -de la vida- y la deconstrucción de la memoria. Nadie recuerda qué esperamos ya; aparte, naturalmente, de la próxima entrega en nuestra serie favorita.
Es así que las poblaciones -cada día más xenófobas- de las limpias Holanda, Suiza, Francia, Israel o Alemania, reciclan cuidadosamente su basura. Mientras sus pacíficos ciudadanos siguen histéricos con el peligro musulmán o ruso, al entrar en casa en la penumbra invernal de las 18:00 y levantar los ojos a las pantallas, se pueden volver a indignar antes de servirse una copa. Como ven, para esto es uno de los dogmas de la época, la información, la solidaridad y el ecologismo son compatibles con cualquier cosa.
Un penúltimo pensamiento. ¿No resulta un poco extraño que la correcta preocupación ecológica concluya siempre, como un guante, con la campaña planetaria del miedo? En 15 años el 70% de los españoles padecerá cáncer, la temperatura media del planeta se elevará 1’5 grados y el nivel de las aguas del mar subirá cerca de medio metro. Todo esto aparte del Daesh, el paro, el Évola, la depresión reptante y el mosquito que puede trasmitir el Zika. El resultado es que las poblaciones deben estar atentas a las pantallas donde la nueva vanguardia se expresa, incluso en lenguaje natural. Sobre todo, el mundo entero, también las naciones despóticas y atrasadas, deben permanecer atentas al liderazgo azul y verde de las naciones desarrolladas.
Al menos en Occidente, todos estamos juntos y apretados, permanentemente reunidos -las redes han hecho maravillas para conectar nuestra soledad- frente al terror de la vida mortal al desnudo. Uno de las consecuencias de esta masificación personalizada es que se convierte en fulminante el contagio global, sobre todo del miedo. Sin él no sería nada la cuestión climática.
Y algo que ya se dijo, en algún lugar más o menos clandestino. El anuncio continuo de la catástrofe, externa y futura, es la tapadera ideal para olvidar la catástrofe que ya somos nosotros, con nuestra furia por calcularlo todo. Con nuestra concepción anémica de una naturaleza que se corresponde, pixel a pixel, con el modelo doctrinal de la pantalla plana: árboles en fila, más osos y buitres que bajan a comer a horas fijas, para que la oferta turística se mantenga y se diversifique.
Dos ideas finales, que andan por ahí. Si el calentamiento global es una evidencia, ¿por qué el ambiente entre nosotros es cada día másgélido? Perdonen la alusión teológica y sexual: ¿No será que esta calentura estadística vino del frío carnal? Por cierto, el calificativonegacionista no deja de insinuar otra vez la consistencia dogmático-policial que tiene la cuestión climática. Es como si la nueva inquisición social nos preguntase: ¿Se atreve a negar la vida y muerte del hijo de Dios, la redondez de la Tierra, la preeminencia del Sol, la veracidad de la Información? Pero ante un dogma es un error, civil y militar, declararse hereje. Lo máximo que nuestra pobre intuición puede reclamar es un irónico agnosticismo.
A diferencia de muchos creyentes laicos, somos ecologistas practicantes. Reducimos el humo y el ruido de nuestro vehículo, no arrojamos botellas al río ni papeles al suelo. Simplemente, nos resistimos a unir estos antiguos gestos del sentido común al humo de una nueva religión; ese credo que al final siempre triunfa para mantenernos militarmente unidos, aunque sea bajo sonrisas verdes.