Querida C.,

Te envío primero algunos temas de debate que preparé para diversos cursos. No sé si alguno de ellos lo discutimos en clase. Después me extiendo un poco sobre tus tres preguntas.

 

Cuanto más baja el corazón a sentir cómo las cosas sufren, más tiene que «subir» y armarse la cabeza. De otro modo la sensibilidad nos devora, nos hunde un poco, con las consecuencias personales conocidas: desaliento, cansancio, timidez, temores paralizantes, inestabilidad, tristeza, hipocondría… Y también, claro, cierta impotencia ante el curso de las cosas y la «ferocidad» de los que mandan, sea en clase, en las redes o en el espectáculo social. Si dejamos sin armar el corazón, si dejamos desarmada una sensibilidad que no nos deja abandonar moralmente nada, eso nos convierte en «marginales». Porque entonces arrastramos demasiado peso y no podemos competir con la fría actitud de selección, la ligereza que ejercen los otros, los duros de corazón.

En realidad el que es sensible, el tímido de corazón que siente el tormento de lo pequeño, es el único que tiene derecho a ser «violento»: para protegerse a sí mismo y proteger a los que ama, con frecuencia tan débiles como él. Si el sensible es tan «pacifista» que no puede frenar a los poderosos (que están armados con una indiferencia que les hace resolutivos y estrategas, bajo cualquier ideología) deja el mundo en manos de los de siempre, que mandan porque se limitan a sobrevolar, sin comprometerse con nada ni mirar de frente a nadie.

 

Toda persona sensible es compleja e inestable, como un clima, pues todo entra en ellos. Viven cada día como si fuera el último. En un imperativo moral para ellos, tímidos y «blandos de corazón», hacer ejercicio, endurecerse, entrenarse en tareas externas. Buscar cuestas, caminos abruptos, líneas de resistencia. Los buenos, «perdedores» vocacionales, se curan (en primer lugar, de su propia y aceptada vulnerabilidad) en la variación, en la apertura con la que otros no pueden. Se entrenan con una disciplina del corazón, mucho más dura que la de la cabeza, porque afecta a todas las sombras del cuerpo. Quien es sensible acabará necesitando el genio del corazón (Nietzsche): un trabajo de largo recorrido, una disciplina mental secreta, casi inconfesable. Solo así, con el rodeo de volcarse en lo que no es fácil ni le gusta mucho, el sensible puede fortalecer su complejidad, una fragilidad a la que no quiere renunciar. La humanidad sensible debe huir de los mimos y de las facilidades como si fueran la peste, pues todo eso les desarma todavía más. La actividad difícil y «traumática» es para ellos terapéutica, pues les ahorra el tormento que la vida exterior (y los insensibles que mandan en ella) está esperando propinarles. Lo que no puede enseñarnos el capricho personal, ni el turismo, ni la diversión, lo puede el esfuerzo ascético, el entrenamiento en pistas difíciles.

El epicureísmo de corazón requiere un estoicismo de cabeza. Entrenarnos en lo que no gusta, lo que no hemos elegido porque no es fácil ni cercano: ese es el reto para la gente moral, sentimental y buena. Las facilidades servidas a domicilio son para ellos muy dañinas. Como norma no deben elegir nada táctil, nada fácil y divertido que obedezca a la comodidad del dedo que, con un solo toque, cambia de escena virtual. Lo analógico es lo que cura a quien es sensible. Analógico: esto es, similar a la dificultad real, fiel a una irregularidad, que cambia sin parar, como la corriente peligrosa de un río.

Así pues, yendo a tus preguntas:

1-¿Es bueno ser una persona sensible? Sí, es bueno porque te hacer apto para abrirte a la complejidad del mundo y a la de uno mismo. Es bueno porque te permite que la vida pululante de cosas y persona entre en ti. Te permite saber, conocer lo que otros ni sospechan. Es cierto que esto nos dificulta la vida si no armamos la cabeza (tanto como baja el corazón). Pero ten en cuenta que nadie elige ni nacer ni su forma de ser: un día encuentras que eres chica, sensible, tímida, etc. El deber de todo ser humano es darle forma a la vida que ha heredado, que surge a través de un cuerpo.

2-¿Cómo se arma una persona sensible? No puedes ni imaginarte, C., lo sensible y vulnerable que era yo a tus años. Y lo sigo siendo, por debajo de mi capa de acero. Pero la vida te obliga a endurecerte desde abajo, afrontando dificultades y pruebas cuya dureza los otros no necesitan. Nosotros los sensibles nos armamos buscando argumentos, razones y palabras para fortalecer un corazón que, si no, sucumbe. Nuestra propia fragilidad nos obliga a buscar armas, una osadía y una dureza, incluso un «descaro», que otros ni imaginan.

3-¿Es bueno ser ambicioso? Para los sensibles es imprescindible ser ambiciosos: es decir, no dejarse pisar, no conformarse con ser marginales, aplastados o ser protegidos. No hablo necesariamente de ambición de poder (riqueza, fama, etc.), pero sí de ambicionar una fortaleza, una inteligencia sin la que nuestra vulnerabilidad será arrollada por el mundo. La fuerza secreta del sensible es muy simple: primero, tiene una buena relación con el secreto (cosa que otros no soportan); segundo, de la propia fragilidad, perseverando en ella, viene una especie de atletismo. Un atletismo afectivo, dice Deleuze. En lo hondo todo se hace ley, dice ese libro de Rilke que os recomendé.

Ya sé que esto suena un poco americano, pero creo que es así. El sensible solo puede tener maestros lejanos: está obligado a forjarse a sí mismo, desde el dios (daimon) que tiene por dentro… que es también su mayor enemigo. Yo encontré en la filosofía un modo de fortalecerme desde abajo, desde el niño que nunca debemos dejar de ser. Pero hay otros mil caminos. Cada cual debe encontrar el suyo, y todos son buenos (diga lo que diga la Sociedad) con tal de que se apoyen en el fondo sombrío de uno mismo.

Espero que esto te sirva de algo, C. Si no, pregúntame sin miedo y seguimos hablando. Hasta mañana,

Ignacio