Queridos,
Vaya por delante mi agradecimiento. A la encantadora A. por acogerme, cuidarme, prepararme esas deliciosas comidas, tener incluso mi whisky… A D. y L. por insistir en mi viaje, insistencia con la que me comprometí. A todos vosotros, N. y M., J. y A. por vuestra compañía, vuestra solicitud, vuestros dos largos viajes para ir a recogerme y dejarme en el aeropuerto. No sé, como decía al principio en el coche de ida, si conseguí agradaros e incomodaros a la vez, pero hice lo que pude.
La luz mediterránea y atlántica de las terrazas de A. Las conversaciones constantes, la muchedumbre de ovejitas silenciosas, el portal tan elegante, la sonrisa y la seriedad de M., las comidas, las chirigotas constantes de nosotros ocho. Y los bares, tantos paseos, tantas calles encendidas. Y esos edificios decadentes que podían ser suramericanos. Algo debió de ocurrir para que me arrancarais tantas confesiones. Excepto el día de la tertulia, pero ese día creo que nadie las hizo.
No sé si os podéis imaginar, sin embargo, el balance de un sabor agridulce a la vuelta. He de confesaros en este punto que, por razones que no vienen al caso, no estoy pasando los días más sosegados de mi vida. Pero agridulce también porque, como dicen en México, soy un «azotado» y nunca estoy contento. Ya conocéis mi buena relación con la culpa. Es como si mi perfeccionismo me impidiese gozar puerilmente de las situaciones, sin estropear lo «bueno» de ellas en nombre de lo «mejor». Y agridulce también porque vi cosas que, me ponga como me ponga, no me gustaron. Al salir del primer acto en el F. Quiñones D. me notó triste. En efecto, lo estaba. Pero no porque no hubiera mucha gente: no la había, aunque era normal (la ausencia de convocatoria en el periódico, etc.) y en eso no se juega el mundo. Tampoco porque no hubiera debate, porque sí lo hubo: incluso intervino Blanca, la chica del espacio. Estuve triste por la impresión, confirmada dos días más tarde, de que aquello era un acto social y lo que menos importaba era ese libro que me costó tanto, desaparecido inmediatamente una vez terminado el acto y el compromiso de una mínima seriedad. Es como si en la alegría de esta Andalucía occidental no cupiese el malestar de las preguntas, mejor dicho, cupiese solo en el formato micro que se arregla después con tres cañas, sin necesitar para nada un libro. La misma impresión tuve en el acto de El Adoquín, aunque permitió un mejor debate. A pesar de algunas intervenciones muy buenas del público, acaba el acto y se pasa inmediatamente a beber. No es que me preocupe que se haya vendido la miseria de dos libros en cada acto, es que en cierto modo el libro nunca existió: la gente habló de sus preocupaciones «filosóficas» en un acto social, eso es todo. Y algunos, de paso que hablaban, se lucieron. Tomaron unas tapas existenciales para la siguiente caña.
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