Se presenta como una “carta de amor a las mujeres que le criaron”. A todas luces, a toda sombra, la película de Alfonso Cuarón es demasiado ambiciosa para lo que después cumple, casi nada. De estar solo creo que me habría largado, pero como estaba con el escritor y poeta Eugenio Castro (por vez primera en el cine), me limité a mirarle de reojo para intentar adivinar si sentía lo mismo que yo… O un servidor tenía una mala tarde, que le pasa a cualquiera.
Las deposiciones inaugurales del perro Borras, ensuciando sin cesar la entrada de la mansión de una familia adinerada de la colonia Roma, mierdas imposibles de recoger a tiempo para que el padre de familia no las pise, representan tal vez (en la intención de Cuarón) su heroico descenso a la suciedad de esta tierra. Pero las enormes cacas parecen en realidad de plastilina marrón, y posiblemente encarnan la realidad de cartón piedra donde nuestro director vive. Los tiros al blanco de la opulenta familia estadounidense de Sofía están escandalosamente mal simulados; el incendio nocturno del bosque muy mal hecho… Me estoy imaginando a Federica Mogherini, alta representante europea de asuntos exteriores y seguridad, personaje que también lleva décadas sin bajar a la calle (la misma mujer que mira con ojos tiernos a Pedro Sanchez y toda la cohorte de pijos que dominan, valga la redundancia, la izquierda hegemónica), subyugada por este derroche de solidaridad con un sufrimiento humano que solo han visto en diferido, pero con pantalla panorámica y en 3D.