Lo que se dice aguardar

Estimado M.,

Su correo es tan conmovedor como sus libros, de los cuales mi mujer Jazmín y yo somos hace tiempo devotos. Gracias por la prontitud de su respuesta, por estas palabras sentidas, sopesadas, llenas de iluminaciones y de una amarga ironía. Gracias de verdad.

Por si su correo deja traslucir un tono de desánimo, que no estoy seguro, le envío un párrafo reciente de otra entrevista mía. A pesar de que uno tiende siempre al Apocalipsis, aquí me abro a un ¿Quién sabe? que también Freud pronunció, y al parecer en español.

«¿Se puede dar algún cambio importante en este panorama de servidumbre interactiva? No parece fácil, pero quién sabe. La gente vive como hechizada, inmersa en una especie de automatismo anímico, pero a la vez podría estar aguardando algo. Lo cierto es que hoy en día apenas conocemos a los vecinos, así que mejor preservar un fondo de duda optimista».

Sepa que en España hay mucha gente que le quiere y le admira, cautivada por su coraje intelectual y la orfebrería de sus frases. Tenga por seguro que en sus combates también encuentro mi paz. Un fuerte abrazo desde el otro lado del océano,

Ignacio Castro

Santiago, 18 de mayo de 2022

Dos manos

Querido M.

Tu carta es deliciosa, plagada de sentido del humor, sinceridad e ingenio. Empezaré por el final: nos vemos, sí, el próximo domingo y lunes estaré ahí presentando un libro, esta vez no mío. ¿Te apuntas a lo que surja, comida, cañas, cena…? Tienes en la tarjeta adjunta la cita, pero puede haber otras.

Te agradezco de veras la seriedad con que me has tomado y sé que eres sincero cuando dices que mi entrevista te removió. No me extraña tanto. A pesar de que todos parecemos hechizados, todos estamos a la vez aguardando algo, incluso necesitaríamos un «milagro». Como dice Aksel, un personaje inolvidable de La peor persona del mundo: «Estoy harto de fingir que todo va bien».

En mi caso concreto, el diagnóstico es rotundo: mi vida es muy dudosa, necesito otra transformación (cuando creíamos haber llegado a puerto, dice Leibniz, nos sentimos arrojados de nuevo a alta mar). Quiero decir que es inseparable esta entrevista «tardía», este próximo verano cumplo 70 años, de la urgencia de hacer cuentas, cuanto antes. Y a ser posible, no dejar muchas deudas pendientes.

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Comentario a un comentario

Querido A.,

En realidad no, no escribo para un público determinado. Menos todavía pretendo sentirme bien con él, mimando a una cierta clase de lectores. Es cierto que no puedo evitar -tal vez nadie puede hacerlo- un cierto estilo y sus tics. En mi caso, un estilo sin duda demasiado filosófico, plagado de una cierta jerga que puede dificultar la expresión, haciéndola aparentemente especializada. Pero tras lo que hago, creo que lo sabes, subyace un pensamiento intuitivo, una especie de empirismo en estado bruto que no quiere ni puede prescindir de un cierto fondo de ingenuidad.

Te recomendaría, en cuanto a Sexo y silencio, entender el texto literalmente, en toda su ambigüedad atemporal, «evangélica». El libro entero está teñido de un trasfondo humanista, y hasta cristiano, sin el que no se entiende su aparente complejidad ocasional, concentrada aquí o allá. Es cierto que es espeso, pero debía ser la espesura misma de vivir. No he querido poner una sola gota de dificultad añadida en la maleza de lo que ya cuesta vivir. Te reenvío abajo una entrevista que está en mi web, que creo que explica en tono ligero algunas cosas. El aire «apocalíptico» del libro querría entenderlo más en el sentido de revelación, minería de lo que está oculto en la inmensa doxa de la época, que de hecatombe o catástrofe. Fuera de existir, no contemplo ninguna otra catástrofe. Más bien intento defender el afrodisíaco de cierta inocencia, una dulzura natal de los seres.

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Cuatro días (Más un boceto sin nombre)

Queridos,

Vaya por delante mi agradecimiento. A la encantadora A. por acogerme, cuidarme, prepararme esas deliciosas comidas, tener incluso mi whisky… A D. y L. por insistir en mi viaje, insistencia con la que me comprometí. A todos vosotros, N. y M., J. y A. por vuestra compañía, vuestra solicitud, vuestros dos largos viajes para ir a recogerme y dejarme en el aeropuerto. No sé, como decía al principio en el coche de ida, si conseguí agradaros e incomodaros a la vez, pero hice lo que pude.

La luz mediterránea y atlántica de las terrazas de A. Las conversaciones constantes, la muchedumbre de ovejitas silenciosas, el portal tan elegante, la sonrisa y la seriedad de M., las comidas, las chirigotas constantes de nosotros ocho. Y los bares, tantos paseos, tantas calles encendidas. Y esos edificios decadentes que podían ser suramericanos. Algo debió de ocurrir para que me arrancarais tantas confesiones. Excepto el día de la tertulia, pero ese día creo que nadie las hizo.

No sé si os podéis imaginar, sin embargo, el balance de un sabor agridulce a la vuelta. He de confesaros en este punto que, por razones que no vienen al caso, no estoy pasando los días más sosegados de mi vida. Pero agridulce también porque, como dicen en México, soy un «azotado» y nunca estoy contento. Ya conocéis mi buena relación con la culpa. Es como si mi perfeccionismo me impidiese gozar puerilmente de las situaciones, sin estropear lo «bueno» de ellas en nombre de lo «mejor». Y agridulce también porque vi cosas que, me ponga como me ponga, no me gustaron. Al salir del primer acto en el F. Quiñones D. me notó triste. En efecto, lo estaba. Pero no porque no hubiera mucha gente: no la había, aunque era normal (la ausencia de convocatoria en el periódico, etc.) y en eso no se juega el mundo. Tampoco porque no hubiera debate, porque sí lo hubo: incluso intervino Blanca, la chica del espacio. Estuve triste por la impresión, confirmada dos días más tarde, de que aquello era un acto social y lo que menos importaba era ese libro que me costó tanto, desaparecido inmediatamente una vez terminado el acto y el compromiso de una mínima seriedad. Es como si en la alegría de esta Andalucía occidental no cupiese el malestar de las preguntas, mejor dicho, cupiese solo en el formato micro que se arregla después con tres cañas, sin necesitar para nada un libro. La misma impresión tuve en el acto de El Adoquín, aunque permitió un mejor debate. A pesar de algunas intervenciones muy buenas del público, acaba el acto y se pasa inmediatamente a beber. No es que me preocupe que se haya vendido la miseria de dos libros en cada acto, es que en cierto modo el libro nunca existió: la gente habló de sus preocupaciones «filosóficas» en un acto social, eso es todo. Y algunos, de paso que hablaban, se lucieron. Tomaron unas tapas existenciales para la siguiente caña.

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Al fin

«De pronto el día, terco en una pura exaltación de luz y azul por todas partes, se llena de gritos infantiles en la hora de recreo».

Estimado S.,

Te envié hace medio mes un correo, pero me confundí y puse «alvarez» en vez de «suarez». Ahora lo busco, por si decía algo.

Hace ya días y días que le escribí a J. V., después de terminar tus «Apuntes de un diario». La carta que te debía, que te quería enviar, se ha demorado por la profundidad boscosa de esta Galicia y por mil ocupaciones de un hombre que no estoy seguro que sepa vivir. Al tiempo.

Me impresionó en Todavía la relación que mantienes con tu padre, y cómo esa fidelidad parece prolongarse en el amor hacia mil pequeñas cosas, desde las lilas y los amigos hasta los libros o los cielos de Madrid. En principio, como me ocurre a veces con algunas piezas, Todavía no es el tipo de libros que suelo buscar y leer. Pero la simpatía que siento hacia ti, y el calor de nuestro intercambio de regalos aquella mañana en la Feria, me puso enseguida con él.

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