Nos pasamos la vida fingiendo
Lluvia oblicua. Cuestionario de Esther Peñas para Ignacio Castro.
Publicado en «Solidaridad digital» (Servimedia, 13/2/20).

.          “Nos pasamos el día eligiendo”… ¿lo intrascendente, lo mortífero, lo banal?

Nos pasamos el día eligiendo cualquier cosa (a ser posible secundaria: ¿azúcar o sacarina?) que nos libre de la obligación moral de elegir fuera del menú de la oferta consumista, que hace tiempo que incluye también la ideología política. Nos pasamos la vida eligiendo para huir de la escena natal de la que venimos, fuera de cuya escucha no puede haber ninguna autonomía, libertad ni salud.

·        ¿En qué momento perdimos la “obligación moral de dialogar con el claroscuro que somos”?

Hace mucho tiempo. El hombre siempre ha tenido esta tentación; la mujer, menos. Pero la Ilustración y la Revolución Industrial le dieron un giro de tuerca al viejo sueño de la especie de encontrar una prisión confortable que nos libre del peso de vivir, único para cada uno. Desde entonces creemos haber superado la porción de noche de la que venimos. Es nuestra forma universal de racismo, que incluye despreciar el pasado y a tres cuartas partes de la humanidad. Por supuesto, es una ilusión adolescente propia de una sociedad senil, pero una ilusión poderosa que nos ha hecho muy infelices.

·        Si tememos tanto a la vida como insistes en el ensayo (“la desconexión es vital para que ocurra algo”), ¿por qué, a su vez, nos aterra la muerte? ¿Acaso vida y muerte son dos momentos de un todo?

Tememos a la vida porque es mortal. La muerte es solo el enigma de cada vida, lo que esta tiene de inapresable en cada uno de sus momentos cruciales. Nos pasamos el tiempo conectados a la cobertura (técnica, social, histórica) para salvarnos de nuestra vida única, que nos pesa. La modernidad es una versión laica de la vieja idea de salvación, pero sin la cosmovisión y la sabiduría ancestral que emanaba de las religiones.

·        “Hay una inteligencia, un valor y ciertas decisiones que sólo pueden venir de las emociones”. ¿Cuándo dejarse guiar por la emoción y cuándo “mantener la cabeza fría”?

Las emociones han de ir por delante, de otro modo estamos muertos en vida (¿es casual que tengan tal éxito las series de zombis?). Mantener la cabeza fría es una tarea ascética e intelectual importante, para mujeres y para hombres, pero después de que hayamos vivido y sentido algo personal. Si el sistema anímico de cobertura social (el espectáculo de la opinión y la información) va por delante, y ya no podemos sentir nada por cuenta propia, ni llorar por nuestras íntimas e inevitables pérdidas, la cabeza fría y el privilegio masivo del cerebro se convierte en una máquina policial que nos encierra en un ensimismamiento estéril. El resultado es este mutismo del prójimo que vemos por doquier, una catatonia de presencia real que malamente puede compensarse con las conexiones virales en red.

·        “La llamada postverdad comienza con una insólita posibilidad de mentirse a sí mismo”. Pero esto, ¿hasta qué punto es posible?

Mentirse a sí mismo, no dejar que las percepciones individuales lleguen a la cabeza, se ha vuelto relativamente fácil una vez que cada uno de nosotros vive acompañado de una inmensa multitud de posibilidades coreadas, y coloreadas, en pantalla. Si nos pasamos la vida «compartiendo», antes de vivir nada a fondo, la mentira está garantizada. Y la peor de las mentiras, pues ni siquiera recordamos cuál era nuestra versión original de las cosas. Después la información y los políticos hacen maravillas con esta desmemoria de la gente, una humanidad que ha delegado sus sentidos en el Dios social, en el poderoso Estado-mercado.

·        “Faltan traumas reales”; ¿esto en sí mismo no es el peor de los traumas?

En efecto, así lo veo. Un precioso libro reciente decía que los mimos son la peor forma del maltrato. El orden social, para convertirnos en inválidos conectados, nos regala continuamente facilidades envenenadas que nos hacen huérfanos del «no«. Un ser humano al que le faltan traumas, que se ahorrado el esfuerzo heroico por darles forma y sentido, es el esclavo por excelencia. Ha vendido su alma al diablo de la interactividad, pretendidamente horizontal. Como  delega su oscura intimidad en el espectáculo social, ha perdido también el único y abrupto territorio desde el que podría ejercer una fuerza. Su vida ya no pesa, por eso tampoco puede tomar decisiones. Le quedan solamente las conexiones.

·        ¿Se legitima al amo (cualquiera que sea su rostro) porque cada uno de nosotros lo admiramos, de alguna manera queremos ser amos o por desatender nuestra obligación para con nosotros mismos?

Los nuevos amos, esta legión de líderes estelares y expertos (a veces muy alternativos) que deben vivir por nosotros, representan un nuevo «culto a la personalidad» que expresa nuestra profunda y consensuada despersonalización. Creo, por ejemplo, que no es cierto que la gente tema perder la intimidad en las redes. Al contrario, está encantada de compartirlo todo, de que su vida no tenga sombras intransferibles, y poder así flotar en el plano inmanente de la transparencia total. Warhol se quedó corto. Todos hemos conseguido una cuota de fama y popularidad que encarna la religión perfecta. Dios ha muerto para que sus criaturas sean divinas. De paso que cultivamos la adoración de nuestros ídolos favoritos, cultivamos también la imagen con la que estamos casados.

·        El asombro (la filosofía de la admiración) es el origen del pensamiento, pero también la sospecha. ¿Cuándo partir de una u otra?

 El asombro no viene a petición. Tal vez asombro y sospecha sean algo parecido: el acontecimiento de un afuera que irrumpe en nosotros, aunque con dos distintas tonalidades, de hechizo o temor. Sea como sea, al margen incluso de su tono tranquilizador o inquietante, solo se piensa a partir de una irrupción, a percepción o experiencia que no hemos elegido. Todo lo que va a durar en nosotros nace de algo no elegido. Con frecuencia, las elecciones solo cierran el círculo idiota del narcisismo que nos separa del mundo y nos convierte en autistas de éxito.

·        Si uno emplea tanta vehemencia en reivindicar lo humano frente a la máquina, como haces en el ensayo, cabe pensar que la máquina está ganando demasiado terreno sobre lo humano…

Me temo que así es. Y cuando digo máquina no me refiero tanto a los dispositivos tecnológicos, esos juguetes espectaculares que embaucan a los niños grandes que somos, cuanto al propio funcionamiento automático del cuerpo social. Una sociedad no derriba un Dios sin poner en pie a otro. Y la gran máquina que nos dirige no tiene cuerpo, ni es localizable: consiste en la fe mesiánica que hemos depositado en la sociedad, en la información y la ciencia, que hoy cumplen la labor profética que antes depositábamos en poderes, francamente, un poco más serios.

·        Hay una “violencia necesaria y justa”. ¿Cuál?

La violencia de vivir, sin pedirle permiso a nadie. La violencia de atreverse a ser un peligro, una singularidad que en su núcleo no pide ni necesita reconocimiento. Cuando dimitimos de esta violencia existencial nos convertimos en crueles cazadores de la supuesta «violencia» de los otros, a la búsqueda de lo que en el Otro (inmigrante, ruso, musulmán, homosexual, taurino o machista) quede de vida, de una vitalidad que no pacta y nosotros hemos traicionado. No le perdonamos al otro que conserve algo de lo que nosotros hemos sido o quisimos ser, ahora triturado por la religión de la seguridad. Todo nuestro odio actual, siempre en busca de víctimas que proteger y verdugos que castigar, nace de lo que no ha ocurrido entre nosotros, por cobardía, al abandonar la violencia de vivir. Hay un remedio, en palabras de mi Clarice Lispector: «Las pequeñas violencias nos libran de las grandes». Pero nos costará romper con la religión del consenso.

·        ¿Qué catástrofe somos?

 La que resulta de haber abandonado el coraje de habitar una tierra más profunda que todas sus leyes. Hemos liquidado el diálogo con la soledad común de una condición humana sometida a la gravedad y la muerte. Debido a este retroceso ante lo trágico, tampoco podemos ser joviales. El malhumor, y una especie de depresión crónica, nos invade. Toda la cadena de catástrofes exteriores que supuestamente nos amenazan tienen la función de ocultar esta triste mutación que opera en nosotros, los elegidos del progreso, con la catástrofe sorda que está en marcha en nosotros.

·        ¿Cómo luchar contra una alienación que ha llegado a sentirse feliz?

 Quizá abandonando la obligación de divertirse y ser feliz a toda costa, que es una imbecilidad típicamente moderna impuesta por un puritanismo angloamericano que (haciéndonos a todos bastante infelices) no soporta la vida ni a una humanidad que no sabe y siempre tendrá las manos vacías. En algún lugar de Lluvia oblicua sugiero que tal vez Occidente haya logrado en inglés la voluntad de elevación, de furiosa separación, que no consiguió en alemán. Gracias al poder militar de la nación elegida, Occidente es hoy una gigantesca secta entre los pueblos de la tierra.

·        Lo hemos traicionado todo, empezando por la pasión de vivir: ¿tiene enmienda posible?

Sí, pero no es fácil. Habría que desandar parte del camino. Tendríamos que reinventar, tenga la filiación ideológica que sea, una espiritualidad tan intensa y oscura como traslúcida es nuestra voluntad neo-puritana de transparencia. Si no lo hacemos, las culturas que nos rodean, que (de China a Rusia, de Turquía a México) despreciamos como atrasadas, nos dejarán algún día en la condición de simpáticos países turísticos para visitar en vacaciones. ¿Es posible que esto ocurra? Creo que sí, aunque no va a ser mañana. Es deseable que ocurra porque nuestra soberbia, esta violencia autista que nos caracteriza, no tiene más cura que a través de un choque traumático con el exterior.